El golpe de Estado de 1930 (II)
Una nueva y dura realidad

Triste y final. Hipólito Yrigoyen se retira de la Casa de Gobierno rodeado de colaboradores y militares que participaban en el golpe institucional. Foto: Archivo El Litoral
El golpe de Estado de 1930 (II)
Una nueva y dura realidad

Triste y final. Hipólito Yrigoyen se retira de la Casa de Gobierno rodeado de colaboradores y militares que participaban en el golpe institucional. Foto: Archivo El Litoral
Por Rogelio Alaniz
Los conservadores aseguran que el golpe de Estado se dio por inercia, porque los radicales habían dejado de gobernar y ya se sabe que la política rechaza el vacío. Según esta singular apreciación, los radicales se cayeron solos y la salida de los militares de los cuarteles -de algunos cuarteles- fue nada más que un paseo.
Si nos permitiéramos usar un término que hoy se emplea hasta el abuso, podríamos decir que Hipólito Yrigoyen fue derrocado porque efectivamente existió una vocación “destituyente” por parte de la oposición política y social. Basta leer la prensa de la época -y muy en particular los editoriales del diario Crítica- para admitir que efectivamente la oposición se proponía derrocar a Yrigoyen.
Es verdad que el gobierno radical no daba pie con bola y que a la vejez del jefe se le sumaba la incompetencia de la gestión. En las últimas semanas renunciaron ministros, se generalizaron las disputas internas facciosas y menudearon las intrigas que especulaban con la sucesión del presidente. Todo el radicalismo antipersonalista apoyó el derrocamiento del “Peludo”, como le decían despectivamente. Por su lado, los radicales yrigoyenistas, en lugar de cerrar filas alrededor del presidente, se dedicaron a conspirar entre ellos. En ese escenario y en el marco de una fenomenal crisis económica, el desenlace era previsible.
Los sectores conservadores, los que nunca terminaron de admitir la presencia del radicalismo en la política nacional, supusieron que llegaba su hora y no vacilaron en asaltar las instituciones para cumplir con su cometido. Los errores del oficialismo habilitaban esta estrategia. Sin embargo, sin las deficiencias del radicalismo en el poder, el golpe de Estado no hubiera sido factible. Tampoco hubiera sido posible sin la movilización de los sectores medios y la actitud indiferente y apática del movimiento obrero, cuyas conducciones gremiales se jactaban de no estar ni con los radicales ni con los militares, aunque luego fueron las víctimas preferidas de los golpistas.
Es verdad que los principales diarios de la época batieron parches a favor de la asonada, pero no es menos cierto que el radicalismo de 1930 era una fuerza política impotente.
Discutir si el radicalismo cayó solo o fue empujado es un debate bizantino, porque efectivamente la intervención militar existió y objetivamente un gobierno democrático fue desplazado por una dictadura militar que disolvió el Congreso, declaró el Estado de sitio, intervino todas las provincias, ilegalizó a los partidos políticos y al movimiento estudiantil, clausuró sindicatos y llenó las cárceles de presos.
Los militares en el poder se propusieron constituir un nuevo orden. El autor de la proclama golpista fue Leopoldo Lugones, el mismo que anunciara la “hora de la espada”. Las fantasías de los facciosos apuntaban a construir un sistema político parecido al de Mussolini. Digo “parecido”, porque a Uriburu y su corte sólo les importaba del fascismo la consigna de orden, sin hacerse cargo de la movilización plebeya que incluye cualquier experiencia fascista. El fascismo, para ellos, era una moda ideológica y una excusa para restaurar el orden que se había perdido por culpa de la ley Sáenz Peña y la chusma radical.
¿Qué correspondía hacer en aquellas jornadas? Defender las instituciones y al gobierno. La respuesta hoy es sencilla, pero en aquellos días no lo era. El gobierno radical naufragó ante la indiferencia y la hostilidad de la mayoría de la población. Dos años antes había llegado al poder empujado por un aluvión de votos. Ahora el aluvión se había invertido. Muchos dirigentes opositores no ignoraban los peligros de la dictadura, pero la dinámica social y política era irreversible y en esos momentos los que menos colaboraban para la defensa del gobierno eran los propios radicales. Basta leer las declaraciones de yrigoyenistas convencidos como Dellepiane o Elpidio González para advertir que el radicalismo en el poder no tenía destino. Félix Luna dice que los conservadores deberían haber tenido un gesto de grandeza y haber defendido a las instituciones. Esto es fácil decirlo después, pero no era tan sencillo cumplirlo en ese momento.
