Preludio de tango

Carlos Di Sarli, el señor del tango milonguero”.

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Manuel Adet

Dos tangos de su autoría son considerados clásicos del género. El primero es en homenaje a su maestro Osvaldo Fresedo y se llama “Milonguero viejo”; el segundo es un reconocimiento a su ciudad natal, “Bahía Blanca”. No son sus únicas creaciones, pero son las más memorables. Tan memorable como su famosa mano izquierda, “su zurda milonguera” , como dijera un crítico, esa zurda que le otorgaba al sonido del piano un toque distintivo y distinguido, pleno de sutilezas y matices. La mano izquierda de Di Sarli se reconocía por esa manera de decir, de acentuar, de modular.

Julián Plaza, que en algún momento integró su orquesta de 1958 decía que lo que más le asombraba de Di Sarli era que con recursos tan simples le haya arrancado a la orquesta sonidos tan lindos. Esa “simpleza” a la que se refería Plaza no era casualidad o el producto de una improvisación, sino la consecuencia de una fina sensibilidad musical y un rigor profesional desarrollado desde su primera adolescencia.

El nombre de Carlos Di Sarli integra por legítimo merecimiento la llamada generación del cuarenta, esa camada de músicos que renovaron el tango, lo hicieron popular y sentaron las bases para los futuros movimientos de vanguardia. Allí están Aníbal Troilo, Osmar Maderna, Miguel Caló, Mariano Mores, Horacio Salgán, Osvaldo Pugliese, Ricardo Tanturi y por qué no, el propio Astor Piazzolla. En esa primera línea de músicos, Di Sarli se incluye por méritos propios. Sus lentes ahumados y su piano constituyeron una imagen clásica que contó con adherentes tan leales como exigentes.

Eran los años en que el tango se bailaba en el centro y en los barrios, en los distinguidos salones y en los modestos clubes. Cada cabaret tenía su músico preferido; cada músico contaba con su propia hinchada. En esa competencia por la popularidad, Di Sarli fue uno de los más aclamados. La imagen suya, sentado frente al piano con sus lentes ahumados y su leve sonrisa se transformó en un clásico.

Oscar del Priore define muy bien su estilo: “Con el melodismo de Fresedo pero con un basamento rítmico propio apoyado fundamentalmente en su piano conductor, Carlos Di Sarli presenta en el ‘40 su renovado conjunto, equilibrio exacto de las distintas épocas porteñas, excepcional intérprete de los viejos temas instrumentales, favorito de los bailarines y, además, ubicado en repertorio cantado”.

Había nacido en Bahía Blanca en 1903, la ciudad de Ezequiel Martínez Estrada y Eduardo Mallea, una ciudad que hoy lo recuerda y lo honra con nombres de calles, edificios públicos y museos. La música fue una de las pasiones de su padre italiano. Sus hermanos Domingo, Nicolás y Roque fueron músicos. Su madre, Serafina Russomano, era hermana de un conocido tenor oriental. Digamos que la música lo acompañó desde la cuna y el piano desde su primera infancia.

Se sabe que toda profesión auténtica es hija de una obstinada vocación. Di Sarli fue esa vocación, ese esfuerzo y ese rigor. Desde el adolescente que tocaba en improvisadas orquestas en los bares de Bahía Blanca al maduro profesional que grabó para Phillips y Roca Víctor y convocó audiencias en radio El Mundo, hay una trayectoria en ascenso jalonada por diversos experimentos.

El director de orquesta que asombró por su talento en la década del cuarenta, hace sus primeros “pininos” profesionales en la orquesta de ese gran bandoneonista que fue Anselmo Aieta. Antes de constituir su primera agrupación trabajó con el violinista Juan Pedro Castillo y con el trío de Alejandro Scarpino, el autor de “Canaro en París”. A Osvaldo Fresedo lo descubrió en esos años y en algún momento integró la orquesta que luego se lució en el mítico cabaret Chantecler. De aquellos años, circula la leyenda -nunca verificada- que en algún momento fue pianista de Juan D’Arienzo. El músico que crece y pule su estilo se estaba revelando también como compositor y arreglador. En esos años, Juan Pacho Maglio graba uno de sus primeros tangos, “Meditación” y es para esa época que escribe “Milonguero viejo”.

Amigo de Discépolo, lo ayudó a componer la música de sus letras. “Soy un arlequín” lo estrena Tania en el Follies Vergere y el invitado de gala es Di Sarli en homenaje y agradecimiento por el asesoramiento brindado a su amigo. Entre 1927 y 1928, constituye su primer sexteto. En los bandoneones, estaban César Gizo y Tito Landó; en los violines, José Pécora y David Abramsky, mientras que Adolfo Kraus se desempeña en el contrabajo. Los cantores son, entre otros, Ernesto Famá y Fernando Diez, En 1932 se incorpora Antonio Rodríguez Lesende, el célebre “Gallego”, para más de un tanguero el mejor cantor de tangos después de Gardel, el único cantor que fue capaz de decirle que no a Aníbal Troilo y la obsesión de todo coleccionista porque ha grabado muy pocos tangos y conseguirlos es una verdadera proeza.

Después de unos años de voluntario ostracismo o, según se mire, de severo aprendizaje, porque en esos años se relacionó con Juan Carlos Cobian y Ciriaco Ortiz, además de un fugaz pasaje por la orquesta de Juan Canaro, Di Sarli constituye su clásica orquesta en 1939, año en el que también se inicia en Radio El Mundo, la radio con mayor audiencia tanguera de su tiempo. En esta orquesta estaban en el bandoneón Roberto Gyanitelli, Domingo Sánchez y Roberto Mititieri; la línea de violines tenía a Roberto Guisado, Ángel Goicoechea y Adolfo Pérez y en el contrabajo se desempeña Capurro. Sus cantores fueron un sello distintivo de la orquesta. Los más destacados serán Roberto Rufino (se inició con Di Sarli con 16 años) y Jorge Durán, con dos temas que serán los grandes éxitos de sus repertorios: “Tristeza marina”, por Rufino y “Whisky”, por Durán. A estos nombres, hay que agregarles en un mismo nivel de calidad cantores a Alberto Podestá, Carlos Acuña y Oscar Serpa. Entre 1939 y 1949, la orquesta graba 156 versiones y en esos temas, en la calidad de su interpretación, en la selección de las letras, puede escribirse un fragmento decisivo de la historia del tango. Ya para esa época se lo conoce como “el señor del tango” una designación que honra su señorío.

En 1958, Di Sarli constituye su última orquesta. La línea de violines es de lujo: Elvino Bardaro, Roberto Guisado y Juan Schiaffino. Lo mismo puede decirse de los bandoneones: Libertella, Plaza y Marcucci. Di Sarli murió en 1960, en la plenitud de su capacidad creativa. Como todos los grandes, sus contemporáneos y quienes se consideraron sus discípulos lo honraron con creaciones memorables. Aníbal Troilo compuso en su homenaje “Sinfonía para un recuerdo”, y Osvaldo Tarantino “Adiós

El nombre de Carlos Di Sarli integra por legítimo merecimiento la llamada generación del cuarenta, esa camada de músicos que renovaron el tango y lo hicieron popular.

En esa competencia por la popularidad, Di Sarli fue uno de los más aclamados. La imagen suya, sentado frente al piano con sus lentes ahumados y su leve sonrisa se transformó en un clásico.