Crónica política

Bergoglio y la guerra de Dios

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Monseñor. Ante el calculado desafío de Kirchner, el cardenal primado de la Argentina dobló la apuesta e ingresó en un terreno discursivo que provocó rechazos en personas y sectores.

Foto: agencia DyN

Rogelio Alaniz

“La libertad de amar no es menos sagrada que la libertad de pensar”. Víctor Hugo

Habría que preguntarse hasta dónde las declaraciones del cardenal Bergoglio, convocando a una suerte de cruzada contra el matrimonio gay, no contribuyeron a que en la Cámara de Senadores se impusiera el voto a favor del proyecto por una diferencia superior a la prevista. Habría que preguntárselo, porque ésta no sería la primera vez que una declaración tremebunda concluye haciéndole el juego al adversario, o al enemigo, que se pretende combatir.

Dicen los que saben que Bergoglio salió con los botines de punta para impedir que otros obispos lo corrieran por derecha. Es probable. La otra posibilidad es que haya dicho lo que pensaba, lo cual me parece muy bien, siempre y cuando se haga cargo de las consecuencias de sus palabras. Decir lo que se piensa no está mal, pero me parece innecesario recordarle a un jesuita que el camino de la verdad suele ser mucho más sinuoso que lo que parece a primera vista.

No soy religioso, pero nunca se me ocurriría comprometer a Dios en una guerra, sobre todo porque si a esa guerra la llegara a perder no sabría qué hacer. No soy religioso, pero se me ocurre que para los creyentes Dios es demasiado importante como para comprometerlo en una guerra por causas opinables y resultados inciertos. Ignoro qué explicaciones le dará Dios el cardenal Bergoglio, pero se me ocurre pensar que Dios alguna observación le debe haber hecho por haberlo metido en una guerra que no solicitó y que rechaza.

Palabras más, palabras menos, lo que importa destacar es que la Iglesia Católica podría haber dado esta batalla con más prudencia y mejores argumentos. Los había. No era necesario abrir una polarización de hierro para dar lugar a ciertas verdades que la Iglesia defiende con sinceridad. En temas como éstos, es muy difícil mantener una conducta moderada, pero hay que intentarlo.

En mi caso, que no debe ser el único, existía una expectativa negociadora. Conociendo las posiciones de algunos religiosos, creo que había espacio para arribar a un acuerdo. Es lo que no se hizo. Soy agnóstico, pero valoro el pensamiento de la Iglesia Católica, respeto la sensibilidad de muchos religiosos y la experiencia atesorada a lo largo de los años. Ahora bien, cuando en determinados situaciones sus voceros se proponen viajar en la máquina del tiempo a la Edad Media no me dejan otra alternativa que ponerme en la vereda del frente. Creo que lo que me pasó a mí, le pasó a muchos y hasta me animaría a decir que más de un senador cambió su voto a último momento alarmado por la beligerancia de las declaraciones de algunos dignatarios religiosos, quienes en sus anatemas contra el matrimonio gay terminaron en más de un caso ofendiendo y agraviando a los homosexuales, muchos de los cuales seguramente son creyentes y esperan de su Iglesia una actitud más comprensiva.

Bergoglio debería haber sabido que al apostar a una estrategia confrontativa no hacía otra cosa que hacerle el juego a Kirchner, quien esperaba justamente eso: que la Iglesia, a través de sus máximas autoridades, se pusiera fundamentalista. Por otro lado, no deja de ser una paradoja que el purpurado que anima la llamada Mesa del Diálogo lance una declaración tan exagerada como inútil. Exagerada porque convengamos que el debate no daba como para levantar barricadas; e inútil, porque en el siglo XXI y en Occidente este estilo vociferante de predicar gana más enemigos que amigos.

Se lo decía a un cura amigo; se puede amenazar con el infierno y otras bondades por el estilo cuando se dispone de instrumentos terrenales concretos de castigo. Lanzar anatemas, amenazar con el horno o imputar herejías, fueron recursos efectivos en la Edad Media porque los que no cumplían con los mandatos iban a la hoguera o a la cárcel. Hoy, los únicos que pueden darse esos lujos son los fundamentalistas musulmanes que linchan, lapidan o fusilan en nombre de Dios. Nadie más. Algunos nostálgicos mirarán con cariño aquellas experiencias o recordarán con un cierto toque de melancolía los tiempos en que se podían levantar hogueras sin más trámites, pero convengamos que el retorno a esos tiempos de esplendor les será muy difícil de concretar.

