Simulación

Por Carlos Catania

“En último término, el asesino y la víctima son una sola persona. No podemos concebir la unidad de la raza humana si no podemos concebir en todo su horror, la verdad de esta última equivalencia” (Eric Gans).

Después de leer a Jean Baudrillard, a quien alguien llamó “dandy crespuscular”, uno se pregunta a su vez cómo evitar que la reflexión y la “solución”, si es que hay, pasen al hiperespacio de la simulación. ¿Qué hacer para que las teorías de un mundo humano, no sean atomizadas para ocupar su sitio en el vacío? Casi nada: algo así como intentar una regeneración en el objeto-hombre, cuando el objeto y el hombre semejan al presente sombras chinescas.

Y es en este momento, al intentar ponerse de acuerdo con uno mismo en relación, no ya a la civilización, sino al universo, cuando nos preguntamos: ¿con qué argumento será posible responder a esta inquietud fundamental? Inquietud ante el futuro de la desquiciada especie a la que pertenecemos. Inquietud que repta en la historia del Hombre desde tiempos inmemoriales, tal como esas serpientes mimetizadas en los pajonales. No me refiero a la cotidiana inseguridad que padecemos, materia con la que los medios de comunicación se relamen, incluyendo el “fue primicia” y la consiguiente retahíla de frases hechas. Hablo de los frenéticos simuladores, a quienes en apariencia interesa un pepino cierto destino latente, de raigambre sicológica y metafísica, tan oculto que, cuando un apestado como el que aquí escribe, escupe contra el viento, cede la ignorancia hermética de aquéllos dejando escapar la palabra pesimismo.

Estupideces semejantes son letras de canciones ya admitidas que, curiosamente, entre otras categorías, entonan los políticos que no saben cantar. Harto de morales nominales; de creencias que huelen a sepulcros abiertos; atento a esos “pudientes” a la eterna defensiva, parapetados detrás de un sistema letal con musiquitas y juguetes electrónicos; cansado de algunos pobres que “a fuerza de pensar sin descanso en el dinero, terminan por perder las ventajas de la no-posesión y por descender tan bajo como los ricos” (Cioran); abochornado (porque considero al Arte un medio provisorio de “salvación”) por aquellos profesores que se autoconsideran creadores (aunque el invisible espesor de sus talentos los relegue a la Nada); por todo esto y muchos etcéteras, pongo en práctica, como tantos otros, una resistencia histérica a las simulaciones, lo que bien pudiera ser otro tipo de simulación.

Simular es representar una cosa, fingiendo o imitando lo que no es. Quizás resulte cierto que el hombre es un individuo teórico. Lo racional a menudo soslaya lo real. Respondiendo a esto, Baudrillard piensa que nuestra propia inteligencia, moderna y racional, nos convierte en unos seres técnicos. Pareciera que nuestras técnicas y nuestra ciencia desbordan actualmente la comprensión humana. Saúl Bellow sostiene que nuestra civilización vive actualmente en el odio hacia sí misma; un odio procedente de un remordimiento insufrible por esa ruptura con la especie (cit. “El paroxista indiferente”).

Lo anterior me lleva a considerar que no hay retorno, pero a un tiempo me asaltan dudas razonables. Envueltos en tantas mentiras y equívocos, nuestra civilización ofrece un rostro cicatrizado a la ligera. Sometida siglo a siglo a cirugías, ha terminado por generar el Vértigo con el que se regocijan multitud de peleles. Sin embargo, la voluntad de convertirse en testigo a fin de despojarse de las vestiduras de víctima, quizás permitiría al ser humano participar de una dispersa rebelión. Dispersa porque aquí y allá, en éste y en aquél, vislumbrada la conciencia de una esclavitud placentera, incita a responder con un NO a cada embestida de las tentaciones alienantes propuestas por un sistema que cruje por los cuatro costados.

Se advertirá que al evitar imponer catecismos reemplazantes del “estilo” impuesto por brillantes depredadores, estoy renegando de moralistas, que los hay en abundancia, con sus aforismos sentimentales y protestas adormecidas por un espiritualismo inerte. Porque la sencilla pregunta que plantea una conciencia no sojuzgada: “¿qué puedo hacer en este mundo con mi vida?”, no admite huidas ni solipsismos, sino un esfuerzo supremo para considerar la existencia despojada de simulacros. Todo lo cual no es fácil: resulta agotador eso de ladrar a la intemperie. De todas maneras prefiero los ladridos a los rebuznos. Aberraciones abstractas, por ejemplo aquella que predica “amar a la humanidad”, me afecta como un urticante en las entrañas. ¡Como si la humanidad fuera un cuerpo compacto e igualitario! Tal vez ésta sea la génesis del Gran Problema. En pleno siglo XXI, las clases sociales exponen con mayor profundidad sus diferencias. ¡Y aquel señor quiere vivir tranquilo! Este otro considera la caridad como un deber, ignorando que por el simple hecho de desprenderse de una moneda, el caritativo marca, justamente, la diferencia esencial. Diferencia desatada en esta encantadora sociedad de consumo.

El mencionado Baudrillard propone que “debemos rechazar, desactivar lo que nos encadena. Estamos atrapados, condenados a la realización automática del sistema. Sin embargo, existen formas inconscientes de revuelta social, de rebelión larvada. Progresivamente han aparecido en la conciencia (la inconsciencia) popular la idea (vieja idea del ‘68) de que el consumo es una trampa para bobos”.

Suele afirmarse que la vida es una enfermedad terminal o que, según Sartre, es una pasión inútil. Lo primero, elocuente pero falso, sustenta un criterio gratuito de negación. Enfermo es el hombre. En todo caso la vida es una salud terminal. A Sartre, en cambio, no le falta razón, pero el término pasión está en primer lugar, lo que excluye cierta apariencia nihilista, de manera que la inutilidad engrandece.

A la luz de los hechos, los “normales”, los acomodaticios simplificados, con sus virtudes y conocimientos de bolsillo, y la apreciable cantidad de vulgares embaucadores, se regocijan de transitar estos tiempos en que ya nada parece digno de respeto, lo cual, desde luego, también es falso, puesto que existen los hombres sencillos, en cordialidad con los primeros sentimientos humanos, ante los cuales me inclino, no sólo con respeto, sino con humildad, ya que mi NO ni siquiera roza su autenticidad.