La vuelta al mundo

Las lecciones de Sudáfrica

Rogelio Alaniz

A Menotti se le atribuye haber dicho que ganar un mundial de fútbol es una aspiración, pero no una obligación. Me parece una frase oportuna para despejar ansiedades, triunfalismos y otras patologías. En el fútbol se gana o se pierde, pero a la hora de los balances importa saber si se supo estar a la altura de las circunstancias. Perder o ganar es la ley del deporte, pero hay maneras de perder o ganar. No hace falta ser un comentarista especializado en fútbol para convenir que la derrota de Argentina ante Alemania fue concluyente. Aquí no jugó el azar o un arbitraje injusto. Alemania fue superior a Argentina desde el primer minuto hasta el último. Es una suerte que el partido haya durado noventa minutos, porque con diez minutos más de juego el resultado se extendía a uno o dos goles más de ventaja.

Le dije a un amigo que en el fútbol se debería hacer lo mismo que en el box: cuando el boxeador está derrotado sin atenuantes lo más justo y lo más humano es tirar la toalla. A la Selección Argentina deberían haberle tirado la toalla quince minutos antes de terminar el partido.

A la hora de las evaluaciones siempre son importantes las expectativas que se tienen. Si “Corazones Unidos de Pompeya” juega contra Alemania y pierde cuatro a cero es probable que sus jugadores consideren que le hicieron un buen partido a una de la mejores selecciones del mundo. No eran las mismas las expectativas de la Argentina. Hay un amplio consenso en admitir que tenemos los mejores jugadores de fútbol, por lo menos los más cotizados y reconocidos. Con esas expectativas la derrota ante Alemania se parece a una catástrofe.

Se supone, con algo de razón, que no merecíamos perder de esa manera. No lo merecíamos, pero lo sucedido en la cancha fue concluyente. No soy un entendido en fútbol, pero el sentido común más elemental me dice que si disponemos de muy buenos recursos humanos y nos va mal es porque nos hemos preparado mal. Tampoco hace falta ser Dante Panzeri para saber que la preparación de la Argentina para este Mundial estuvo plagada de irregularidades y vicios. Como disponemos de buena materia prima pudimos desempeñarnos con cierta solvencia ante equipos menores, pero cuando nos pusieron en la cancha un equipo bien plantado, todas las deficiencias e improvisaciones salieron a la superficie. El balance es claro: no somos los peores del mundo pero estamos muy lejos de ser los mejores. Alemania nos dio una lección haciéndonos cuatro goles, pero la principal lección que nos dio es que un certamen de estas características exige prepararse en serio. Así es en el fútbol, así es en la vida. Los logros, las conquistas hay que merecerlas. Nosotros no hicimos nada para merecer ser campeones.

Se suele decir, desde hace por lo menos cincuenta años, que la Argentina tiene grandes individualidades, pero los europeos disponen de mejor estado físico. Desde el famoso papelón de Suecia de 1958 se viene hablando de esa diferencia. Cincuenta años después todo es un poco más grave: los europeos han sumado a su excelente estado físico, talento para pensar el juego en términos de equipo. La última carta que nos quedaba para jugar era la del talento individual. Hoy esa carta también es relativa. El tercer gol de los alemanes fue una lección memorable de habilidad personal.

Alemania desde que salió a la cancha fue más equipo que la Argentina. Lo fue durante todo el partido. Los momentos ofensivos de nuestra Selección se parecieron más a una atropellada que a un real y efectivo dominio de juego. El rosario de Maradona, las persignaciones y alguna que otra compadreada verbal al costado de la cancha no alcanzaron para revertir los resultados. La planificación se impuso a la improvisación, la eficacia a la “mística”, la conciencia colectiva al desborde individual. Argentina perdió por goleada y cuando estos resultados ocurren lo más saludable es hacer silencio, autocriticarse y si es necesario renunciar. Es lo que hicieron los técnicos de Francia e Italia. Es lo que hizo el director técnico de Brasil. Es lo que no hicieron nuestros técnicos.

