Justo José de Urquiza (I)
El caudillo y el hombre de negocios
Justo José de Urquiza. Lo que lo diferenciaba de los caudillos tradicionales y del propio Rosas, es su mirada política, su estatura de estadista, su preocupación por legitimar el poder a través de instituciones republicanas.
Rogelio Alaniz
Para los revisionistas fue un traidor, para los liberales fue algo parecido pero por razones distintas. Los revisionistas lo acusan de haber renegado del ideario federal, los liberales le imputan haber traicionado la causa del liberalismo; los provincianos dijeron que se había vendido a los porteños, los porteños dijeron que nunca había dejado de ser un caudillo mazorquero; los rosistas lo acusan de haberse vendido a los brasileños, los mitristas le reprochan no haber acordado con ellos; los católicos lo acusan de masón, los masones de haber sido demasiado amigo de los curas. Lo más curioso del caso es que todas las imputaciones tienen algo de verdad, pero la verdad de Urquiza es más grande que la de sus críticos.
Hasta hace poco los historiadores discutían si Urquiza había sido la continuidad o la ruptura con el rosismo. O si Caseros fue la victoria de la causa liberal o la conquista de Buenos Aires por parte de las provincias. Peñaloza y Varela -por ejemplo- se sublevaron contra el orden mitrista invocando la causa de Caseros, pero los dos caudillos fueron reprimidos precisamente en nombre de Caseros.
Sin duda que Urquiza fue un hombre controvertido, un personaje que despertó bulliciosas adhesiones y odios persistentes. Lo primero que hay que saber de él para entenderlo es que fue un hombre del poder, un hombre que ejerció el poder durante décadas y siempre supo -con ese crudo y descarnado realismo de los poderosos- que los conceptos de amigo y enemigo eran una pasión de las circunstancias en la que no era aceptable ni prudente creer demasiado.
Sus adversarios dicen que más que el poder lo que le gustaba era el dinero y que todo lo que hizo, desde Caseros a Pavón, fue por dinero. Justamente, después de Pavón, Alberdi su ex ministro en Europa, será lapidario: “¿Para qué dio Urquiza tres batallas? Caseros, para ganar la presidencia, Cepeda para ganar una fortuna y Pavón para asegurarla”.
Según estas miradas a Urquiza se lo compraba y se lo vendía fácilmente. Se me ocurre que la imputación es algo injusta, no porque a Urquiza no le gustasen los patacones, sino porque lo que lo distinguió históricamente fue haber sido algo más que un estanciero. El jefe militar que derrotó a Juan Manuel de Rosas, el presidente de la Confederación, el político que impulsó la organización nacional, el fundador del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, el promotor de las primeras colonizaciones agrícolas, no merece ser reducido a la imagen sórdida de un voraz empresario motivado exclusivamente por la pasión compulsiva de ganar dinero.
Urquiza no fue ni el primero ni el último caudillo que relacionó a la política con los buenos negocios. Por razones evidentes a Urquiza no le quedaba otra alternativa que hacer eso. No otra cosa podía hacer quien sabía que el presupuesto de su saladero en Arroyo de la China era superior al presupuesto de la provincia. Sus adversarios más estrictos calcularon que en algún momento llegó a tener alrededor de un millón de hectáreas de campo ¿Se puede hacer política en esas condiciones al margen de los negocios? Urquiza no podía hacer otra cosa que la que hizo, pero el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay o la promoción de la colonización europea o las becas a los estudiantes para capacitarse en el extranjero, o la creación de escuelas a lo largo y a lo ancho de la provincia, fueron iniciativas de un estadista, no de un estanciero. En ese aspecto, Urquiza se diferencia -por ejemplo- de Anchorena porque el primo de Rosas nunca se interesó por otra cosa que no fuera la fertilidad de sus toros, las extensiones de sus tierras y el tamaño de su cuenta bancaria.
Pero el punto decisivo que diferencia a Urquiza de los caudillos tradicionales y del propio Rosas, es su mirada política, su estatura de estadista, su preocupación por legitimar el poder a través de instituciones republicanas, su capacidad para entender las relaciones de fuerza y las exigencias prácticas de los tiempos.
