“Un mismo árbol verde”
“Un mismo árbol verde”
Esos desiertos del alma
Ignacio Andrés Amarillo
Dora y Silvia están separadas. No solamente por el espacio escénico y la iluminación: eso cambiará con el transcurso de la obra. En realidad, Dora y Silvia están separadas por una tragedia familiar con raíces en otra más antigua.
Silvia, la hija, está emocionada: en la mañana acometerá la hazaña de denunciar al Estado turco por el genocidio de los armenios, el pueblo de sus ancestros. Dora, la madre, no parece sentirse muy emocionada por ello; es una mujer que habla mucho, pero para callar otras cosas.
Las ausentes
Hay dos actrices en escena, pero hay dos mujeres más flotando en el aire. Una es Anush, la hija mayor, arrancada del hogar en los años de plomo. La otra, fundamental, es la Metzma (abuela), la madre de Dora, quien enterró tres hijos en el desierto sirio, tras la deportación en tiempos de la decadencia del imperio otomano. Esa mujer llena de fuerza, que exclamó “Turkero yegan” (“Volvieron los turcos”) ante el ingreso de la patota. La Metzma es la antigua Armenia, es la tradición, es todo lo que pueden compartir Dora y Silvia cuando el trauma parece ser el único acervo posible (algo que está en la definición del genocidio).
En esa madrugada que se eterniza en esa casa sin hombres, esas mujeres explorarán ese terreno vital que las ha separado, donde la oportunidad del cambio no afecta lo irreversible de lo transitado.
Identidad
El título tiene que ver con definiciones, pero también con la comprensión. “¿Ese árbol verde que ves es el mismo que veo yo?”, pregunta Silvia. ¿Cómo puede comprenderse la idea de “hambre” de quien sufrió la inanición y vio morir a su familia en la larga marcha por el desierto? ¿Podrá hacerlo el juez?
Claudia Piñeiro fue muy amiga de Luisa Hairabedian y, tras su muerte, se inspiró en su biografía y la de su familia para crear este instante crucial en la vida de estas madre e hija, un magistral mano a mano entre Marta Bianchi y Noemí Frenkel. La dirección de Manuel Iedvabni acompaña y abre el juego para que las intérpretes se pongan en la piel sin caricias de estos personajes.
¿Dónde está la identidad? ¿En las piedras de la perdida casa de Tomarza? ¿En el desierto, camino de Ter Zor, junto a los huesos de los hermanos/tíos-niños nunca conocidos? ¿En la dignidad de los sobrevivientes? Tal vez esté debajo de la piel, como esa arena que dos generaciones después se niega a irse con el viento.