Un partido de fútbol es una competencia entre dos equipos, pero también una manera de concebir los desafíos. Los alemanes están donde están porque trabajaron en serio. Esto quiere decir que convocaron a los mejores y recurrieron a todos los adelantos técnicos necesarios para promover un equipo. El sábado en la cancha se exhibieron dos maneras de jugar al fútbol, de concebirlo y de organizarlo. Los resultados están a la vista. Argentina tiene los mejores jugadores del mundo, pero no somos capaces de armar una Selección con capacidad para competir con los equipos que importan. Es más, como creemos que somos los mejores porque Dios es Argentino, dejamos lo más importante librado al azar o librado a la codicia y las ambiciones de los peores. Somos los inventores de la viveza criolla. Somos los más piolas y los más pícaros. Creemos con fe de fanáticos en estas virtudes. Y cuando nos dan una lección miramos para otro lado o nos sentimos víctimas de un mundo injusto.

Alemania, por ejemplo, puede ser el campeón del mundo. O no. Lo que está fuera de discusión es que ha hecho todos los deberes. Napoleón antes del combate decía: “La batalla hay que prepararla en serio, después veremos los resultados”. Un partido se puede ganar o perder por diversos factores, incluidos los azarosos. Lo que un general o un técnico responsable hacen es tratar de reducir el azar a su mínima expresión y al azar sólo se lo puede reducir con esfuerzo, conciencia y trabajo, virtudes que la Argentina no luce. Ni en el fútbol ni en las políticas estatales. El triunfalismo fatuo, la improvisación, la soberbia, el culto a la transgresión y, acto seguido, la victimización, son una constante nacional que lamentablemente nos distingue.

Nadie pide un harakiri, pero creo que es justo reclamar un poco de modestia y un mínimo de conciencia crítica. Llama la atención, por ejemplo, que los responsables no hayan hablado de lo sucedido en la cancha y que el tema del debate instalado haya sido si Maradona sigue al frente de la Selección. Al día siguiente de la derrota una multitud recibió al equipo en Ezeiza. Algunos fueron los barras bravas de siempre, pero está claro que también hubo una movilización espontánea destinada a “hacerle el aguante a la Selección”.

Es interesante evaluar esta reacción colectiva. Es verdad que esta Selección durante cuatro partidos nos dio satisfacciones inesperadas y esa alegría hay que reconocerla. También es verdad que los jugadores no son los responsables del papelón; que a su manera los muchachos hicieron lo que pudieron, demostraron vergüenza deportiva y todo eso merece algo así como un agradecimiento. Pero lo que me interesa evaluar de la fiesta de Ezeiza es el comportamiento social, las consideraciones que primaron o los intereses que estuvieron presentes más allá de la buena fe de cada una de las personas que fueron a “hacerle el aguante” a la Selección.

Lo que primero me llamó la atención es que episodios parecidos no hayan ocurrido con países que vivieron circunstancias parecidas. En Brasil, sin ir más lejos, un país donde el fútbol es una pasión tan o más fuerte que en la Argentina, el silencio o la indiferencia acompañó al equipo que cayó derrotado por la mínima diferencia ante Holanda. En la Argentina perdimos por una goleada sin atenuantes y lo que se impuso fue el “aguante”, una subcultura que intenta disimular el fracaso, disculpar el error. El aguante es la negación de la autocrítica, es dejar todo como está, regodearse con los propios errores. El “aguante” se presenta como un gesto solidario, pero en realidad es un acto cómplice.

Con estos presupuestos no hay destino posible. Lo dijo Tevez con su habitual sinceridad: “El fútbol argentino está mal y el futuro que le aguarda es peor”. Lo dijo antes del Mundial y con mucho más fundamento podría repetirlo ahora. ¿Es una exageración decir que lo que nos sucede en el fútbol es una metáfora de lo que nos sucede como Nación, en todos los planos de la vida social?

Miles de personas recibieron a la Selección. Lo que se impuso fue el “aguante”, una subcultura que intenta disimular el fracaso, disculpar el error. El aguante es la negación de la autocrítica, es dejar todo como está. Foto: EFE

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