El Bicentenario y la revolución de Mayo

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Un símbolo. El Cabildo de Buenos Aires, lugar clave de la gesta revolucionaria, fue preservado a medias, reconstruido en parte, y mutilado en sus extremos para hacerle lugar a las diagonales que convergen en la Plaza de Mayo. Hoy esconde sus cicatrices -similares a las de la Patria- detrás del ropaje tecnológico que lo viste de celeste y blanco.

Foto: Télam

 

Rogelio Alaniz

El Bicentenario es en primer lugar un hecho histórico. Esto quiere decir que debe ser pensado históricamente. Los festejos son colectivos, las percepciones de que algo importante ocurrió hace doscientos años son colectivas, pero la indagación debe ser histórica porque, como dijera Torcuato Di Tella, “la historia no la escriben los que ganan o los que pierden, sino los que la estudian”.

Uno de los datos más importantes y valiosos fue precisamente la cantidad de libros que se han escrito con motivo de esta fecha. También han abundado las conferencias y debates. Porque la fecha toca la sensibilidad de los argentinos, lo cierto es que existe una preocupación -quiero creer que mayoritaria- por saber lo que ocurrió en aquellos años, reclamo genuino porque, según las mediciones de opinión, el nivel general de conocimiento sobre la Revolución de Mayo no va más allá de las imágenes y moralejas del Billiken. Y esto es algo que debería preocuparnos, aunque no demasiado, porque en Estados Unidos y Francia, por ejemplo, el conocimiento de la gente acerca de sus grandes fechas históricas es más o menos parecido.

Me atrevería a decir que a la hora del balance, el saldo más valioso del Bicentenario será el de incentivar la curiosidad histórica, algo que no me queda claro qué beneficios colectivos provocará, aunque me gustaría creer que una sociedad que reflexiona sobre su pasado probablemente esté mejor preparada para pensar el presente. Es lo que me gustaría creer, pero sobre estos temas nunca es aconsejable estar demasiado seguro.

De lo que sí estoy convencido es que la fecha no provocará cambios significativos en la conducta de los argentinos, como pretende insinuarlo, a veces de manera insistente, alguna propaganda oficial. Por otra parte, una fecha, un aniversario no tiene por qué hacerse cargo de semejante obligación. Las fiestas son importantes para celebrar algunos mitos, para compartir momentos, para recordar glorias pasadas y punto; al otro día se retorna al mundo real con sus compromisos, sus exigencias y sus rutinas. La Argentina y los argentinos no vamos a ser ni más buenos ni más malos, ni más injustos ni más justos después del 25 de Mayo.

Respecto de los ejemplos que nos pueden dar los hombres de Mayo, también es importante hacer algunas consideraciones, porque salvo generalidades al estilo “imitar su grandeza” y otros lugares comunes parecidos, los hombres de Mayo de 1810 no tienen nada que decirnos, por el simple hecho de que los problemas que debieron asumir no tienen nada que ver con los problemas y desafíos que debemos encarar nosotros en este 2010. Y esta bien que así sea. ¡Arreglados estaríamos si 200 años después la Argentina no hubiese sido capaz de generar una nueva agenda de problemas! Al respecto, siempre importa aclarar que la historia estudia el cambio y, por lo tanto, toda comparación que se pretenda hacer del pasado con el presente o es producto de la ignorancia o resultado de alguna vulgar manipulación política.

He leído por allí que algunos pretenden comparar, por ejemplo, a Saavedra con Cobos, a Cisneros con Videla, a Rivadavia con Martínez de Hoz y a Moreno con el Che Guevara. Las metáforas en la historia están permitidas, siempre y cuando sean verdaderas, es decir, iluminen la realidad, la descubran y no la oscurezcan o la falseen. O como en el caso de estos divulgadores de la historia que pretenden a través de este recurso vender más libros bajo el argumento de que a la historia “hay que hacerla fácil”, como si estudiar historia fuera un entretenimiento inofensivo y no una exigencia intelectual.

Yo lo siento mucho por los amigos que creen que la historia es “un liviano puré de berenjenas”, pero los revolucionarios de Mayo no tienen ningún consejo que darnos. Ahora bien, si esto es así, ¿ello quiere decir que la historia no tiene ninguna relación con el presente? La relación existe, pero es compleja y no se resuelve con consignas fáciles, alentando visiones conspirativas, sino estudiando. Esta relación tampoco tiene nada que ver con las maniobras de ciertos políticos que suponen que es una brillante operación atribuirse los méritos de algún prócer prestigiado. Que un presidente se suba a un caballo blanco no quiere decir que es igual a San Martín, del mismo modo que fundar una escuela o entregar una computadora no alcanza para parecerse a Sarmiento.