Como se sabe, en el elenco golpista no todos pensaban lo mismo. En principio, había un amplio acuerdo en derrocar a Yrigoyen, pero a partir de allí eran visibles las diferencias. Mientras los seguidores de Uriburu especulaban con un régimen corporativo, Agustín Justo se pronunciaba a favor de la continuidad del sistema democrático, sin el yigoyenismo claro está. Digamos que la divisoria en el bloque dominante estaba planteada entre corporativismo fascista y liberalismo conservador que luego devendrá fraudulento. Esta contradicción se matizaba con algunas variaciones, pero en lo fundamental era verdadera. Sabemos que la disputa entre Uriburu y Justo la ganó Justo, no sólo porque era mucho más inteligente y hábil, sino porque expresaba los intereses más reales de la clase dominante.
En realidad, la facción justista no estaba decidida del todo a dar el golpe de Estado. Décadas de formación institucionalista pesaban sobre la conciencia de estos dirigentes. Es probable que muchos de ellos hayan creído con sinceridad que toda la movilización debía reducirse a deponer a Yrigoyen e inmediatamente convocar a elecciones. Justo, Sarobe, Uriburu han dejado testimonios escritos donde comparan los sucesos de 1930 con la Revolución del Parque de 1890. Ya se sabe que cuando los hombres se precipitan a la acción lo hacen en nombre de imaginarios del pasado que los ayudan y los justifican. De todos modos, no deja de ser una ironía de la historia que el imaginario golpista se haya nutrido de uno de los mitos fundacionales del partido que se proponía deponer.
¿Por qué se produce el golpe en esa semana? Como siempre hay hechos que aceleran los acontecimientos. La muerte de un estudiante que después se demostró que no era estudiante, la intervención a las provincias de Cuyo, los actos de violencia del klan radical, la renuncia de Dellepiane, las especulaciones del vicepresidente de ser el heredero de Yrigoyen, todo ello confluyó hacia el desenlace. Curiosamente la mayoría de los jefes militares no compartían una salida golpista. Ese año los radicales habían ganado las elecciones en el Círculo Militar por lo que se supuso que la lealtad al gobierno estaba asegurada.
Los que se movilizaron esa mañana fueron los cadetes del Colegio Militar y los aviones de El Palomar. Mi hipótesis es que la facción de Uriburu se quedó con el poder porque el grupo de Justo todavía vacilaba y el radicalismo se derrumbó minado por sus propias contradicciones internas.
Yrigoyen entregó el poder a Martínez el 5 de septiembre y el 6 asumió Uriburu sin prestar atención a las esperanzas de los radicales que alentaban la ilusión de que el poder iba a quedar en manos de Martínez. El gobierno militar asumió con todos los oropeles del caso el 10 de septiembre, pero el día anterior la Corte Suprema de Justicia había dictado su célebre acordada legalizando a los gobiernos de facto. Como para que no quedasen dudas acerca del carácter irreversible de los hechos, el 18 de julio las embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña reconocieron a las nuevas autoridades.
Las disputas entre “liberales” y fascistas comenzaron enseguida. Por lo pronto, los partidos políticos que apoyaron a los militares descubrieron que no les iba resultar tan sencillo ser los herederos de Yrigoyen. El diario Crítica, cuyas editoriales tanto hicieron para crear el clima golpista, será sancionado por los militares, y su director, Natalio Botana, irá a dar con sus huesos a la cárcel, experiencia en la que deberá soportar los interrogatorios del hijo de Leopoldo Lugones.
Los militares en el poder se encargarán de que en el plazo de dos meses la mayoría de la población empezara a interrogarse sobre su decisión de apoyarlos. Si a los radicales se los acusaba de autoritarios porque habían intervenido dos provincias, los militares las intervendrían a todas. Si los estudiantes se quejaban del supuesto autoritarismo del presidente que les había concedido la autonomía y el cogobierno, pronto sufrirán en carne propia el verdadero rigor del autoritarismo. Algo parecido ocurrirá con el movimiento obrero, cuya neutralidad ante el golpe no impidió que los militares ilegalizaran los sindicatos y encarcelaran a sus dirigentes. Si las clases medias se quejaban por los sueldos congelados o atrasados, descubrirán que mucho peor era quedar cesantes sin posibilidad de protestar. Los que se indignaban por el empleo radical o la coima radical pronto descubrirán el rostro de la verdadera corrupción.