¿Dónde lo ponemos?

Entre la sociedad-saciedad de consumo, la generalización de los aparatos que demandan electricidad, una casa que ya vino armada de antes y que no previó esa avalancha de cosas, nos damos cuenta que no tenemos espacios libres. Más minimalista será tu hermana.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

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Atu casa, todos los días, llegan cosas (y, por respeto, no es una referencia a doña Marcia, a quien trataremos con más cuidado: un cachetazo de revés o un pisotón provenientes de esa humanidad termina con cualquier disquisición): impuestos, libros, folletos, invitaciones, cofrecitos, un souvenir serenamente espantoso de cera frío o plástico, un porta sahumerio de no sé qué, un objeto que imita al peltre y que tiene unas plumas de colores. Y vienen muchos de ellos de la mano de tus afectos, o sea que traen ya descerrajada la granada oculta del cariño, y uno no puede ser tan jodido de desprenderse porque sí de un objeto de esa naturaleza aunque no te guste o no tengas más espacio para albergarlo en tu ya saturada casa. Aunque luego explote, uno debe tener la granada a la vista.

Después tenés la tecnología: nos llenamos de aparatos que los arquitectos no previeron. Hay tres o cuatro celulares por hogar, dos o tres teles, dos o tres computadoras, microondas, mini o maxi componentes, home teather, secadores de pelo varios, licuadoras, masajeadores, vibradores y otros artículos enchufables. Nunca alcanzan los enchufes en las casas actuales, ni tampoco los lugares para almacenar o dejar estas cosas, que itineran por el hogar en primer, segundo o tercer plano según los casos.

Deben sumarse una cajita musical, las llaves de todo el mundo, uno o dos floreros, dos agendas, la notebook, una revista que promociona viajes a Timbuctú, los papeles del auto, el estuche de los anteojos, la billetera y un montón de pequeños objetos que van y vienen, entran y salen (una especie de marea) de tu casa.

Antes, las casas tenían una alacena gigante que más o menos contenía la entonces tranquila irrupción de nuevos objetos. Luego requerimos de nuevos espacios: bauleras, placares, piecitas del fondo, del costado, de arriba, de todas partes. Empezaron a surgir una multiplicidad de repisas, las bibliotecas aceptaron cactus o potos o una botella de cognac, aparecieron los discos compactos y los DVD, que reclaman también su espacio y en sucesivas y continuas oleadas, las casas se hicieron receptoras de todo lo que produce el mundo y que aterriza finalmente allí, en tu refugio... Vienen por vos, no sé si te diste cuenta.

El resultado de todas estas posesiones es que no te alcanza el lugar. Antes, en las casas de campo tenías una mesa gigante que servía para todo: comía toda la familia, primos y tíos lejanos inclusive, planchabas ahí arriba y hasta que llegara el cajón del nono, que eschopó, podía tener su primer grave reposo sobre la misma mesa en que un rato antes y un rato después la nona amasó tallarines.

Ahora, si en tu casa encuentran un plano -una repisa, una mesa, una cama, una silla, un algo- automáticamente recibirá cientos de objetos y no habrá forma alguna de impedirlo. Si te quedás quieto un rato, enseguida te van a poner una llave en la mano, un sobretodo ajeno en el hombro, una guitarra colgada del cuello. Las mesas están ocupadas con fruteras, carpetas, portafolios colocados allí por falta de lugar mejor, un abrigo: ¡no hay más lugares libres en nuestras casas, carajo!

En medio, tenés una hermosa corriente cultural y arquitectónica que pregona líneas puras, espacios amplios y limpios, y que lleva el expresivo nombre de minimalismo y que colisiona de lleno con la tendencia del mundo (que es maxianimalista) a producir todo el tiempo nuevas cosas. La mesita baja del living minimalista tiene al pedo dos bochas de algo étnico y no puede entrar más nada. Y hay lugar para tres libros, preferentemente de lomo verde (dijo la decoradora) y una estatuita indescifrable de lata. Estamos al horno, porque el estilo es muy lindo y hasta pregona un regreso a la esencialidad, pero hay que avisarles a todas las fábricas y empresas de todo y a nosotros mismos, también.

Por ahí, apunta un experto, te viene bien un choreo a tu casa (te vuelan de una buena parte de los aparatos que tanto lugar te ocupan) o un divorcio (que te hace arrancar de nuevo con una camita de morondanga y dos vaqueros), con lo que podemos postular que ladrones y ex son claramente minimalistas. Y me voy: ya no tengo más lugar.