La vuelta al mundo

España: la guerra, ¿ha terminado?

Rogelio Alaniz

En octubre de 1977, el flamante Parlamento español votó la ley de amnistía en la que se establecía que el poder político renunciaba a investigar los crímenes del pasado, particularmente los de la Guerra Civil. La votación a favor de este proyecto fue abrumadora: 296 votos contra doce abstenciones y un voto nulo. El informante del Partido Comunista, el líder de las Comisiones Obreras, Marcelino Camacho, dijo entre otras cosas: “Nosotros, los comunistas, que tantas heridas tenemos y tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie. La amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar el pasado de guerras civiles y cruzadas”.

Camacho fue aplaudido de pie por todo el Parlamento, incluidos los principales dirigentes de la Ucedé, liderada entonces por Adolfo Suárez. Sin embargo, no pasó lo mismo con quienes eran considerados con muy buenas razones los herederos políticos del franquismo, la Alianza Popular, liderada por Manuel Fraga Iribarne. Para esta fuerza política, la amnistía era un mal precedente para iniciar la democracia. Según su principal informante, no se podía empezar a caminar en democracia produciendo un hecho político que negaba principios fundamentales de todo Estado de Derecho.

Como se sabe, la ley fue aprobada por absoluta mayoría, pero, atendiendo a los rigores del presente, no deja de llamar la atención que en 1977 haya sido el franquismo en su versión más aggiornada el que se haya opuesto a esa iniciativa de conciliación nacional. En realidad, el distinto comportamiento de Alianza Popular y del Partido Comunista era previsible. A la izquierda, la amnistía la favorecía porque ponía punto final a las persecuciones y liberaba a los presos que aún estaban en las cárceles. En cambio, para la derecha, por lo menos para esa derecha, la amnistía ponía en tela de juicio su principio de autoridad.

La amnistía, como toda ley de estas características, nacía por imperativo de las circunstancias. Por diferentes motivos, todos estaban de acuerdo con la apertura democrática, y quien más la alentaba era la propia burguesía española, interesada por los negocios que se avecinaban con un Estado de Derecho que habría de sintonizar con el orden político vigente en Europa. Pero no sólo las necesidades de la coyuntura estuvieron presentes a la hora de sancionar aquella amnistía. Desde el punto de vista histórico, si la Guerra Civil había derrotado las aspiraciones de la izquierda, los acontecimientos sociales y económicos de la posguerra habían puesto en evidencia los límites de la dictadura franquista. O sea que, para el momento en que murió Franco, las dos grandes estrategias que estuvieron enfrentadas en la Guerra Civil habían agotado sus posibilidades y la única alternativa vigente para la nación era la democracia.

La percepción política de la clase dirigente también apuntaba en esa dirección. La amnistía era una manera legítima, si se quiere, elegante, de concluir la guerra. Vencedores y vencidos se unían, en otro contexto histórico, para avanzar por el camino de la democracia y, para beneplácito de los derrotados, el primer tramo de ese camino se recorrería bajo el signo socialista. De más está decir que la ley de amnistía fue correcta porque permitió que, por primera vez en su historia, España lograra dar a luz un proyecto nacional de largo alcance superando las tradicionales luchas facciosas que desde el siglo XIX la venían desgarrando. La amnistía fue la llave de la transición democrática y, gracias a ella, España logró desarrollo económico, legitimidad internacional y calidad de vida.

Treinta años después, aquella estrategia comienza a ser puesta en tela de juicio. La iniciativa del juez Baltasar Garzón de juzgar los crímenes del franquismo está en contradicción con los principios sustentados por la amnistía de 1977. La movilización de la extrema derecha española y de sectores conservadores contra Baltasar Garzón es la muestra de ese inicio de beligerancia política e ideológica por un tema que la clase dirigente había cerrado hace más de tres décadas.

