Los fantasmas del día después

Silvia Villaggi de Vittori

En la mitad de la mañana de ayer, los matutinos parecían haber salido de un museo. En uno de esos diarios, con una predicción aciaga, el ex ministro Alberto Fernández respondía a una acusación del diputado Kunkel que lo vinculaba con el Grupo Clarín, diciendo que “dentro del kirchnerismo hay palomas, halcones e imbéciles”. Para entonces, Kirchner había muerto.

La muerte siempre sorprende. Aun siendo una conclusión natural, los muertos enfrentan a los vivos a su única y definitiva certeza, ésa que la mayoría piensa que sólo les pasa a los otros. Todos los hombres mueren y casi ninguno lo hace en el momento adecuado; la muerte los iguala, concluye diferencias, borra géneros, clases y profesiones. Pero hay veces en que la muerte de alguien tiene efectos sustanciales en la vida de muchos.

El peronismo de la última década supo cómo cosechar la adhesión de una gran parte del pueblo, pero también consiguió que otra porción importante del país fantaseara más o menos en serio, con la muerte de Kirchner. El santacruceño, que desconocía los grises, hizo un enorme trabajo para granjear al mismo tiempo y por cantidades semejantes, odios y afectos; muy pocos permanecieron indiferentes a los destellos de su personalidad. Menos fueron los que se relacionaron con su conducta íntima, la que traspasa apariencias, que está despojada de máscaras, que muestra broncas, alegrías y tormentos sinceros. Casi todo lo que se sabía del Kirchner profundo eran especulaciones y trascendidos. En el fragor de los discursos, se lo adivinaba calculador de cada gesto y registrador de cada palabra. Su genética lo empujaba a correr hacia una meta que sospechaba cercana y para la cual trabajaba desde su testarudez, aunque no lo registrara el plano de su conciencia. El proyecto de retirarse a un taller literario apenas terminado su mandato, quedó sólo en una declaración a los medios.

Desde ayer, el desconcierto perturba por igual a los que simpatizaban con el ex presidente y a aquellos que lo querían definitivamente lejos de la política argentina. Muchos de los que fantaseaban con su muerte descubrieron que, con frecuencia, la concreción de un deseo provoca displacer y angustia en lugar de gozo. Un opositor declaraba, pocas horas después del suceso, que soñaba con un Kirchner preso, pero que le asustaba un Kirchner muerto.

Sabiendo que el marido de la presidenta compró enemigos y resentidos en todos los mercados, es de imaginar que apenas conocida la noticia de su fallecimiento, muchos de ellos saturaron sus teléfonos. La primera comunicación probablemente fue protocolar hacia la esposa del difunto, pero luego pueden haber seguido las que empezaban a buscar otra espada u otra trinchera. Aún sobre el cuerpo tibio del muerto, cada cacique debe haber redoblado su tambor para invitar a sus indios a barajar estrategias. Si hasta anteayer, al ciudadano común le asustaban la crispación oficial y la dispersión opositora; quizás a partir de ayer, haya sumado la preocupación por el tenor de la probable puja de los candidatos a la sucesión de todo este poder construido.

En los gobiernos monárquicos, la muerte de un rey se saludaba: “¡Muerto el rey! ¡Viva el rey!”, y tal consigna le aseguraba a los súbditos la continuidad de sus existencias.

No vivimos en monarquía; los argentinos transitamos una democracia que siempre parece embrionaria, y también sabemos lo que pasa “el día después” de liderazgos excesivamente personalistas que desaparecieron de repente.

Kirchner sabía mantener en su lugar la tapa de una olla a presión con demasiado empuje. En su pelea por el poder formó, con intención o por contraposición, ejércitos peligrosamente poderosos, muchos de ellos con intereses oscuros de los que, como en un iceberg, sólo se visualiza la punta. De aquí en adelante, la contienda se dará en escenarios lejanos al ciudadano corriente y su final es tan incierto como preocupante. Es evidente que el relato impuesto durante mucho tiempo perdió a su narrador más prolífico. Habrá que esperar que nuevos arquitectos construyan con sensatez y juicio, los mecanismos adecuados para conducir los destinos de cuarenta millones de almas, que todavía no pueden tomar distancia de tanta consternación.

Desde ayer, el desconcierto perturba por igual a los que simpatizaban con el ex presidente y a aquellos que lo querían definitivamente lejos de la política argentina.

El santacruceño, que desconocía los grises, hizo un enorme trabajo para granjear, al mismo tiempo y por cantidades semejantes, odios y afectos.