Los orilleros del 5 y 6 de abril de 1811

Rogelio Alaniz

Félix Luna, que escribía muy bien, poseía sentido histórico y, además, sabía vender, calificó a la movilización del 5 y 6 de abril de 1811 como “el primer 17 de octubre”. Luna podía permitirse esas licencias que no pretendían ir más allá del marketing. Pero lo que para Luna fue casi una humorada, el recurso pícaro de un vendedor callejero, para los revisionistas fue una verdad absoluta, un acto de fe y una demostración cabal de que la figura que mejor representa a la historia es el círculo donde todo retorna y lo que sucedió una vez puede suceder infinitas veces.

Para no empantanarnos en disquisiciones vayamos a los hechos. Para los primeros meses de 1811 la situación en Buenos Aires era particularmente difícil. Mariano Moreno había muerto en diciembre, pero los morenistas gozaban de buena salud, o por lo menos eso era lo que creían. Revolucionarios, intelectuales, con todos los límites y virtudes de esa condición, controlaban un sector de las milicias, particularmente el célebre Regimiento Estrella. Habían organizado en la mejor clave masónica la Sociedad Patriótica, sus hombres más lúcidos integraban el gobierno, desde La Gazeta escribían artículos incendiarios contra los saavedristas y en sus escasos ratos de ocio se juntaban en el café de Marco para seguir intrigando.

La Primera Junta del 25 de Mayo había derivado en la Junta Grande, gracias a la inclusión de los representantes de las provincias. Esta incorporación de las provincias fue la que provocó en su momento la renuncia de Moreno, quien había planteado que estos diputados debían constituir una suerte de Poder Legislativo, mientras que las tareas ejecutivas debían quedar a cargo de un elenco mucho más reducido y eficaz. No se equivocaba.

Según los historiadores revisionistas, los morenistas tramaban algo así como un golpe de Estado (en realidad habría que hablar de asonada o algún término parecido, porque es muy difícil dar un golpe de Estado cuando el Estado no existe). Fue en tales circunstancias cuando en la noche del 5 de abril se produjo una masiva movilización de los habitantes de las orillas hacia la Plaza de la Victoria. Los manifestantes llegaron desde Mataderos, Retiro y Palermo. Eran peones rurales, artesanos y gauchaje, “gente de medio pelo”, como le va a decir lord Strangford a Sarratea.

Se cuenta que llegaron en silencio; algunos en carros, la mayoría montados en caballos, unos pocos caminando. No insultaron a nadie, no quemaron ni destrozaron nada, pero allí estaban provocando inquietud y alarma en los vecinos del centro. No eran pocos. Según la información disponible sumaban unos cuatro mil, una verdadera multitud para una ciudad que apenas tenía cuarenta mil habitantes. Los hombres ocuparon la plaza, mansos y tranquilos; según se cuenta, en algún momento se escucharon los rasgueos de las guitarras y las voces de algunos improvisados cantores.

La clase dirigente porteña estaba anonadada. ¿De dónde había salido esta chusma? ¿Quiénes los alentaban? ¿Qué buscaban? Para colmo, los principales regimientos leales a Saavedra les dieron el apoyo. Los historiadores revisionistas aseguran que los morenistas estaban escandalizados y asustados. Según este punto de vista, los revolucionarios que no se cansaban de hablar del pueblo, ahora se encontraban con el pueblo real de carne y hueso y no sabían qué hacer porque su única relación con los pobres había sido a través de los libros de Rousseau.

Esto es lo que decían los revisionistas, dicho sea de paso, todos de la misma condición social que la de sus detestados adversarios liberales y que -al igual que ellos- jamás vieron a un pobre. Pero esa noche de abril, los saavedristas, con su jefe incluido, estaban tan asustados como los morenistas. Ellos también se sentían integrantes de la clase dirigente y no les gustaba nada esa movilización espontánea con la chusma amontonada en la plaza principal de la ciudad.

Como va a decir un revisionista de “izquierda” (si es que se puede permitir esa abusiva licencia del lenguaje), los morenistas tenían un plan de gobierno sin pueblo, mientras que Saavedra tenía el pueblo, pero carecía de plan. La frase es ingeniosa pero no sé si es verdadera. Por lo pronto, hay que admitir que la movilización fue popular, pero no estaría tan seguro en calificarla de espontánea.

