Hermosa mujer

Rubén Elbio Battión

Ciudad.

Señores directores: La Madre Tierra dejó sus manos alfareras en mitad de la obra. Te dejó una corteza de barro sin secar ni pulir. Así, tu piel siempre tuvo las ásperas grietas del rechazo visual. Creciste. Tus ojos saltaron el relieve de tus órbitas: una cruel expansión de la mirada. Tu cuerpo vibró sin esbeltez, mezcla de ombú y nube trasnochada: deformidad del viento caprichoso. No brotó tu nariz: quedó maltrecha entre lomadas de dos pómulos irritantes para el fragor de un vuelo. La boca se delineó entre los bordes de una zanja atardecida. Las rodillas paspaban un andar apretado que movían pesadamente dos pies separados y distantes. Tus manos eran calles largas y sinuosas: arrancaban del pecho de dos ánsares emplumados con hierbas cansadas... Y tus cabellos imitaban los pastos erguidos del ocaso.

Te conocí. No tuviste la oportunidad del amor, porque no pudieron los hijos templar tu vientre ni anidar tu regazo. Pero, arropada en la piel, está el alma raigal, porque detrás de la tormenta siempre brillan las estrellas.

Te conocí. Tenías la voz arrebatada de flores y de miel. Tus palmas destilaban la tersa suavidad de la luna surtidora de ternezas. Las he visto vendar heridas con la noble aptitud de la caricia.

Recuerdo la fiesta de tus palabras empinadas siempre hacia los azules propósitos de la sanidad vital, con el consejo alerta y fecundo, con huellas relevantes hacia niños y viejos, y con paliativos feraces para una amplia comprensión por las congojas ajenas. Todo lo teñías con natural angelicalidad.

Te conocí. Tenías el don candoroso de ser útil y honesta, con esos quilates de amistad que enaltecen los valores de la vida y ponen una sonrisa fértil en los umbrales de la pesadumbre.

¡Claro!, tenías un volcán de oro en tu corazón de mujer.