La poesía en “Platero y yo”

María del Carmen Villaverde de Nessier

Dijo Juan Ramón: “Este breve libro donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero estaba escrito para.... bueno, yo no sé para quién... Ahora que sé que va a los niños no le quito ni le pongo una coma... pues por esa edad de oro que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el poeta”.

Para Juan Ramón Jiménez vida y poesía son una misma cosa. La poesía lo hace “él”, un él creándose y creando a través de la palabra con un “tú-yo” de inagotable y mágica soledad.

“Platero y yo” es como una explosión de incesante lirismo. Hay en todo el libro una constante invitación a “ascender”, a subir del plano terreno, de lo material, a un lírico estado de pureza. Según M.P. Pradmore el mundo de Jiménez “es un mundo social necesitado de redención, en fin, un relato de verdadera sabiduría humana”.

En ningún momento deja de participar, el autor, de las cosas reales, pero pareciera que con sólo mirarlas logra recrearlas decantándolas.

La poesía está allí, en el ritmo sonoro de las expresiones de felicidad, en los anuncios de pájaros, en el fanal de luz, en la “casa oscura y llena de suspiros”... De la contraposición de situaciones y estados de ánimo surge a cada paso la poesía:

“Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en hervideros de vida sana y nueva” (“La Primavera”).

Su fuerza creadora viene de adentro, de lo más hondo de sí, se yergue luminosa y altiva con todos los colores, como los del crepúsculo y las rosas, que se quedan derramados en las cosas.

“Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas”.

Pura fuerza lírica.

Platero y su Moguer simbólico y únicos son admirados y contemplados desde su soledad, soledad que circunda al poeta, pero que no lo encierra y sí permite un lirismo expansivo que todo lo enaltece y purifica.

“¡Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino!”.

Para ampararse de la rutina, del ruido, de la pereza mental, de esa angustia del adolescente, aparte, desligado, solo, busca lírico refugio en su Platero de Moguer, que no será más que su sí mismo contemplando a los otros y al paisaje, con deseos de atraparlo y quedarse en un ahora o un aquí interminable, desde el que brotará: belleza pura; comunión de alma con alma: “Cuando en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada de la calleja... los niños pobres juegan a asustarse”. Ese “cuando”... de recuerdo, de circunstancia temporal antepuesto el sujeto, está llenando el capítulo de misteriosa maravilla, de vida plena, sin acosos, y las horas, con un antes y un después de historia de “niño-hombre”, van marcando un pasar de la vida hacia un “invierno” que es muy duro enfrentar. Todo ese angustioso interrogante está captado con alma de poeta.

“¡Sí, sí! Cantad, soñad, niños pobres. Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará”.

La poesía de su Platero es una poesía de crisis interior; íntima, comprometida con sí mismo, con el hombre, por la que se descubre una finísima captación de cuanto se refiere a la vida, a la muerte, al antes y después, en un diálogo lírico que se hace monólogo-meditación. El autor logra darse así, a este interlocutor, íntimo, esencial y poeta, que está en cada uno de nosotros.

“¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos”. Ese “se ha ido la vida”, ese “¡Silencio!”, están gritando su dolor literariamente lírico, su deseo de escapar hacia un ser vivo, siempre vivo, en un lugar sin fronteras.

En un Moguer eterno, de refugio-de hogar-de madre-de vida clásica y redonda, tiene un “cielo de azul constante”, cielo lírico, contemplado en su belleza; eterno.

Y el paisaje sigue como envolviéndose en una esfera celeste que “gira blandamente”, como un íntimo anhelo del poeta de: amparo claustral, maternal y pleno de ternura, que se siente con emoción casi onírica. Moguer, cantado en sus mañanas, en sus crepúsculos, en sus gentes y costumbres, con impresiones hondamente emotivas, guarda para Juan Ramón una tierna grandeza que lo alienta desde un infinito de impaciencia, como una fuente de poesía en su escenario de belleza total.

“Por los hondos caminos del estío.... Yo leo, o canto, o digo versos al cielo”. La carga lírica de las palabras, lleva a pensar en esa total identificación del poeta con la naturaleza real que se traga por la boca de Platero con un escalofrío rumoroso girando alrededor de la poética estructura del libro.

La poesía surge también de la contraposición de situaciones, motivos, estados de ánimo. Vida-muerte-campo-ciudad-primavera-invierno-niño-hombre. Captados todos en profundo juego antitético, por el que nos descubre, el autor: cosas-animales-hombres, en una sola unidad armónica de esencialidades vitales y trascendentes.

A veces aparecen vetas de crueldad que se desdibujan luego con pasajes de amorosa belleza: la “golondrina revuelta” que sale del pozo, la “mariposa blanca igual que el alma” que sale del pino... Todo lo que se nombra vuelve poética la mirada, y así todo es un juego en los recuerdos del autor; la luz, los seres de la infancia-los animales-los pájaros-los árboles-el cielo-la tierra. Desde cada uno de ellos Juan Ramón, a través de sus coloreadas y sustantivas impresiones, logra expandirse a lo genérico, a lo absolutamente conmovedor y trascendente entre el mundo objetivo exterior y el yo íntimo-esencial.

La plenitud de su poesía nace del ver, del oír, del interrogarse y de una sensación primera, transfigurada siempre en canto, en dulzura, en fuerza y va a ser Platero el “hacedor” mágico de la luz inagotable de belleza que lo resplandece todo, derramándose en los lugares y en las situaciones con primigenia y admirable sencillez.

Platero no es un animal, como los otros, es un ser humanizado que comprende y siente que todo él es un poeta:

“Platero es pequeño, peludo, suave”... Es “Platero-yo”, “Platero-Juan Ramón”, es él, los dos en unidad expresiva. Es Juan Ramón que se bebe los cubos de agua con estrellas, él es el mágico, el niño dulce y suave de los campos libres, el que siente la pereza de las mañanas del otoño, el que llora, el manso, el fuerte.

Platero es el termómetro, el referente de las emociones que igual que un niño nos da en su estremecimiento azul, en su escalofrío, el amor, la belleza y el júbilo que advertimos en la pura contemplación de las cosas, en un diálogo idílico con Platero. Desde cada escena real, en el campo de Moguer y en compañía de Platero, en absoluta soledad, el poeta asciende líricamente hacia la esencia de las cosas, hacia Dios, y proyecta su visión luminosa en un presente continuado sin matiz temporal y en constante meditación consigo mismo.

Juan Ramón trasunta el mundo de los seres y los transmuta en arte. Es siempre bueno volver a regocijarnos en su universalidad permanente.

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Juan Ramón Jiménez.

Foto: Archivo El Litoral