LA NATURALEZA EN LA SANGRE

En toda nuestra historia, es difícil encontrar una alma tan inquieta, una mente tan sagaz y un corazón tan generoso, como la del Perito Francisco Pascasio Moreno, o sencillamente “el Perito” como la historia lo inmortalizó.

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Nacido en Buenos Aires el 31 de mayo de 1852, Francisco Pascasio Moreno llegó al mundo en el seno de una familia acomodada y de estrechos lazos con el mundo de la política. Su padre, Francisco Facundo Moreno, formado en el pensamiento liberal y contrario a Juan Manuel de Rosas, cuyo gobierno había obligado a muchos argentinos a exiliarse en Uruguay. Compartió aquellos años de exilio con figuras como Mitre, Sarmiento, Echeverría y muchos otros nombres que jugarían un papel clave en la nueva etapa argentina que comenzaría tras la derrota definitiva de Rosas en la batalla de Caseros, en febrero de 1852.

La familia Moreno regresó a la Argentina pocos días después de esa bisagra histórica del siglo XIX, y pocos meses después nació el primer hijo varón.

Desde muy temprano, Francisco P. Moreno mostró una inusual afición por la naturaleza y por los restos que hablaban del pasado. En escapadas a las riberas del río y, sobre todo, en una larga temporada en la estancia de unos parientes en Chascomús, el joven Francisco comenzó a juntar restos de vida vegetal o animal en lo que parecía ya una vocación natural, que fue alimentada y estimulada por su padre.

En el campo su búsqueda de restos del pasado acrecienta su curiosidad por la exploración. Presiente que hacia el sur, donde muy pocos se aventuran, el continente casi virgen debe reservar hallazgos extraordinarios.

Con sólo 21 años de edad, Francisco P. Moreno, que junto a un grupo de entusiastas de la ciencia acababa de fundar la Sociedad Científica Argentina, decide lanzarse a la exploración del Sur misterioso.

Se embarcó rumbo a Carmen de Patagones, el puerto en la margen norte del Río Negro, ya en plena Patagonia. Viaja con el belga Van Beneden, quien lo alienta a tomar notas para futuros trabajos científicos. Allá comenzó su hábito de viajar con lo mínimo indispensable, que incluía un bolso para recoger huesos o fósiles, un cuaderno de notas para apuntar cuidadosamente lo registrado, y un revólver Smith & Wesson para hacer frente a lo imprevisible. A ese pequeño equipo agregaría luego un poncho, para protegerse del frío, y siempre algunas latas de foie gras, capaces de mitigar las penurias en muchos momentos extremos que le tocaría vivir en su deambular por la Patagonia.

Fluidos contactos personales con los principales jefes indios de la Patagonia, Shaihueque, Foyel, Inacayal y otros, que no sólo lo respetan como hombre bravo y de conocimientos, sino que le proveerán datos y secretos inapreciables para recorrer los valles, acceder a pasos cordilleranos y le transmitirán muchos conocimientos de origen legendario que ayudarán a Moreno para construir su enorme rompecabezas intelectual, con el cual describirá como nadie la Patagonia geográfica, geológica y orográfica.

Une a su afán por la exploración la convicción patriótica de abrir los horizontes del país hacia esas fronteras desconocidas. Percibe como nadie la necesidad de poblar esta zona del país, y el riesgo que presentaban los límites no definidos con la vecina Chile.

“La cuestión de límites con Chile se agitaba cada día y las pretensiones de este país se extendían a toda la Patagonia. La ignorancia de los argentinos sobre estos territorios era, puede decirse, completa. En cambio, los chilenos exploraban la región occidental andina oeste y adelantaban sus poblaciones en el Sur; tenían en su poder Magallanes y hacían actos de jurisdicción en Santa Cruz, con mengua de nuestros derechos”, escribió al regreso de uno de sus viajes.

Alentado por el ex Presidente Bartolomé Mitre en 1875 emprende un viaje a caballo por el norte patagónico, portando una carta personal de Mitre para el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Diego Barros Arana, con quien 25 años más tarde volvería a cruzarse como peritos de cada país en torno al arbitaje limítrofe.

En enero de 1876, llega a la vertiente este del gran lago llamado por los indígenas Nahuel Huapi, “La esplendidez de la naturaleza aumenta en forma prodigiosa a medida que se avanza hacia el Sur. ¡Qué tranquillo y bello el cuadro en la cercanías del Leman argentino, más grandioso que el suizo! Al llegar al lago ansiado hice reflejar por primera vez en sus cristalinas aguas los colores patrios y bebí con gozo sus frescas aguas en las nacientes el río Limay. Muy pequeño había sido el esfuerzo para ser el primer hombre blanco que desde el Atlántico llegaba a tal sitio”.

En octubre de 1876 se embarca hacia el sur, con la intención de remontar el río Santa Cruz, en la goleta Santa Cruz, junto a otra de las personalidades que forjaron la historia de la Patagonia, el Comadante Luis Piedrabuena.

Viaja con la guía de las anotaciones de Darwin de 1834 y con los relatos del subteniente Valentín Feilberg, que con la goleta argentina “Chubut” logró la proeza de llegar, en 1873, tres años antes, a un gran lago en las nacientes del Santa Cruz. Ese es el imán que atrae a Moreno, la imagen que no pudieron ver Darwin y Fitz Roy. El 10 de febrero, el pequeño grupo llega al punto en el cual Fitz Roy ordenó abandonar la exploración y volver al Atlántico. Es la denominada por Darwin “Llanura del misterio”, desde donde se divisan ya los contrafuertes andinos y la mole negruzca del cerro que Fitz Roy llama “Castle Hill” o Cerro Castillo. El gran día será el 13 de febrero, 29 días después de haber arrancado desde la isla Pavón, y más de cuatro meses después de la salida de Buenos Aires.

“Trepo la oleada de arena y encuentro al grandioso lago que ostenta toda su grandeza hacia el oeste. Es un espectáculo impagable y comprendo que no merece siquiera mención lo que hemos trabajado para presenciarlo; todo lo olvido ante él”. Había llegado al lago que bautizó con el nombre de Lago Argentino, con la majestuosa cordillera de los Andes como telón de fondo.

“Este es un paisaje de los Alpes, pero triste, desconocido, sin nombre. La civilización no lo conoce aún y es necesario buscarle un nombre. Llamémosle lago San Martín, pues sus aguas bajan de la maciza base de los Andes, único pedestal digno de soportar la figura heroica del gran guerrero”, otro de los descubrimientos en la larga exploración de nuestro sur.

El día 28 de febrero, a orillas del lago y con luna llena escribe “Ni las imponentes masas pétreas que rodean el Nahuel Huapi, donde alza su cráter helado el intranquilo Tronador; ni los rápidos del Limay, dominados por las lavas y los cipreses; ni los bosques de araucarias que bajan de verdura las bases del Quetropillán; son comparables, según mi modo de ver, con este rincón de tierra donde el fuego y el agua antigua han elevado estas montañas atrevidas, y donde el fuego y el agua moderna han labrado cráteres y lagos a cuál más grandioso”.

Esta es parte de la increíble historia de uno de los grandes próceres de nuestro país.

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Majestuoso, el glaciar que lleva su nombre en el Parque Nacional Los Glaciares. Foto: hugo matteri.

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Chaltén, confundido con un volcán por sus permanentes nubes en la cumbre. Foto: hugo matteri.

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Isla Centinela, en el lago Nahuel Huapi, donde descansan sus restos. Foto: hugo matteri.