En memoria de Horacio Castillo

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Horacio Castillo.

Foto: Enrique Butti

El 5 de julio pasado falleció en La Plata, a los 76 años, Horacio Castillo, poeta, traductor y ensayista. Lo recordamos aquí con el fragmento de un reportaje publicado en el suplemento Cultura de este diario, en 1999, y con alguno de sus memorables poemas.

 

Por Enrique Butti

[Sobre la traducción] “Quizás porque uno ha vivido siempre en el mundo de la poesía, ha entendido, o mal o bien se ha querido convencer, de que la poesía no es eso que está ahí, de que la poesía es algo que escapa absolutamente a la letra escrita. Está ahí, forma parte de la letra escrita, obviamente, pero es un efecto de la letra escrita; es un efecto de la lengua, de la sintaxis, de todo lo que uno quiera. Y eso -ese efecto que produce el texto original- hay que captarlo mediante algunos elementos de tipo lingüístico, sintáctico, etcétera. Hay que encontrar la fórmula para que tal efecto no sea distorsionado por la otra forma con que uno va a trabar las palabras.

“Perdón por citarme, pero yo tengo un libro llamado “Tuerto Rey’, título cuya construcción sintáctica evidentemente remite al “Edipo Rey’, tal como nos vino dado a nosotros en las distintas traducciones. Si un hipotético traductor pusiera “El rey tuerto’ no va a producir el mismo efecto que yo quise que produjera en mi lengua. Este ejemplo mínimo sirve, infinitamente multiplicado, para todo el repertorio de situaciones que plantea la versión de un texto en otra lengua.

“Otro ejemplo: hay un conocido poema de Kavafis, “El dios abandona a Antonio’, cuyo título original es una realidad una cita textual de Plutarco. Ese poema termina con una línea que según todas las traducciones dice más o menos: “Y despídete de tu Alejandría que se va’ (o “que se aleja’, “que se marcha’). Esa construcción que hizo el autor (“despídete de ella, de la Alejandría que se va’) en el final de un texto, para mí, como creador, tiene una función a cumplir: darle a la última línea un énfasis que no conservará si haces una línea solamente larga y que viene además como una continuación del verso anterior. Esas pequeñas circunstancias de la flexión sintáctica —hasta donde se puede, desde luego, hasta donde resulte poético— son lo que hacen al poema, y también a la traducción de un poema. Si bien, como dije antes, creo que un texto poético excede absolutamente a la letra escrita. Porque yo creo que un lector, lo que menos tiene presente cuando lee es la lengua; si ella está presente quiere decir que no se ha conseguido crear un verdadero clima.

“Y entre el resto de innumerables cuestiones a atender está el necesario conocimiento del poeta que se busca traducir. Si aparece una palabra con varios posibles sinónimos, uno más grave y otro menos, por ejemplo: desastre, calamidad, catástrofe, ¿cuál elegir? Si uno sabe que el poeta tiene en otras líneas un lenguaje enfático, se puede elegir catástrofe, o calamidad, pero si se sabe que es un autor que nunca se va de tono, entonces se elige una palabra que esté dentro de su consecuencia de vocabulario”.


Para ser recitado en la barca de Caronte

 

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:

estas murallas que caen a pico sobre nosotros,

aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,

allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.

Pero esta moneda de hierro entre los dientes,

este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,

cierra la boca que desea cantar.

Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,

mientras el cómitre marca con el látigo el compás,

mientras ordena remar sin interrupción,

cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

Croar del alma

 

Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada,

la oirán croar, croar toda la noche,

croar arriba y abajo, al este y al oeste,

hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos,

hasta que cese el espanto y empiece la eternidad.

El Pecho Blanco, El Pecho Negro

Por Horacio Castillo

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano

y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,

y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.

Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro

y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,

y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano

como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;

y a la noche, mientras exprimía suspirando

el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

A veces exponía el pecho blanco al sol

y escondiendo bajo su ropa el pecho negro

canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,

y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.

Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro

y tomándolo en su mano con piadosa resignación

lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,

y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.