Por un pelito

Por un pelito

Desde la rauda cabellera juvenil hasta la pelada incipiente, recipiente, reciente o creciente (o cualquier otro ente), los varones pasamos por diferentes etapas, desde la transgresión, pasando por la domesticación, la resignación o cualquier otra acción. Una nota para gente que no tiene ni un pelo de tonto; o directamente no tiene ni un pelo.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

En los pueblos el único peluquero te ejecutaba con su único corte delante de la mirada de tu viejo: una ejecución sumarísima en que la mitad del flequillo caía de un tijeretazo, como si un loco hubiera agarrado por la mitad una cortina con una motosierra. El peluquero no tenía una motosierra pero se le parecía, al menos en el ruido general y en los resultados: adelante un flequillo ridículo a media asta y detrás y por todas partes, la cero haciendo lo suyo, dejando las orejas expuestas para todo el invierno y la nuca limpia. Épocas en que teníamos pelo de sobra, pero no todavía autorregulación o dominio o posesión sobre él. Al final de la sesión, veíamos alrededor del sillón del peluquero todo nuestro pelo esparcido en círculo por el piso. Y nosotros, igual.

Con algunos años más, comenzamos a negociar con los padres y a manifestar con mayor o menor énfasis nuestros gustos y así podíamos de a ratos disfrutar de un pelo un poco más largo o más acorde al uso generalizado: que el flequillo para acá, que los pelos para allá…

Con la facultad o la adolescencia, parece que por fin nos van dejando con nosotros mismos y podemos allí decidir qué corte de cabello queremos y cómo vamos a peinarnos o despeinarnos. Todavía tenemos abundante cabello, así que hasta podemos darnos el lujo de dejarlo largo o acomodarlo a nuestros gustos, preferencias, estéticas, desde un jopo hasta las rastas espanta abuelas, desde el pelo largo hasta un teñido violeta, desde un flequillo al sesgo o el modelo mohicano. Todo es posible cuando se es joven.

Pero, mis chiquitos, como el pelo, la juventud pasa rápido y de los treinta en adelante empezamos a acomodar, a ceder, a disimular y a arreglarte como podés y no como querés.

Entonces tenés cortes supuestamente modernos que en realidad te preparan para lo que sigue: cabello corto, nada de osadías, y acomodar aquí y allá los sobrantes, como si se tratara de un auto no viejo pero sí con su kilometraje, al que hay que masillar para disimularle los golpes y rasguños. En muchos casos, no se trata de ninguna metáfora…

Tenés los tipos que, aun con entradas generosas y hasta abiertamente pelados en la frente, conservan todavía como un grito, un alarido de rebeldía setentista una cola larga y en esa se plantan: puede pasar cualquier cosa, pero atrás no se toca nada, nunca, nadie.

Luego sobreviven algunos ejemplares que aceptan el pelo corto en absolutamente todas partes, pero dejan un único mechón largo, una especie de mojón, hito o testimonio de que alguna vez tuvieron tanto pelo como la muestra. Soy de los que piensan que no sirve de nada vivir en el pasado y que prefiero un pelado asumido y real que uno que intenta decirte que antes fue un yeti de pelo largo o que ostenta una quincho tremendo. No puedo confiar en una persona así, carajo, incapaz de asumirse tal cual es y mostrando cosas que en realidad no tiene o prometiendo algo que no puede cumplir.

Pero está el día aciago en que uno renuncia a las lanas largas, cualquiera fuera el estado en que se encontraban o mostraban y por fin el peluquero le entra a esa cabeza para sacar esas tiernas barbitas de choclo que ya no joden a nadie. Es un duelo, desde luego: conozco amigos que se han llevado ese último mechón de recuerdo, como quien lleva el ataúd de una mascota…

Cuando pasás los cuarenta, ya estás de festejo si algo te queda allá arriba y después de los cincuenta, en fin, estás preparado anímicamente para no tener nada, y te da lo mismo, pues como el cabello hay muchas cosas en tu cuerpo que no son ni serán definitivamente como antes. A esa altura y de allí en adelante, el cabello es lo de menos.

Y hay muchísima gente, mucha más que la uno cree que no termina de aceptar que se está quedando pelado o irremediablemente canoso y trata de tapar ambas realidades. Me parece que yo, que voy con sereno paso hacia ambas degradaciones, escribo estas líneas no tanto para resignarme o para demostrar aplomo, sino, básicamente, para que no me tomen más el pelo. Cortamos acá.