Cuestión de tiempos

Cuestión de tiempos

Obra de Fernando Espino.

Por Enrique Butti (*)


“Sabor a “Colmena’y otros relatos”, de Rogelio Alaniz. Ediciones UNL, Santa Fe, 2010.

 

Sabor a “Colmena” y otros relatos es un consistente libro de cuentos: treinta y cinco relatos de una extensión bastante uniforme, de unas diez a quince páginas cada uno, la extensión justa que proponía Poe para que el lector no se vea obligado a interrumpir el tenso y concentrado clima de cada relato. Está dividido en dos partes: en la primera, la más extensa, hay cuentos de temas muy variados. Están los del ambiente estudiantil y político de los años preferoces y feroces, que comparten mucho de lo tratado en la novela que Rogelio Alaniz publicó ocho años atrás, Aquellos fueron los días, sólo que aquí está siempre la perspectiva del presente, y aquel pasado irrumpe a partir de algún encuentro casual o de una noticia que dispara el recuerdo. Esa perspectiva cambia totalmente la visión, el presente y el pasado se chocan, se iluminan en general con una pesada carga dramática.

Después hay cuentos con personajes y situaciones del mundo de la noche y la bohemia. Y otros que rozan o eligen lo fantástico, sin abandonar nunca los colores y el terreno de lo acostumbrado; en uno de los relatos el narrador especifica que la experiencia le enseñó que en un cuento lo extraordinario o lo fantástico, “lo que se aparta de toda lógica convencional, hay que presentarlo como algo cotidiano, sin necesidad de dar demasiadas explicaciones”.

La segunda parte del libro lleva por título: “Polvo serán, mas polvo enamorado”, que es el verso final del soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”. La integran cuentos de amor, de un amor plácido y pleno, pero con las zozobras de todo amor, incluido el plácido y pleno. Y aquí también es el tiempo el tema esencial, aunque sea de lapsos mucho más acotados y recónditos: los lapsos de la espera, del encuentro, de la separación.

Son cuentos casi siempre en primera persona, pero incluso cuando son en tercera la intensidad de lo narrado tiene el tono y la intimidad de una primera persona, es decir que la voz del narrador innominado se instala en verdad como el principal protagonista.

Santa Fe, y su paisaje y calor y color y humor laten en estos cuentos, de una manera casi sensual. También sus personajes; de hecho, está la posibilidad de hacer una lectura en clave y, a quien le interesara la cosa, rastrear reales inspiradores.

En uno de los cuentos, un periodista, con el cuerpo dolorido y una cicatriz cruzándole el rostro por haber querido investigar un reclutamiento de matones propiciado por el Estado, busca dedicarse “a algo más creativo y saludable”. Decide continuar con una novela que ha comenzado a escribir, y para hacerlo quiere estudiar in situ un garito. Va, juega, gana, toma apuntes para su novela, en la que se cuenta de un periodista a quien están siguiendo y que esa noche ha ganado mucha plata en el juego. Sale a comprar cigarrillos y lo atacan, lo cargan en un auto hasta un descampado donde lo golpean, le roban la plata y rompen su libreta de apuntes. Y entonces, como suele suceder en los cuentos de este libro, la anécdota deriva en una o más reflexiones. Por una parte, la destrucción de esos apuntes que los matones quizás creen importantes (“y lo que están haciendo es destruir mi novela que nunca van a leer; como todos los salvajes, hacen más daño del que creen”) y la golpiza le recuerdan al protagonista los sufrimientos del joven intelectual de “El Matadero”, de Echeverría, y cómo la historia tiende a repetirse (“y una libreta de apuntes sigue siendo peligrosa, el inefable Ford Falcon continúa representando el mal y una gavilla de matones a sueldo pueden muy bien ser los herederos de la Mazorca o las Tres A”). Otra reflexión nace de la coincidencia de la novela en ciernes y lo que sucede a su autor (“la realidad imita al arte”), de cómo los hechos se encargan de demostrar “con su habitual brutalidad que los vínculos de la ficción con la realidad son tan íntimos que es imposible desconocerlos”. Una lección que viene de la antigüedad, pero que para nosotros fue una lección más de Borges: que inherente a la anécdota exista un sustrato mítico o filosófico o ético, lo que se quiera, y que en estos cuentos de Alaniz aparece con una ventura que no he conocido en otro escritor argentino de las últimas generaciones.

Y esto se relaciona también con otro sugerente rasgo del estilo de Alaniz, que es su capacidad de introducir en el momento apropiado lo que podríamos llamar sentencias, el rescate de abstracciones desde lo contingente. Más que un recorte, convendría concebir a estos cuentos como un acercamiento infinitesimal a unos personajes en una época en determinadas situaciones, pero ese encuadre tan limitado constituye un universo a su alrededor, sugiere que hay un universo que lo acompaña. Ahora, un componente esencial del cuento, desde luego, radica en su brevedad; ¿cómo se instala un universo en esa brevedad? Uno de los secretos estriba en la felicidad con que Alaniz maneja los tiempos: los estrictos y precisos que requieren las informaciones necesarias, los tiempos que deben obviarse con elipsis, y los tiempos de dilación y ralentizamiento, allegro vivace o pianissimo.

Con oculta maestría, estos cuentos atrapan al lector sin apelar a ningún despliegue de cola de pavo, con recursos que resultan también frutos de la inspiración, siguiendo esa inefable tradición que establece que, aunque los hayamos visto aplicados miles de veces, aunque los hayamos leído miles de veces, en el momento de usar un recurso debería aparecérsenos como un hallazgo, exactamente como si se lo acabara de descubrir. Y así los viejos recursos son nuevos y la gran literatura, inmemorial.

Quien escribe estas líneas mantiene dos certezas -de joven, claro, tenía muchas más- que guían y dirigen su juicio como lector de narrativa. Una de ellas es la que nombraba Faulkner en su madurez como la razón última de su oficio de escritor. Extrañamente para un escritor tan virtuoso como Faulkner, esa cualidad no tenía que ver con la práctica de la escritura, ni con el estilo ni con los efectos. Decía que la razón, el impulso y también la meta de su carrera eran la compasión. (Después, en sus ensayos, Milan Kundera individualizaría en la capacidad que la novela tiene de hacernos entrar en la vida y los pensamientos y avatares de todo tipo de personajes los mejores impulsos hacia la tolerancia social que la civilización occidental fue paulatinamente preconizando. Borges le llamaba amor; en sus ensayos sobre el Quijote, repite que Cervantes comenzó la novela proponiendo burlarse de su personaje, pero sólo cuando empezó a quererlo su novela ingresó en la categoría de obra maestra).

La compasión, entonces. La otra certeza es formal y banal -pero increíblemente olvidada-, que es la consideración hacia el lector y el consecuente inevitable afán del picaflor por la seducción, y tiene que ver con la fluidez de lectura que propone el texto, con la necesidad de que el texto sepa alcanzarnos y llevarnos adonde quiera. En estos cuentos de Alaniz encontré esas dos virtudes esenciales. Es el mejor elogio que puedo hacerles.

(*) Extractos de la reciente presentación de “Sabor a “Colmena’ y otros relatos”.

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Rogelio Alaniz. Foto: Archivo El Litoral