Crónica política
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Bonafini y los juicios populares
Rogelio Alaniz
Escribo esta nota el jueves a la mañana, por lo que desconozco el desenlace del juicio popular “ético y político” contra los periodistas supuestamente comprometidos con la dictadura militar, organizado por las Madres de Plaza de Mayo que responden a Hebe de Bonafini. En realidad, no es necesario esperar hasta la tarde, porque la condena ya ha sido emitida mucho antes, verificándose el principio de que los juicios populares no son más que puestas en escena con resultado previsible, lo opuesto a un juicio real, donde, con las garantías del caso para el acusado, se trata de establecer su culpabilidad o inocencia. Además, el “procesado” será siempre una persona singular y nunca un colectivo social, como ahora se pretende.
Lo que corresponde preguntarse a continuación es acerca de las consecuencias prácticas de esta condena. En principio, no tiene ninguna, como tampoco la ha tenido el juicio popular que hace un año la misma institución celebró contra Martínez de Hoz. Sus efectos son simbólicos y, en todo caso, interesa interrogarse acerca de las consecuencias políticas de estos efectos simbólicos. Al respecto, también podría decirse que la condena no agrega nada a lo que ya conocemos, es decir, no aporta ningún dato relevante acerca de lo que los jueces y la opinión pública en general ya saben respecto de los “procesados”.
Como se suele decir, es más de lo mismo, porque los supuestos testigos y fiscales repetirán su conocida cantilena y la defensa, sustancial en cualquier juicio, brillará por su ausencia, más allá de que el flamante tribunal ha accedido a la presencia de un “defensor oficial” cuya objetividad y empeño para argumentar a favor de sus defendidos es más una mascarada que otra cosa. Cabe recordar, en este sentido, las peores experiencias de los “juicios populares” de las dictaduras totalitarias, en las que el defensor concluye solicitando una condena superior a la pedida por los fiscales o, como en el caso del juicio contra Severino Di Giovanni, promovido por la dictadura militar de Uriburu, cuando el defensor oficial concluyó castigado por haberse esmerado demasiado en el cumplimiento de su rol.
Digamos, para ser serios, que los verdaderos juicios son los que se realizan en el marco de un Estado de Derecho, y no esta payasada que se celebra en nombre de los derechos humanos, violentando todos los principios que constituyen la cultura de los derechos humanos. Lo que de todos modos llama la atención es que, en un contexto político en el que se están celebrando juicios en los tribunales contra los protagonistas del terrorismo de Estado, se impulse de modo paralelo esta iniciativa. ¿No les alcanza con lo que se está haciendo o existe alguna otra intención política que va más allá del juzgamiento del pasado?
En principio, resulta sospechosa la sintonía entre la iniciativa de Bonafini y los reiterados discursos de los Kirchner contra el periodismo y las empresas periodísticas. Sin ir más lejos, esta semana Kirchner proclamó que el principal partido opositor es el de los periodistas, los periodistas que lo critican, claro está. Kirchner da por sentado que la oposición en la Argentina está liquidada, por lo que la única oposición -¿por qué no barrera?- que queda en la Argentina son los periodistas, una afirmación que, en caso de ser cierta, sería gravísima porque, palabras más, palabras menos, estaríamos en la antesala de la dictadura.
La conexión entre el juicio popular de Plaza de Mayo y el gobierno merece señalarse dado que el episodio adquiere significado porque el Estado lo alienta, lo estimula o lo consiente. Conversando en estos días con un dirigente judío sobre el antisemitismo, me decía que los prejuicios contra los judíos siempre están latentes en las sociedades occidentales, pero el tema deja de ser un prejuicio antipático cuando ese antisemitismo larval es asumido por el Estado, porque es entonces cuando se instalan la persecución y el pogromo.
Algo parecido ocurre con la iniciativa de Bonafini. Sin el apoyo del Estado, el “juicio popular” no dejaría de ser un acto promovido por un puñado de lunáticos sin otra consecuencia que la que puede provocar un grupo de inadaptados sociales. En las sociedades democráticas se sabe que hay que convivir con extremistas, resentidos y alienados de diferente calaña que, en la mayoría de los casos, suelen ser insignificantes minorías, pero el tema adquiere centralidad cuando el Estado se transforma en el aval y el garante de estas prácticas.
