Algo más que Manuelita

María Alejandrina Argüelles

¿Será que aún no hemos egresado del país- jardín-de- infantes? Pienso que es así, tras leer algunas reseñas con motivo de los 80 años de María Elena Walsh. Porque supongo que esas reseñas de agencias, radios y diarios diversos provienen de un click en un buscador de Internet... y nada más (aclaro que Internet me parece fabulosa, pero es un inicio, no el non plus ultra, y menos cuando se trata de intelectuales cuya obra es necesario conocer no sólo de nombre).

Es verdad que creó canciones infantiles que perduran generación tras generación con una magia singular, y que escribió cuentos infantiles, y que hay una estatua de Manuelita en Pehuajó. Permítanme recordar que fue algo, bastante más que eso.

Trabajadora de la palabra, ésa fue su herramienta y, cuando hizo falta, su arma: para llegar al corazón de los chicos, sí, pero también para valorizar permanentemente a la mujer y sus derechos, para abogar por una educación creativa, para clamar por democracia y libertad, para llorar por los que no estaban, para recordar a genios caídos en el olvido, para rescatar canciones casi perdidas, para redondear poemas de singular lirismo, para decir siempre lo que pensaba a través de verdaderas lecciones de humor sutil, de metáforas simples, de ironía, esa forma tan elevada del pensamiento como decía Oscar Wilde.

En cuatro patas

Permítanme recordar que escribió uno de los más punzantes alegatos contra la pena de muerte, que sería necesario leer en todas las clases dedicadas al civismo y los derechos humanos: con imágenes penetrantes pasea por momentos terribles de la historia y concluye: a lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.

Esa pieza contundente valdría para ponerla en un pedestal, darle su nombre a una plaza o cualquier homenaje semejante. Pero hay más: escribió y dijo lo que pensaba en momentos en que era no digamos difícil, era imposible hacerlo sin consecuencias: se rebeló contra la censura, contra el amordazamiento, contra la falta de libertad en todo sentido. No lo digo yo, lo dicen sus palabras, escritas durante los años de plomo, y no a posteriori. Lo hizo en diarios de gran tirada (Clarín, La Nación) cuando la dejaron, o a través de la música.

Duerme tranquilamente que viene un sable// a vigilar tu sueño de gobernante.// América te acuna como una madre// con un brazo de rabia y otro de sangre. (Canción de cuna para un gobernante).

Canciones de claro significado, que ganaron las gargantas de los cantantes más difundidos.

Porque me duele si me quedo// pero me muero si me voy,// por todo y a pesar de todo, mi amor,// yo quiero vivir en vos. (Serenata para la tierra de uno).

Y que se escuchan hoy tal vez sin comprender su cabal sentido: Cantando al sol como la cigarra// después de un año bajo la tierra,// igual que sobreviviente//que vuelve de la guerra. (Como la cigarra).

Desventuras argentinas

En 1980 escribió un paralelismo entre “La casada infiel” y la Feria del Libro copada por el Proceso, y cuya publicación se impidió: A la hora del Juicio Final, cuando Tata Dios me pregunte: “¿Dónde están tus hermanos Haroldo y Rodolfo (obviamente Conti y Walsh) que no los he visto en la Feria?”, yo no sabré qué contestarle. Y por ese pecado de ignorancia me mandará, derechita y humana, al mismísimo infierno.

Y la polémica “Desventuras en el país-jardín de infantes” escrita en Clarín en 1979 (ojo, en 1979), donde implora que terminen con la censura, las listas, lo que debemos pensar y decir y ver, que nos dejen crecer. Somos 25 millones de sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la adultez y actualizarnos creativamente .

Algunos párrafos parecen haber sido escritos ayer: Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un conjuro mágico: no nombrar para que no exista: “La inflación ha muerto” (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el Dr Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.

Pero su final es para repensarlo: Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigada tierra.

Posiblemente para la misoginia subyacente en los y las mayorías argentinas es más conveniente recordarla en una sola de sus facetas (y que sin dudas la hizo muy bien) muy aceptable para el género: la literatura infantil. ¿O será que seguimos con la enorme goma de borrar incrustada y sentaditos en las sillitas del jardín de infantes, 30 años después?

No es deseable, pero sí muy probable, que cuando le llegue la hora a MEW, las radios aturdirán con Manuelita. Y casi seguro que no la velarán en el Congreso.

Algo más que Manuelita