Bergoglio cree en lo que dice, pero lo dijo mal. Kirchner, por el contrario, no cree en lo que dice, pero lo dijo bien. La política a veces tiene esas paradojas. Más que enojarnos con ella, lo que debemos admirar es la versatilidad de los procesos sociales. Desde los tiempos del Registro Civil hasta la fecha, pasando por el voto a la mujer y la ley de divorcio, la Iglesia Católica se equivoca.

Cuando recordamos que Nicasio Oroño fue excomulgado por haber implantando los registros civiles en nuestra provincia, sanción que incluyó a su familia hasta la cuarta generación, no podemos menos que pensar en los peligros del fanatismo y la inhumanidad de la intolerancia. Cuando recordamos que en Santa Fe las manifestaciones contra el divorcio organizadas por monseñor Gabriel Storni incluía a los principales dirigentes peronistas de la provincia, muchos de los cuales luego se divorciaron acogiéndose a los beneficios de la ley que habían condenado, no podemos menos que pensar en las celadas del oportunismo y las emboscadas de la hipocresía.

La virtud de las sociedades democráticas es que todos los dogmas, todas las tradiciones, pueden ser interpelados. Esto implica un riesgo, pero también una oportunidad. A partir del Renacimiento, o tal vez desde antes, los hombres decidieron que su destino en la tierra dependía de ellos mismos, que el orden social no era una consecuencia de la naturaleza o de un mandato de Dios, sino que era una consecuencia de la acción de los hombres, que a los hombres y a nadie más les correspondía el derecho y tal vez el deber, de decidir cómo vivimos.

¿El hombre es la medida de todas las cosas? Más o menos. Admito que hay otros parámetros de medida, siempre y cuando me reconozcan que con Dios o sin Dios los hombres disponemos de un grado importante de autonomía para decidir lo que nos parece y que esa libertad incluye el derecho a equivocarnos. Como dijera Jean Paul Sartre, estamos obligados a ser libres, O, como dijera San Agustín: ama a Dios y haz lo que quieras.

Las sociedades cambian, y si evaluamos estos cambios en períodos históricos prolongados veremos que cambian para bien. La expectativa de vida de los hombres ha crecido, las libertades se han ampliado, la calidad de vida ha mejorado, incluso para los más postergados. Por supuesto que han aparecido nuevos problemas. El mundo que nos ha tocado vivir no es el Paraíso y a esta altura del partido no estoy seguro que sea deseable prometer el Paraíso para los mortales.

Las sociedades cambian y con ellas cambia la moral dominante. Cambia dentro de una permanencia, en el contexto de algunos valores indispensables, pero cambia y está bien que así sea. No todos los cambios son buenos, pero el cambio por definición es el signo de vida más potente de una sociedad. Las leyes universales, sin las cuales la humanidad dejaría de ser tal, tienen que ver -a mi juicio- con dos principios fundamentales: la vida y el amor. No matar y amar al prójimo como a uno mismo son dos valores básicos que, si se cumplieran, harían del mundo un lugar mucho más justo. Agregaría un tercer valor: la libertad, tan difícil de definir con palabras, pero tan fácil de reconocer, sobre todo cuando falta.

La ley de matrimonio gay que acaba de ser aprobada no pone en peligro ninguno de estos valores. Se dice que hay leyes que estimulan situaciones nuevas, y hay leyes que se limitan a reconocer lo que existe. La ley que acaba de aprobar el Congreso pertenece a este último grupo. Las parejas homosexuales existen y, a juzgar por lo que pasa en el mundo, van a seguir existiendo. Lo que la ley hace es darle un marco jurídico a quienes han elegido ser homosexuales y le reclaman al Estado que los trate como ciudadanos.

La ley fue aprobada y sus consecuencias no serán diferentes a las que ya se estaban tramando en el propio tejido social. Si a la inversa, la ley no se hubiera aprobado tampoco habría cambios significativos. Los homosexuales no iban a dejar de ser homosexuales porque un legislador decidiera declararlos fuera de la ley. No es la ley la que crea la homosexualidad o la pareja gay; es la vida, la historia, la condición humana, la sexualidad, esa sexualidad tan difícil de capturar, de encerrarla detrás de los barrotes de dos o tres dogmas. Esa sexualidad, que siempre reaparece y que cuando se la reprime o castiga reaparece de la manera más insólita y a veces más sucia. Ésta es una verdad de la historia y de la vida. Una verdad que todos los hombres -pero los hombres religiosos en particular- deberían tratar de asimilar.

La virtud de las sociedades democráticas es que todos los dogmas, todas las tradiciones, pueden ser interpelados. Esto implica un riesgo, pero también una oportunidad.

No es la ley la que crea la homosexualidad. Sólo le da un marco jurídico a quienes han elegido ser homosexuales y le reclaman al Estado que los trate como ciudadanos.