Se dirá que el gobierno de los Kirchner ha condenado o ha tomado distancia de esto. Más o menos. Algunos funcionarios lo han hecho, otros han guardado silencio y algunos lo han justificado en nombre de la libertad de expresión, una respuesta donde no se sabe si celebrar el sentido del humor o condenar el descarnado cinismo. Por otro lado, nadie ignora que en los anaqueles de la picardía política un libreto al que se recurre con frecuencia es el de criticar de la boca para afuera, mientras que por debajo de la mesa se estimula y se financia lo mismo que se condena. A esta verdad del poder la conocen todos los déspotas del planeta, y en la Argentina, desde Juan Manuel de Rosas a Videla, todos los dictadores han repudiado o han hecho sugestivo silencio ante los crímenes y desbordes de los mazorqueros de turno. Es por eso que no hace falta ser un pesquisa o un paranoico para percibir el nexo de los Kirchner con Bonafini: la condena al periodismo y a los periodistas.
Alguien dirá que el juicio no es contra los periodistas, sino contra los periodistas comprometidos con la dictadura. No lo creo. Y mucho menos lo creo después de que enchastraron las calles con fotos de periodistas, muchos de ellos progresistas, como si fueran delincuentes, porque lo único que faltó fue que debajo de la foto estuviera el célebre “Se busca vivo o muerto”. Asimismo, llama la atención del observador más distraído la mezcla de personajes ¿Qué tiene que ver Magdalena Ruiz Guiñazú, integrante de la Conadep, con Mariano Grondona, apologista del proceso? Aparentemente, nada, salvo el dato cierto y real de que los dos, por diferentes razones, son opositores. Esta mezcla, esa suerte de cambalache autoritario, es también un recurso clásico de las técnicas autoritarias de propaganda, en las que el culpable, el malo, el contrarrevolucionario puede ser cualquiera.
Las opiniones de Grondona, Viale o Gelblung durante la dictadura militar ya son temas históricos, pero, si algún juicio hay que hacerles a estos periodistas, debe ser hecho en tribunales, con todas las garantías del caso, y no en una plaza pública. Recuerdo que Albert Camus, cuando en el París recién liberado de la ocupación nazi los más exaltados pedían linchamientos públicos, escribió en Le Combat que la diferencia entre los demócratas y los nazis, la diferencia sustancial, decisiva, era que mientras éstos llevaban a sus víctimas al cadalso o al campo de concentración, los demócratas los llevaban a los tribunales.
En 1974, la revista fascista El caudillo, financiada por el gobierno peronista de entonces, publicó una lista, con fotos incluidas, de los condenados a ser ejecutados por las Tres A. Las páginas se pegaron como afiches en las calles de Buenos Aires y lo único que se puede decir al respecto es que “cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”.
Expertos en publicidad y lenguaje publicitario me dijeron que la técnica de El caudillo era exactamente igual a la que ahora recurren quienes dicen militar en la vereda opuesta. En tiempos de Alfonsín, una revista de abierta filiación nazi y antisemita, Cabildo, publicó una lista de periodistas guerrilleros y marxistas. También, en ese caso, “cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”.
Carta Abierta no es El caudillo; Madres de Plaza de Mayo, sector Bonafini, no es Cabildo; pero sería deseable que a esa afirmación que se me ocurre hacer al correr de la pluma se encarguen de verificarla en términos prácticos ellos mismos. Decía que el juicio popular de Bonafini no aportará nada nuevo a lo que ya sabemos, ni provocará más consecuencias políticas que las que ya conocemos, pero el aval del gobierno a esta iniciativa -aval real, más allá de sus observaciones formales- abre un serio interrogante hacia el futuro. Es hora de recordar que los argentinos hace rato que deberíamos saber que es peligroso jugar al carnaval con nafta y que no se deben golpear las puertas del infierno suponiendo que nadie va a responder o que el diablo no existe.
En guardia. Algunos de los periodistas escrachados mediante carteles en la vía pública o sometidos a juicio simbólico por Hebe de Bonafini y organizaciones afines plantean su caso en el Congreso de la Nación.
Foto: Agencia DYN