La vuelta al mundo

Irán y la lapidación de las mujeres pecadoras

Irán y la lapidación de las mujeres pecadoras

Simulacro. En distintas ciudades de Europa se producen manifestaciones contra la lapidación de Sakineh. En la foto, tomada en Roma, Italia, un grupo con cartelas alusivas realiza su protesta en torno a una gran muñeca vestida con ropajes islámicos y rodeada de piedras simbólicas. Foto: Agencia EFE

 

Rogelio Alaniz

Sakineh Mohamaddi Ashtiani es el nombre de la mujer iraní por la que en estos días gobiernos y militantes de los derechos humanos se movilizan en todo el mundo para reclamar que no sea lapidada. Las presiones internacionales algún modesto resultado obtuvieron. En principio, la condena a muerte fue suspendida y ello permite alentar esperanzas por la vida de esta desdichada mujer que desde 2005 está en la cárcel acusada de adúltera.

En estos cinco años, Ashtiani ha debido atravesar todos los círculos del infierno. Cuando su marido fue encontrado muerto, la acusaron de haber mantenido relaciones sexuales con sus asesinos. A través de la tortura la obligaron a confesar que, además, era responsable de la muerte de su marido, motivo por el cual fue condenada por jueces islámicos a morir lapidada. Dos de los cinco jueces la declararon inocente, pero tres de ellos dijeron que era culpable invocando el principio del “conocimiento del juez”, una coartada jurídica que habilita a los magistrados a dictar condenas sin disponer de pruebas materiales y en nombre de sus “intuiciones infalibles”.

Por lo pronto, Asthinai no va a ser lapidada en la fecha prevista. La presión internacional ha cumplido su objetivo, pero no sería aconsejable festejar nada porque la mujer continua detenida y la pena de muerte ha sido postergada, no anulada. Los tribunales islámicos han decidido que, por el momento, la pena máxima sea reemplazada por noventa y nueve latigazos, el mismo número de golpes que recibió hace unos años en el tribunal de Orku. El espectáculo entonces fue público y entre los asistentes estaba su hijo Sajad, quien declaró luego a la prensa que nunca en su vida podrá olvidar la humillación que sufrió viendo cómo su madre era sometida al látigo del verdugo.

Según Sajad, su madre es inocente no sólo del crimen que se le imputa, sino también de los actos de infidelidad que se le atribuyen. Algo parecido piensa su abogado, Mohammed Matafaei, un profesional que se dedicó a defender a Ashtiani y, como consecuencia de su dedicación, padeció amenazas y sanciones judiciales. Cuando la situación se hizo insostenible y la cárcel o el puñal eran el destino que le aguardaba, decidió emigrar a Noruega desde donde sigue militando a favor de su defendida.

En Irán, como en Somalia, Indonesia y Nigeria, la pena de muerte por lapidación no sólo que está vigente sino que, además, se practica. En el caso de Irán, la lapidación existe desde 1983, promovida por los guardianes de la Revolución Islámica. En su Código Penal las modalidades de la ejecución están tratada en diez artículos que son una verdadera apología de la barbarie.

Allí se establecen las causas que justifican esta condena y el modo de ejecutarla. Lo que más llama la atención son las minuciosidades del legislador. El Código señala que el hombre debe ser enterrado hasta la altura de la cintura y la mujer desde el nacimiento de sus senos. Las piedras que se arrojen no deben ser ni demasiado grandes como para matar en el acto, ni demasiado chicas que no le hagan daño. En definitiva, se trata de que el condenado sufra lo más posible y que los espectadores pueden disfrutar de la fiesta y, de paso, reflexionen sobre lo que les puede ocurrir -sobre todo a las mujeres- si se les ocurriera serles infieles a sus devotos esposos. Finalmente, si luego de la pedrea el reo sobreviviera, un verdugo le dispara un tiro en la cabeza, no sin antes desearle que sea feliz en la praderas de Alá.

Los primeros arrojadores de piedras son los testigos. Enseguida se suman los magistrados, que así se toman la molestia de practicar la justicia por mano propia. Finalmente son convocados a la faena los asistentes, preferentemente varones decididos a hacer puntería contra los temibles criminales semienterrados.

Se supone que la mujer muere más rápido que el hombre, motivo por el cual se reglamenta con precisión obsesiva el tamaño de las piedras. Teólogos islámicos aseguran que esta condena está legitimada por el Corán, pero existe toda una corriente coránica que asegura que en el libro sagrado no hay ninguna referencia a la lapidación. Más allá de las opiniones dogmáticas, existe una larga tradición histórica en el mundo musulmán a favor de la lapidación, reforzada en este caso por el lugar subordinado que en estas sociedades se le asigna a la mujer. Lo que se sabe es que en el mundo antiguo esta condena era uno de los métodos preferidos para castigar a las mujeres adúlteras o acusadas de cometer delitos sexuales.

En el Antiguo Testamento la lapidación existe, pero en la tradición cristiana se le atribuye a Jesús haber brindado el alegato más formidable en contra de esta condena. Fue cuando ante la inminencia de ejecución de una mujer dijo la célebre frase: “Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra”. Exactamente lo mismo se le debería decir a magistrados, testigos y comedidos que se prestan a asesinar a pedradas a una víctima juzgada por delitos calificados como tales en nombre de tradiciones aberrantes provenientes de la noche de los tiempos.

Hoy, en Irán, diez personas son lapidadas por año. La pena de muerte en sus diferentes versiones fue aplicada el año pasado a 388 personas, de las cuales 135 eran menores de edad. La concepción teocrática del poder justifica estas aberraciones. Para los jefes islámicos, delito y pecado son una misma cosa. Su concepción medieval del poder y de la condición humana habilita a su dirigencia política a practicar el crimen como una manera de disciplinar a la sociedad y de ayudar a expiar los pecados.

Intelectuales, políticos, religiosos musulmanes, se han opuesto a estas decisiones, pero a juzgar por los resultados no han tenido mucho éxito con sus reclamos. Sucede que en las aldeas y ciudades del interior, el consenso a favor de la lapidación es muy alto. Existe una suerte de resignación fatalista que envuelve a estos pueblos sometidos por el miedo, el oscurantismo religioso y la pobreza.

Los reclamos internacionales han obtenido algunos logros modestos, pero el camino que falta recorrer hasta llegar a una situación medianamente justa es aún muy largo. Esta semana, sin ir más lejos, el diario oficialista Kayhan, cuyo director es designado por la máxima autoridad política de Irán, calificó a Carla Bruni de “prostituta”, para luego agregar que mujeres como ella deberían correr la misma suerte que la mujer por la cual Occidente reclama la libertad.

Como se recordará, Carla Bruni junto con otras mujeres firmó una solicitada pidiendo por la vida de Ahstiani. Ni su condición de modelo y cantante famosa, y mucho menos su condición de esposa del presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, le alcanzó para eludir el anatema de los celosos guardianes de la Revolución Islámica. Esperemos que Lula y el Vaticano sean tratados con un poco más de compasión, pero desde ya adelantamos que no conviene hacerse muchas ilusiones al respecto.