Fantini en su taller. No fue fácil elegir los vehículos favoritos para la foto.

Fantini en su taller. No fue fácil elegir los vehículos favoritos para la foto.
El arte de transformar en juguetes el acero
Nociones de varios oficios y la reunión de materiales descartables recolectados en distintos lugares de la ciudad, permitieron darle forma a unas cien piezas, la mayoría compuestas por vehículos de guerra, que integran la singular colección de juguetes construidos por Osvaldo Fantini.
TEXTOS. NANCY BALZA. FOTOS. FLAVIO RAINA Y MAURICIO GARÍN.
Quizá la fortaleza en la que se convirtió aquel cuarto abandonado de la casa familiar -en el que se refugiaba de las “gastadas” de un hermano mayor- haya predispuesto a Osvaldo Fantini a inventar historias con los objetos disponibles o a diseñar aquellos que posibiliten las historias que quería inventar. Quizá la inmensa importancia que le otorgó desde siempre a los trabajos manuales -esos que se expresan a través de oficios- sumado a conocimientos propios y a la curiosidad, lo hayan llevado a combinar en sus diseños técnicas de herrería, carpintería y tornería con cálculos de geometría y física. O, simplemente, fue su infancia al aire libre personificando a vaqueros y soldados la que lo llevó a construir vehículos de guerra y objetos propios de batallas del medioevo, que resultaron cuidadosas réplicas de los originales.
La decisión de emprender esta tarea puede responder a cualquiera de esas causas o a todas, sumadas al verdadero disparador que significó conocer -en una exposición- a un artesano que fabricaba juguetes con material de descarte. Y hasta es posible que lo haya terminado de convencer el hallazgo de ese verdadero “tesoro” en que se convirtió el inmenso cartel de acero que fue desmontado a pocos metros de su taller de bicicletas, el mismo del que extrajo buena parte de la materia prima que todavía hoy -junto a todo lo que se pueda hallar en contenedores de obras- le facilita la construcción de tanques, cañones, catapultas y carretas. Pero es indudable que el motor de semejante empresa fue y sigue siendo su indisimulable pasión por los juguetes.
EL TALLER
La clara afición a transformar materiales y construir objetos nuevos se hace palpable apenas se atraviesa la puerta de la edificación ubicada en barrio Candioti: murales de cemento con impresiones de hojas, enormes torres de ajedrez hechas en el mismo material que irán a adornar jardines y casas, y apliques para luces exteriores que simulan escudos adornan el largo y estrecho pasillo que hay que atravesar para llegar al taller. Allí es donde Fantini repara bicicletas, y también donde se dedicó durante estos tres años a combinar habilidades con gustos personales para crear las cien piezas que componen su particular colección.
De las paredes no cuelgan almanaques con fotos de chicas agraciadas. No. Hay un poster de Los Beatles con la letra de “Yesterday”; otro más de una Harley Davidson; otro de “Busco mi destino”, la mítica película que protagonizaron Peter Fonda, Dennis Hopper y Jack Nicholson, y uno más de un leopardo mimetizado en un árbol. En las estanterías y el piso se esparcen las herramientas propias del oficio. Allí todo parece tener su historia y su razón de ser, incluso los listones de madera en desuso recuperados de contenedores, que serán ruedas u otras piezas de futuros vehículos; los recortes de caños que se apoyan en las paredes; los trozos del cartel de hierro que esperan ser moldeados por las manos de Fantini; las pinturas de distintos colores que tonalizarán los juguetes una vez terminados, y hasta un pote lleno de bolitas no convencionales sino extraídas de pinturas en aerosol y que servirían para disputar un buen partido en cualquier barrio.
EL IMPULSO