Detrás de los orilleros -o delante de ellos- estaban algunos dirigentes importantes. La historia registra sus nombres: Joaquín Campana, Tomás Grigera, Juan Ramón Balcarce y Martín Rodríguez, el mismo que diez años después sería gobernador de la provincia de Buenos Aires. Campana había nacido en Montevideo en 1783; estudió en el Colegio San Carlos de Buenos Aires, se recibió de abogado en Córdoba y luchó bajo las órdenes de Saavedra contra los ingleses. No concluyeron allí sus servicios a la patria. Sobremonte lo inmortalizó en una carta escrita el 27 de octubre de 1806: “El abogado Joaquín Campana y dos o tres mozuelos despreciables fueron los que tomaron la voz, y con una furia escandalosa intentaron probar que el pueblo tenía autoridad para elegir”. Sobremonte se refería al primer cabildo abierto de Buenos Aires, el del 14 de agosto de 1806, uno de los antecedentes más importantes de la Revolución, porque en esas jornadas se resuelve organizar las milicias populares y deponer al virrey, nada más y nada menos. Campana participó luego del cabildo abierto del 22 de mayo y votó por la deposición del virrey Cisneros.

El otro protagonista importante fue Tomás Grigera, conocido como “el alcalde de las quintas”. Había nacido en Buenos Aires en 1753 y murió en esa misma ciudad en 1829. Un historiador le atribuye haber escrito el “Manual de agricultores”, el primer tratado sistemático sobre el tema.

El 6 de abril, Campana y Grigera elevaron un petitorio con reclamos a las autoridades. Allí se reitera el apoyo a Saavedra; reclaman que Vieytes, Rodríguez Peña, Larrea, Azcuénaga, French y Berutti marchen al destierro; se disuelve el Regimiento Estrella y se exige que Belgrano rinda cuentas por su campaña en Paraguay. No finalizan allí los reclamos. El petitorio exige que los españoles europeos que no adhieran al nuevo orden sean expulsados; también se deben separar de los cargos públicos a los empleados civiles y militares que no estén identificados con el proceso revolucionario. Campana va a insistir luego en tomar algunas medidas contra los comerciantes ingleses, a los que no vacila en calificarlos de “infieles”.

La mayoría de estos reclamos se cumplen. Los manifestantes regresan a sus barrios tan pacíficamente como habían llegado y, posiblemente, ignorando los enjuagues políticos de la jornada. De todos modos, la victoria de los saavedristas no habrá de durar mucho. Pocas semanas después llegó la noticia de que las tropas criollas fueron derrotadas en Huaqui, y Saavedra debe partir para el Alto Perú. Nunca más volverá a su Buenos Aires querido. Por lo menos nunca más lo hará como autoridad política.

Lo cierto es que la victoria de los saavedristas es efímera y los derrotados regresan en otras condiciones al poder unos meses más tarde. La escaramuza de abril deja sus secuelas. Cuando en 1813 la flamante asamblea resuelva amnistiar a todos los perseguidos políticos, los únicos que no serán perdonados serán Saavedra y Campana. Saavedra regresará años más tarde a Buenos Aires y morirá en 1827 casi en el anonimato. Pero Campana nunca más volverá. Después de vivir unos cuantos años en Areco y Chascomús se instalará en Montevideo, donde se desempeñará como docente hasta su muerte en septiembre de 1847.

A nadie se le puede escapar que la similitud con el 17 de octubre, o para ser más precisos, con el mito del 17 de octubre, es más que evidente. Para los revisionistas hay una contradicción fundante que recorre el calendario desde los orígenes de la Nación hasta la actualidad. Porteños contra provincianos; o liberales contra nacionales; o patriotas contra entreguistas, la dicotomía siempre está presente.

Después de 1810, el emblema fundante de todas estas contradicciones se manifiesta en las jornadas del 5 y 6 de abril. Lo dicen sin tapujos. Cuando en 1945 se produzca el famoso 17 de octubre no vacilarán en asegurar que el antecedente inmediato fue la movilización liderada por Campana. Perón y Cipriano Reyes en realidad no inventaron nada; de una manera extraña y hasta esotérica fueron marionetas de un libreto escrito ciento treinta años antes por el alma nacional y popular.

Los orilleros del 5 y 6 de abril de 1811

Mariano Moreno, Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano y de pie Juan José Paso, integrantes de la Primera Junta. El 5 de abril se produjo una masiva movilización de los habitantes de las orillas hacia la Plaza de la Victoria. Los morenistas y saavedristas estaban anonadados.

Foto: Óleo de Vila y Paredes, Palacio del Congreso.