al margen de la crónica

¿Qué culpa tienen la cigarra y la zorra?

Están presentes en cada niñez, porque en todas las escuelas se relatan en clases y se leen en los libros de texto o en alguna revista infantil, que las adornan con caricaturescos dibujos. Incluso, muchos ya serios y muy ocupados adultos recuerdan con una sonrisa alguna de ellas, aunque sea en sus líneas generales, sin darle tanta importancia a la moraleja como sí a la intervención de los inusuales personajes.

Las fábulas recorren la historia literaria mundial desde la antigüedad del griego Esopo hasta la actualidad, manteniendo casi inalterable tanto su forma como su contenido. En ellas, se le atribuyen comportamientos, actitudes y sentimientos humanos a los animales, que así deambulan por su mundo sufriendo situaciones que no les pertenecen.

Más allá del modelo que se reitera como una fórmula (situación de partida con un determinado conflicto entre dos protagonistas; la conducta de los mismos, a partir de su libre elección entre las posibilidades abiertas; la evaluación de dicho proceder y, principalmente, de su resultado o consecuencias), es interesante analizar el porqué de esta preferencia por los animales para ilustrar hábitos que sólo pueden tener los seres humanos.

En ese discurrir que se muestra risueño (quizás allí radique uno de sus fundamentos), la sencillez del mundo natural se ve invadida por la muchas veces absurda complejidad de la sociedad del hombre. Así, las pobres bestias (incluso las más inofensivas) ven corrompidos sus instintos para que nosotros nos imaginemos mejores de lo que en verdad somos.

El propósito didáctico y moral -que se repite también en otros autores que dejaron su marca como La Fontaine o Don Juan Manuel en El Conde Lucanor- no puede borrar lo evidente: no hay cuervos miserables, ni víboras egoístas, ni grillos codiciosos, facultades propias sólo de nuestra especie.

De esta manera, la moraleja de cierre nos permite una reflexión y es educativa en ciertos valores principalmente para los más pequeños, pero no puede engañarnos en lo fundamental y devela entonces su ilusión de hacer creer que se puede obtener algo bueno de lo peor de nosotros. La realidad espera, agazapada y con sus garras letales, en la otra vereda.