Si se le pregunta cómo comenzó con este hobby, Fantini -quien además es guardafauna- cuenta que “siempre boyaba en las ideas y la vida me llevó por el camino que dictaba “sobrevivir’. Llegó un momento en que sentí que tenía que descargarme”, y esta sensación sumada al estímulo que le proporcionó la imagen de un hombre que fabricaba juguetes con piezas de descarte le dio el impulso necesario para empezar con la tarea. Ni bien volvió de la exposición a la que lo había invitado un amigo, puso manos a la obra. Lo primero que construyó fue un cañón que deslumbró a los nietos de ese amigo cuando llegaron al taller en el mismo momento en que lo estaba probando. “Creo que no hay mayor reconocimiento para ésto que la sonrisa de un chico”, asegura.
Al cañón siguieron una catapulta combinada con ballesta, una carreta para vaqueros, un ariete, la torre de asalto de la Edad Media, un vehículo de observación alemán y un cazatanque -también alemán- sólo por nombrar algunos y sin respetar el orden de aparición.
“Una de las cosas que me molestaba cuando era chico era que los juguetes fueran livianos: se perdía la fantasía. Y tampoco me gustaba que fueran desproporcionados”. Por eso es que todos los objetos que construye guardan -asegura- una relación peso-tamaño cercano a la realidad y, además, funcionan.
EL APRENDIZAJE
¿Por qué vehículos de guerra?, es la pregunta obvia. “No me gusta la guerra pero no se la puede negar. El auto nunca me gustó: tiene un 50 por ciento utilizable y un 50 por ciento de vicio. Entre los juegos de chicos, subirse a un árbol a espiar, hacer una trinchera o ensuciarse correteando por el pasto me parece totalmente saludable. Cuando era chico jugábamos siempre a los vaqueros o a la guerra”.
La información para construir cada pieza sale de libros o del cine. “Lo que se encuentra como fotografía de la guerra está hecha en movimiento: no hay un plano del fotógrafo sobre el vehículo, sino que éste está en movimiento, en acción; o la imagen muestra el dolor o la alegría de la gente, porque la guerra tiene esos dos extremos”.
Haciendo un poco de historia, cuenta que “todos los vehículos que sobrevivieron a la guerra eran, en su mayoría, norteamericanos y canadienses. “Había tal demanda de acero que aquello que sobrevivió se lo llevaron los norteamericanos o los ingleses para sus museos. Lo demás, se volvió a reciclar. Aquellos vehículos, a nivel industrial, eran una obra de arte por su resistencia y su fuerza, además de económicos”.
Hasta el momento lleva construidas unas cien piezas en las cuales invirtió -calcula- unas 150 horas promedio de trabajo.
Fantini considera que “es ilimitado todo lo que se puede aprender a hacer” y que “hay recursos para trabajar con muy poco dinero”. Él lo sabe por experiencia: “cuando era chico, me reunía todos los sábados abajo de un árbol y ahí jugábamos a las bolitas. Eran prácticamente centavos lo que había que gastar y la inversión crecía en amistad, comunicación, creatividad y hasta el conocimiento de las plantas que rodeaban la cancha”.
A los juguetes que fabrica -porque así los define- los usa como terapia. “Los momentos más felices de mi vida fueron cuando terminaba estos vehículos”.
En el momento de concretar esta entrevista, un trozo de metal acababa de tomar -no sin bastante esfuerzo- la forma de lo que sería la caja de un nuevo camión, que irá a engrosar su colección pero también a confirmar su pasión por experimentar con las manos.



Respeto al juego
“Siempre fui ahorrativo así que, cuando era chico, la mitad de lo que me daban para facturas lo guardaba para comprar figuras de legionarios, indios, vaqueros, soldados americanos y alemanes, y todo lo que podía conseguir. Ahora voy a una juguetería y me enloquezco, soy un chico más”, reconoce Osvaldo Fantini, y asegura que cuando ve jugar a su nieta y sus amigos, baja los decibeles al nivel de ellos.
Por eso, reflexiona que “es una falta de respeto a la niñez que los chicos no sepan jugar, y que los padres contagien a sus hijos su propio acelerador”.


Cada pieza demandó un promedio de 150 horas de trabajo.