EDITORIAL

La muerte de un

disidente cubano

La dictadura cubana se esforzó por minimizar la muerte del disidente Orlando Zapata Tamayo. El régimen castrista no sólo que no dio ninguna respuesta sobre lo sucedido, sino que además tomó medidas represivas contra quienes pretendieron despedir los restos del mártir. En una declaración oficial, el régimen continuó calificando a los disidentes de terroristas, agentes de la CIA y gusanos imperialistas. En este caso, el destinatario de esta adjetivación degradada y canallesca fue un modesto albañil de 42 años cuyo delito fue luchar por su libertad hasta las últimas consecuencias.

Lo ocurrido en Cuba demuestra que el régimen mantiene su identidad represiva y que las expectativas que algunos pudieron tener con Raúl Castro no se corresponden con los hechos. Con un toque de cinismo, el gobierno cubano responsabilizó al “bloqueo” de la muerte de Zapata Tamayo.

Para los déspotas cubanos, las persecuciones, la cárcel, la represión y la eventual muerte de los opositores son una consecuencia del supuesto bloqueo. Recurrir a la excepcionalidad histórica ha sido el argumento de los regímenes totalitarios de todos los tiempos para justificar sus atropellos. Cuba no es la excepción ni debería serlo, habida cuenta de que en la actualidad es el régimen comunista más antiguo y anacrónico del mundo.

Los Castro están en el poder desde hace más de medio siglo. El hermano menor sucedió al hermano mayor, demostrando, como también lo exhibe el caso de Corea del Norte, que el comunismo como sistema político está atado a líderes “eternos” y familias dinásticas.

Amnesty Internacional y otros organismos de derechos humanos han manifestado su queja por lo sucedido, pero no se ha visto ni escuchado parecida actitud en los siempre activos organismos de derechos humanos de la Argentina. En este caso el silencio no es consecuencia de la distracción, sino de la complicidad política e ideológica con la dictadura. La titular de Madres de Plaza de Mayo apoya fervientemente a los Castro y similar actitud mantiene la mayoría de los organismos de derechos humanos.

Queda claro que para estas instituciones, los derechos humanos deben subordinarse a la ideología de la lucha de clases. Desde esta perspectiva, hay asesinos buenos y asesinos malos; dictadores justicieros y dictadores crueles; torturadores benignos y torturadores malignos. En consecuencia, condenar la muerte de un disidente en Cuba implica no sólo brindar la solidaridad a un pueblo que en condiciones difíciles lucha por su libertad, sino poner en discusión temas que trascienden la frontera cubana.

El cuestionamiento de la muerte del albañil abriría un debate sobre la filosofía y la práctica de los derechos humanos, grieta que los a facciosos les inspira temor al vacío argumental. Pero mal que les pese a los manipuladores de las grandes causas de la humanidad, los derechos humanos siguen siendo un patrimonio de todos y no la coartada para justificar venganzas y proyectos de poder.