La historia tiene que ver con el presente, pero tampoco tiene la obligación de hacerlo. El historiador como el artista tiene derecho a subirse a su torre de marfil y darse el gusto, o en realidad tomarse el trabajo, de hacer bien lo suyo sin estar obligado a preocuparse sobre los “mensajes” que le debe dar al futuro. La experiencia enseña que los historiadores preocupados por dar esos mensajes, muchas veces sólo han logrado dejar de ser historiadores para transformarse en singulares mensajeros. Hay muchos modos de escribir malos libros de historia, pero a juzgar por lo que se ve, una de las maneras más fáciles de equivocarse es escribir pensando en las lecciones que la historia debe darle al futuro.

“¿Maestra de la vida?”. Más o menos. Consultado Halperín Donghi acerca de las lecciones que el pasado puede darle al presente, respondió que la primera condición para que esto pueda suceder es que la historia sea efectivamente una buena historia del pasado. Con estas palabras, el autor de “Revolución y guerra” respondía a quienes -con mucha precisión- Luis Alberto Romero calificara como “revisionistas de mercado”, es decir, historiadores más preocupados en conquistar a un público desprevenido con consignas fáciles que confirmen todos sus prejuicios, que en realizar investigaciones rigurosas.

Una variante tramposa es la de confundir la historia con la memoria. Es tan tramposa que me animaría a decir que así como a los fulleros se los conoce por los modales, a sus equivalentes en la historia se los conoce por ese afán de querer reemplazar la historia por la memoria. Lo que sucede en el campo de los llamados “derechos humanos” en la Argentina es la versión más actualizada de ese fraude, pero hay muchos libros de historia escritos desde ese punto de vista.

Así y todo es lícito interrogarse sobre las relaciones del presente con el pasado, entre otras cosas porque como dijera Benedetto Croce, “toda historia es historia contemporánea”, lo que traducido quiere decir que la historia no estudia el pasado sino la relación entre el presente y el pasado. Raymond Aron lo dice de manera lúcida y bella: “El objetivo de la historia es devolverle al pasado la incertidumbre del futuro”. El pasado pensado como algo inconcluso, como algo que no está cerrado, como algo abierto a renovadas interpretaciones. “La tradición no se hereda, se conquista”, dice André Malraux y esa conquista es una conquista intelectual, una conquista del conocimiento que de alguna manera debería impactar en la conciencia contemporánea de una sociedad.

Y entonces, ¿qué hay que festejar? Dejando aclarado algunas cuestiones obvias con respecto a las expectativas de un festejo, creo que los pueblos, por lo menos los pueblos de Occidente, evocan aquellas fechas que desde la historia, pero también desde la mitología, son constitutivas de su identidad. Aunque sea obvio decirlo, no hay nación sin historia nacional, una consideración interesante para reflexionar con aquellos historiadores que con gran despliegue de talento y erudición dan cuenta de la inexistencia de la nación para 1810, una afirmación que en principio comparto, pero que merecería ser interpelada desde este interrogante: ¿Qué historia nacional podemos escribir si postulamos que en 1810 la cuestión nacional estuvo ausente?

Me parece interesante desmitificar la categoría reaccionaria de “ser nacional” concebida como un ente fijo en el pasado, pero desde la perspectiva de conocer a la nación como resultado de un proceso, ¿es tan descabellado sostener que para 1810 había algo parecido a una nación? Mitre supone que sí; los muchachos de la Generación del ‘37, con otros argumentos, piensan lo mismo. Es verdad que para 1810 la categoría “nación” aún no estaba teorizada y el virreinato no era la “nación argentina” propiamente dicha. Pero que no esté teorizada, no quiere decir que no haya estado prefigurada. No tengo respuestas a estos interrogantes, lo cual me complace porque ello pone en evidencia que la historia, como ejercicio de reflexión desde el presente sobre el pasado, nunca está cerrada. Y no puede estarlo porque el presente, por definición, debe ser una apertura hacia el futuro y hacia el pasado. (Continuará)