Preludio de tango
Cafetín de Buenos Aires

Manuel Adet
El cafetín, el bar, la mesa de café es un protagonista privilegiado de la poesía tanguera. Paisaje urbano por excelencia, ámbito donde se celebran los mitos de la amistad y el fracaso, lugar de inicio masculino, espacio simultáneo de sociabilidad varonil y soledad, expresa según historiadores y sociólogos una de las tradiciones importantes de la modernidad, el espacio público distante del hogar privado o del trabajo, una suerte de tercer lugar donde termina de constituirse, para bien o para mal, el ciudadano.
No hay paisaje de tango sin cafetín, como no hay universidad de la calle sin esa “escuela de todas las cosas” que representa el cafetín. Se diferencia del boliche o de la pulpería por su condición urbana. En nuestro caso, ciudades constituidas con el aluvión inmigratorio europeo dan lugar al hombre solitario o desarraigado que huye de la miseria y la soledad del conventillo y encuentra en el café la sociabilidad que se le niega en otros lugares. El cafetín es el ámbito de las clases populares, el sitio privilegiado de cierta bohemia, pero también, más hacia el centro, el lugar de encuentro de las clases en ascenso.
El café en la mitología hay que diferenciarlo del bodegón. El cafetín podría decirse que es algo mas íntimo, más discreto. Es la mesa con el pocillo, es la charla en voz baja, es “el cigarrillo y la fe en mis sueños” que habla Discépolo, es la evocación “enredada en los hilos del humo”, como dice Cátulo Castillo, es el lugar donde se celebra el fracaso y se llora la pena de amor. “Y tranqueando despacito me fui al bar que está en la esquina, para ahogar con cuatro tragos lo que pudo ser mi amor” dice Pancho Gorrindo en “Mala suerte”, uno de los grandes tangos interpretados por Julio Sosa.
El cafetín no es la borrachería, el alcohol que allí circula puede ser el del vermut o el copetín. O la ginebra o el whisky solitario o compartido civilizadamente. Si lo pensamos como un templo, podríamos decir que las mesas son sus confesionarios, pero esas mesas “nunca preguntan”. Si las mesas son los confesionarios, los sacerdotes que celebran este singular rito son “los sabiondos y suicidas” que lo frecuentan y que enseñan la singular cátedra de filosofía, dados y timba. El cafetín es el lugar de la soledad, pero también de la confidencia con el amigo o con una mujer. “Sentémenos un rato en este bar, a conversar serenamente”, dice Chico Novarro en “Nuestro balance”.
También puede ser algo así como el tribunal, el lugar sagrado donde el hombre es juzgado o evaluado por su pares o sus maestros. En “La copa del olvido” el personaje llega hasta el lugar donde están los hombres sabios, ese lugar es el café. En “No me pregunten por qué”, se dice “Muchachos, si cualquiera de estas noches me ven llegar al café, tambaleando...”. Con su humor tan particular, Discépolo demuestra que el juicio de los muchachos del café es importante para el personaje. En “Justo el 31” dice: “Le aguanté la vela casi cinco meses, entre la cargada de todo el café/ me tiraban nueces mientras me gritaban: ahí va Sarrasani con el chipancé”.
El café está presente en muchas letras de tango como lugar tácito o como puesta en escena. Nada nos cuesta imaginar que el personaje de “Garúa” finalmente anclará en una mesa de café. O que la pareja de “Por la vuelta” se reconcilia en un café. ¿Adónde irá luego de su inútil ronda el muchacho de “Rondando tu esquina”? El personaje de “María” o el de “ Volvió una noche, ¿cuesta tanto imaginarlo contando su historia o escribiéndola en la mesa de un café? ¿Y aquella otra escena de “En la madrugada”: “Un bohemio en un rincón escribe letras, con el dedo un gran señor manda una vuelta...”?
