AL MARGEN DE LA CRÓNICA

Placeres incompatibles

En este trabajo, la rutina es una ilusión. Aunque cada uno de esta Redacción, cada mañana se siente en su silla, delante de la misma computadora y repita ritos particulares, ningún día se parece al anterior. Y es que la realidad, concebida como un proceso dinámico, obliga a todos a un ejercicio de renovación permanente. Cada uno atiende su juego, o sea, su especialidad. Los lazos entre los cohabitantes de este ámbito se hacen, con el correr del tiempo, tan familiares -o más- como los de la propia familia. Pero por sobre todo se discute; y es frecuente que el saldo de la contienda sea una rotunda discrepancia.

Por ejemplo, hoy apenas llegué me interceptó mi colega Roberto. Como casi todos los días me largó: “¿Te pido un agua y me convidás con un café?”. Obviamente que la propuesta para mí siempre es interesante ya que en el bar nadie atiende el teléfono y podría pasarme media hora con la garganta seca, huérfana del auxilio de los bufeteros. En fin, café y agua de por medio, el debate empezó por las películas -que son su especialidad, su delirio y su vicio- y sobre cuál es la mejor manera de disfrutarlas. Él es adicto al cine y yo, amo los DVDs en casa. Razones defensivas de uno y otro lado sobran. Yo argumento mi derecho a hacer pis todas las veces que quiera, repetir las escenas que más me atrapan, retroceder para escuchar o leer lo que no entendí. El “stop” para atender el teléfono, comer algo, o ir a tender la ropa es otra buena causa. Ni hablar de que si la película no me enganchó en los primeros quince minutos, con pulsar el “power” se acaba el martirio.

Él es un romántico. Habla de que las películas se disfrutan sólo en el cine. “La intimidad que se da cuando se apaga la luz, se borra todo el mundo y quedás solo frente a la pantalla, es algo sublime”. Poeta al fin, borra de su mundo al masticador compulsivo de pochoclos, al bebedor de gaseosa que hace más ruido que un camello sediento, al lungo que se estira en el asiento de adelante como si estuviese en su cama o a la comprimida que trata de revertir su postura clavándole sus rodillas en la espalda. A él todo eso no le importa; disfruta formar la fila para comprar la entrada, mientras hace sociales en el transcurso, tomarse un cafecito antes y otro al salir del cine -esa vez acompañado de algo dulce- y hasta soporta con estoicismo en la butaca el reclamo de su vejiga de hombre maduro cuando lo atormenta. Él es un tierno desahuciado y no hay manera de competir con sus argumentos y, como dice un proverbio, si no se puede convencer al adversario, hay que tratar de comprenderlo. Mi amigo es un experto en todo lo culturoso: conciertos, libros, teatro, cine pasan por sus manos rápidas para teclear y por su cerebro ampuloso, a la hora de pensar. Pero en el asunto de las películas, defiende con tanto empeño su parecer, que creo que en realidad es un hombre con una deuda de actor que, además de morir por los flashes de las cámaras de fotos (sale en todas), le gustaría más que estar en la butaca, estar del otro lado; siendo, por ejemplo, Shakespeare enamorado. Si no, no se entiende esa manera fanática de despreciar el enorme placer de sentarse frente al LCD, en pijamas, y alargar a tres horas a “Invictus”, que apenas dura algo más de noventa minutos.