Sin duda que la consigna de que los familiares tienen derecho a enterrar a sus muertos es justa, siempre y cuando refiera a todos los muertos, a los asesinados por ambos bandos, en una guerra que, como dijera Stanley Payne, no fue librada entre buenos y malos, sino entre malos. No respetar la ley de amnistía implica no sólo desconocer una ley, sino reavivar los conflictos del pasado y reavivarlos contando como protagonistas a los hijos y a los nietos de aquellas jornadas, porque los protagonistas reales y, particularmente, los responsables están muertos, en la mayoría de los casos por razones biológicas.

No es casualidad que, como consecuencia de todo esto, hayan resucitado los tradicionales grupos de extrema derecha; tampoco es casualidad que la derecha reclame ahora la investigación de las masacres de Paracuellos de Jarama, el asesinato de mas de dos mil presos políticos perpetrados por la Junta de Defensa de Madrid, uno de cuyos integrantes era Santiago Carrillo, el histórico dirigente del Partido Comunista, que tiene más de noventa años y debe ser el único sobreviviente político.

Justamente fue Carrillo el que intentó ser juzgado por crímenes de guerra hace diez años y el propio Baltasar Garzón consideró que el proceso no tenía lugar porque había una ley de amnistía. ¿Cómo se entiende que la ley de amnistía que protegió a Carrillo en 1998 ahora carezca de validez? Según Garzón, la ley de amnistía no incluye crímenes atroces. Pero, ¿acaso los de Paracuellos no lo son? ¿O estaba permitido asesinar a los burgueses, pero no a los revolucionarios?

Los defensores de Garzón dicen que una cosa es juzgar crímenes cometidos por un grupo alzado en armas contra la República y otra son los crímenes cometidos por el Estado en nombre de la seguridad pública. Según este singular razonamiento, Carrillo mató con la ley de su lado, mientras que Franco asesinó en su condición de subversivo. En otras partes del mundo -en la Argentina, para no irnos tan lejos-, las llamadas instituciones de derechos humanos razonan a la inversa: los crímenes que no se deben perdonar son los del Estado, mientras que los de los rebeldes deben ser considerados como excesos cometidos por muchachos idealistas.

Los historiadores, los buenos historiadores, saben que, cuando se comienza a hablar de “memoria histórica” y, sobre todo, cuando se quiere anteponer la memoria al saber histórico, lo que se inicia es un proceso de manipulación. Al respecto, bien podría decirse que la memoria histórica no es ni memoria ni histórica. No es memoria porque de hecho se transforma en leyenda, mitología y coartada para justificar cualquier aberración política; tampoco es historia porque la memoria es, por definición, subjetiva, y la historia debe pretender construir un saber lo más objetivo posible.

Como consecuencia de la aventura judicial de Garzón se construyeron dos espacios de memoria: la memoria de los que apoyan a Garzón y la “otra memoria”, animada por los opositores de Garzón. Está claro que, por ese camino, el primer saber sacrificado a derecha e izquierda es el histórico: el siguiente sacrificio puede ser la convivencia política.

¿Qué es lo que empuja a los socialistas a alentar estas revisiones del pasado? Cálculos electorales, dice la derecha, y tal vez no esté del todo equivocada porque no deja de llamar la atención que, mientras ganaban elecciones, nunca se habló de este tema y, cuando esa hegemonía se puso en tela de juicio, se resucitó el fantasma de la Guerra Civil. Otra interpretación señala que los derrotados en las guerras siempre demoran más en olvidar y sus rencores son más hondos. Puede ser. Algunos mencionan el narcisismo de Garzón, pero sería un reduccionismo grosero suponer que todo se debe a las patologías personales de un juez. El debate está abierto, pero se ha abierto de la peor manera. Lo que quería impedir la amnistía de 1977 corre el riesgo de producirse ahora. Con su visión “dialéctica” de la historia, la izquierda cree que lo que no pudo reclamar en 1977 ahora lo puede hacer.

España: la guerra, ¿ha terminado?

En el Congreso. Hace tres años, al cumplirse treinta de las elecciones democráticas de 1977, las primeras luego de cuarenta años de régimen franquista, los reyes de España y varios cientos de invitados especiales (foto) conmemoraron aquel extraordinario cambio de escenario político que abrió camino a la democracia y al desarrollo social y económico.

Foto: Agencia EFE