No es un tango, pero muy bien podríamos incluirlo, al tema “Romance en el bar Unión” de Daniel Salzano. Allí el bar es el escenario del encuentro amoroso entre una mujer que acaba de ser abandonada por su amante y un hombre que rumia su soledad en el bar. La interpretación de Jairo es excelente y las imágenes del poema, muy buenas. Todos los grandes poetas del tango en algún momento se refieren al café como protagonista central o como puesta en escena. Homero Manzi lo hace en “Mi taza de café” escrito en 1943 con música de Alfredo Malerba y en “Muchacho de cafetín” con música de Francisco Pracánico. Homero Expósito lo hace en “Cafetín” y Angel D’Agostino le pone letra y música a “Café Domínguez” con un recitado entrañable del gran Julián Centeya. José González Castillo, el padre de Cátulo escribe “Vieja cantina de la ribera” la cantina no es exactamente el café, pero la cantina de la ribera se le parece, es como el cafetín en sesión trasnoche, con su clientela de marineros, putas y bohemios. El poema es excelente, la música la escribió Cátulo y la interpretación de Carlos Gardel es de antología.
Tangos con “Las doce de la noche”, “Domingo a la noche”, “Adiós muchachos” y “Viejo Tortoni” de Héctor Negro con música de Eladia Blázquez, se refieren al café como evocación, cita, coartada o encuentro. No hay amistad en el tango que no se celebre en el café; tampoco hay pena de amor que merezca ese nombre que no se llore en el café. El frío, la garúa y el color azul suelen estar siempre presentes. No podía ser de otra manera. El cafetín no se relaciona con la fiesta, con la alegría expansiva, con los “cuatro días locos”; es melancólico, intimista. Es el lugar de los derrotados, no de los ganadores
Cuatro letras de tango justifican con creces esta existencia mítica. “Cafetín de Buenos Aires” de Enrique Santos Discépolo, “Café de los Angelitos” y “El último café” de Cátulo Castillo y “Café La Humedad” de Cacho Castaña. Por supuesto que hay más letras y composiciones musicales, pero a mi modesto criterio en este cuarteto está lo fundamental. La amistad viril, la soledad, el fracaso amoroso, el reencuentro y el discurrir acerca de la vida, aquello que por comodidad podríamos llamar la filosofía del estaño.
Si me obligan a elegir me quedo con el tango de Discépolo. Lo escribió en la década del cuarenta y la música se la puso Mariano Mores y lo estrenó Tania en 1948. Creo que en este caso estamos ante un tango en el que no es posible agregarle ni sacarle una palabra. “El azul de frío que luego fue viviendo igual al mío” se corresponde con aquellas “mesas que nunca preguntan”. La “escuela de todas las cosas” constituye el inicio en un mundo donde la filosofía se confunde con los dados y la timba, o con la evocación de esos amigos sabios que ya no están o que encontraron en la mesa del café el sitio exclusivo donde dictar su singular cátedra de vida.
Hay un verso que más de un cantor altera por ignorancia o torpeza. Discépolo dice “y la poesía cruel de no pensar más en mí”. Y a los iniciados no se les ocurre nada mejor que decir “y la poesía cruel de no pensar más “que en mí”. Ese “que” altera todo el significado de la frase, expresa exactamente lo contrario y transforma un desagarramiento existencial en un libro de autoayuda.
El cafetín recurre a la metáfora de la vieja, recurso tal vez sensiblero pero que en este caso adquiere significado poético por la relación entre el café y el útero, como le encantaría decir a algún psicoanalista. Finalmente, donde la visión singular, poética, del mundo está expresada con toda crudeza y talento es cuando dice en el último verso: “Nací a las penas, bebí mis años y me entregué sin luchar” .
Recuerdo que en otros tiempos el “me entregué sin luchar” de “Cafetín de Buenos Aires” y “El mundo fue y será una porquería” de “Cambalache”, fueron considerados versos que probaban el carácter reaccionario de Discépolo. Hoy estas hipótesis provocan risa o lástima, pero en algún momento fueron consideradas observaciones sagaces sobre la realidad.
“Cafetín de Buenos Aires” no sólo tuvo problemas con la izquierda; también los tuvo con la derecha clerical. Cuando en 1943 la dictadura militar de entonces le entregó el Ministerio de Educación a los trogloditas, el tango “Yira yira” se transformó en “Dad vueltas” y “El ciruja” en “El recolector” . “Cafetín de Buenos Aires” salvó el título pero los censores consideraron que era inadmisible que a las santa madre se le dijera “vieja”.
Quien quiera escuchar “Cafetín de Buenos Aires” como Dios manda debe acudir a las interpretaciones de Goyeneche y Rivero, en ese orden. En los dos casos, con la orquesta de Aníbal Troilo, como no podía ser de otro modo.




