EDITORIAL

Tenso debate en el foro de las Naciones Unidas

 

Para los observadores internacionales fue el debate más interesante de Naciones Unidas en los últimos años. Se trata de la polémica pública sostenida entre el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, y su colega de Irán, Mahmoud Ahmadinejad. El interés de la discusión no proviene sólo de la investidura de los personajes, sino de los temas que se trataron y de la manera de abordarlos.

Lo primero que llamó la atención fue el desenfado de Ahmadinejad para plantear -sin detenerse en consideraciones diplomáticas de ninguna índole- que los responsables del atentado terrorista contra las Torres Gemelas no fueron musulmanes fundamentalistas ni militantes de Al Qaeda, sino el propio gobierno de los Estados Unidos en acuerdo -cuándo no- con el sionismo internacional. Según el líder conservador iraní, todo se trató de una conspiración internacional urdida por los grandes poderes ocultos del mundo, entre los cuales el judío es el más importante y, seguramente, el más perverso.

Como se podrá apreciar, para Ahmadinejad, desde “Los protocolos de los sabios de Sión” -ese panfleto divulgado hace casi un siglo por la policía zarista- a la fecha, no se ha avanzado demasiado en materia de conspiraciones mundiales. Lo preocupante, en todo caso, es que estas visiones paranoicas de la política sean usadas en los foros internacionales por jefes de Estado que, además, prometen para un futuro inmediato disponer de armas nucleares para librar la guerra contra los enemigos de Alá.

Mientras el jefe iraní se despachaba con estos exabruptos, el presidente Obama intentó suavizar la polémica relativizando los dichos de su contrincante y haciendo llamados a la paz y la concordia entre las naciones. Está claro que nunca está de más hablar a favor de la paz o evitar liarse en una discusión borrascosa con un mandatario que da continuas muestras de temeridad, pero a nadie escapa que el titular de la mayor potencia del mundo debe asumir roles más enérgicos cuando su autoridad o el ascendiente moral de la nación que representa se pone en juego.

Más allá de las consideraciones pacifistas y las invocaciones morales a favor del diálogo y la paz, es obvio que la diplomacia internacional está condicionada por las relaciones de poder. La historia recuerda los esfuerzos de Daladier y Chamberlain, en su momento, para impedir una nueva guerra mundial. El trauma de haber precipitado la Primera predisponía a estos diplomáticos a aceptar lo inaceptable por parte de Hitler con la esperanza de impedir otra guerra.

La pregunta que hoy se hacen los historiadores es sobre lo que habría ocurrido si, en lugar de sostener una posición defensiva -que en más de un caso resultó claudicante-, hubieran decidido mantener una posición más enérgica contra Hitler cuando aún había tiempo de ponerle límites. La misma pregunta -con las diferencias históricas del caso- debería hacerse hoy el señor Obama.