Fue el vencedor de Rosas, ¿sería capaz de ser su heredero?, se preguntaban los unitarios en el exilio. Y la respuesta fue concluyente: Urquiza era el poder de los caudillos, pero con instituciones y poder nacional. “Desde hoy no hay más salvajes unitarios ni mazorqueros federales”, dijo delante del flamante texto de la Constitución Nacional.
Se sabe que en los momentos límite se pone a prueba la estatura moral de los grandes hombres. Urquiza afrontó esa prueba la noche del 11 de abril de 1870, cuando los jinetes, que seguramente respondían a las órdenes de López Jordán ingresaron al patio de su residencia. Los jefes del atentado dirán luego que no tenían la intención de matarlo. Difícil es creerles, sobre todo porque a la misma hora en que liquidaron a Urquiza, en Concordia mataron a dos de sus hijos: Waldino y Justo Carmelo. Y tres días después López Jordán se hizo cargo del gobierno.
Lo cierto es que nunca se sabrá con precisión si hubo orden de matarlo o tomarlo prisionero. Lo que se supo es que prefirió resistir a entregarse como un maula. Murió como un valiente y, como en una pesadilla, pudo mirar el rostro de los asesinos con sus ojos que a veces eran castaños, a veces adquirían tonos amarillos y a veces parecían verdes.
Los que lo mataron no eran sicarios pero se parecían. Algunos de ellos habían sido sus hombres, habían cabalgado a su lado siguiéndolo con esa devoción incondicional de los hombres de campo. No eran sicarios, pero eran hombres violentos, brutales, capaces de matar a la misma persona que ayer habían adorado. Y no sólo de matar, sino también de robar como lo hicieron esa noche del 11 de abril, después de haber liquidado a Urquiza.
El gesto de Simón Luengo -con las manos manchadas de sangre- de ordenar a los aterrorizados empleados que le sirvieran la cena en el comedor, en donde antes ni siquiera podía asomarse a la puerta, lo pinta de cuerpo entero. La actitud de los integrantes de la partida, de dedicarse a robar todo lo que estaba a mano, da cuenta de la calidad moral de los asesinos y expresa la verdad sórdida de esos gauchos que podían ser muy degolladores y muy rateros, muy valientes y muy traidores, sin que la más mínima culpa alterara esa suma de virtudes y vicios.
Con esa fría lucidez que lo dominaba en los momentos de peligro, Urquiza debe de haber sabido que su resistencia no tenía ninguna chance de ser efectiva, pero lo mismo peleó hasta que lo derribaron de un disparo y luego lo apuñalaron delante de sus hijas y su mujer. Murió con las botas puestas, sin pedir perdón ni inspirar lástima. Podría haber intentado otra cosa cuando vio ingresar a los hombres armados, subir al mirador, por ejemplo, y atrincherarse allí, pero Urquiza no era hombre de dejar a su familia expuesta y prefirió protegerla sabiendo que en ese acto le iba la vida.
Se cuenta que una de sus hijas intentó protegerlo con su propio cuerpo, pero fue en vano. Nico Coronel lo cosió a puñaladas. Coronel casualmente había sido uno de sus hombres de confianza. Urquiza lo había protegido en momentos difíciles. Los que lo mataron se justificaron luego diciendo que mataban a un traidor. Cada uno de ellos sabía en su intimidad que Urquiza no era un traidor y cada uno de ellos sabía que en lo personal no estaban en condiciones de lamerle las botas al hombre que habían matado.
La leyenda dice que antes de morir le dijo a una de ellas: “No llore mi hija, que no hay razón”, mientras miraba, o creía mirar, con los ojos nublados por la presencia de la muerte, la bandera colgada en la pared del cuarto, bandera que lo había acompañado, a él y a sus asesinos, en tantas campañas. Asimismo, se dice que el hombre que le asestó la última puñalada, dijo un segundo antes: “Perdone mi general”. Además, se cuenta que uno de los soldados, el capitán Álvarez, les dijo a las hijas y a la mujer que lo miraban horrorizadas: “Juro con este mismo puñal matar a quien se atreva a faltarles el respeto”. Son leyendas, difíciles de certificar o probar, aunque a veces a los escenarios y a los hombres que participaron en esos escenarios, también se los conoce por las leyendas que los recuerdan. (Continuará)