al margen de la crónica

Cuando el tiempo era otro

Parece que algunas cosas siempre fueron así. Creemos que siempre hubo comidas congeladas, verduras lavadas en prácticas bolsitas, milanesas listas para freír, prepizzas, alimentos preparados para un toque de microondas o deliveries de todo tipo; que la camioneta del súper desde el principio de los tiempos dejó los pedidos en nuestra puerta y que ya Adán y Eva pagaban con tarjeta de crédito.

Una experiencia para los mayores de cuarenta es viajar hacia un pasado no tan lejano y recordar costumbres domésticas de años atrás. La leche, en botellas de vidrio con una tapita de cartón, llegaba al umbral de la puerta de la mano del lechero, que hacía el reparto en un carro tirado por un un caballo. Pasaba el kerosenero en su camión tanque y dejaba los litros necesarios para que en cada hogar pudiesen funcionar heladeras, estufas y cocinas. También el afilador de cuchillos hacía sonar un inconfundible silbato con el que ofrecía sus servicios. Si el mercado no quedaba cerca, las necesidades gastronómicas se resolvían con un eficiente servicio puerta a puerta. Se trataba de una suerte de delivery rupestre: pasaban en carros el verdulero, el pollero que vendía huevos frescos y gallinas a las que las encargadas cocinar elegían mientras aún cacareaban -¡sí! ¡No venían envasadas al vacío!-. Las infelices estaban vivas y, de pronto, un verdugo les revoleaba el cogote, eran desplumadas con agua hirviendo y de ahí pasaban a la olla de un delicioso puchero. El hielero entregaba barras de agua congelada que alimentaban heladeras o enfriaban bebidas en tachos con aserrín para que durasen más. Se compraban caracoles que por unos días vivían encarcelados en fuentones de lata repletos de harina de maíz para que se “purgaran’ y formaran parte de un plato gourmet. Quienes tenían a su cargo la cocina entraban a “su laboratorio” a la mañana muy temprano. La ebullición de todas las comidas era larga y lenta. Los fideos -caseros- se servían acompañados de salsas con carnes estofadas (no eran incompatibles). Primero se tomaba la sopa, infaltable y obligada; continuaban los tallarines y después el asado. El suculento continuado se cerraba con un budín de pan casero o el flan de veinticuatro huevos de Doña Petrona. Cuando la Coca-Cola era furor en el mundo, ¡en Santa Fe estaba prohibida la venta!, había que cruzar la frontera provincial para “pecar” con la bebida azucarada; por entonces nuestra realidad gaseosa pasaba por la granadina. No había supermercados; estaba el almacén de la cuadra que vendía todo al menudeo.

Las compras se transportaban en una bolsa tejida; no se vendía agua mineral, había soda envasada en sifones que el sodero también llevaba a domicilio. Todo duraba mucho y envejecía bien. En cada casa había una huerta, un gallinero o árboles frutales y a la tierra iban a parar las cáscaras de papa como abono.

Seguro que muchos con mejor memoria aportarían a este espacio incontables particularidades de una época no tan lejana, en la que posiblemente la mayor nostalgia pase por la sensación de que el tiempo corría más lento.