La profundidad de las cosas simples

Hebe Uhart. Foto: DPA
Por María Luisa Miretti
“Relatos reunidos”, de Hebe Uhart. Alfaguara. Buenos Aires, 2010.
Hebe Uhart es una de esas escritoras esperadas, porque sus textos garantizan buenas lecturas. Esta edición compila su narrativa, que ratifica ese mundo maravilloso de sensaciones, aunque quedan afuera varios entrañables, como “Cómo vuelvo” y “Turistas”, entre otros.
Desde noviembre de 1997, Hebe fue visita frecuente y bienvenida en Santa Fe: jornadas, congresos, encuentros literarios y discusiones filosóficas la tuvieron como protagonista, permitiendo entrevistas generosas y positivos acercamientos a su modo de ver y pensar la literatura.
En esta ocasión, Relatos reunidos ofrece la posibilidad de encontrarla “casi” toda junta, viajar de su mano al interior (Chaco, Paso del Rey) y alternar con la ingenuidad cansina de gente común, adaptada a otras rutinas. Mirar Buenos Aires como el centro donde suceden cosas, donde se avistan revelaciones intraducibles, donde se vive de otra manera. Encontrar a tantos inmigrantes y paisanos, que apenas manejan expresiones básicas para comunicarse, entremezclados con elipsis y rodeos o secuencias enteras apostrofadas, para definir el tono y el registro del hombre común. La tía loca, la madre enferma, los días interminables, la rutina, los pollos, los patios, las plantas, los gatos, los vecinos y la mirada lejana, quizás en busca de horizontes indefinidos, plantean la inquieta mansedumbre de gente simple que pasa por la vida sin grandes aspiraciones.
Son escenas realistas, que reflejan un pasado inmediato en el que cualquiera puede reconocerse, pero, más allá de las historias, la calidad autoral reside -a no dudarlo- en el lenguaje, por expresiones naturales que a su vez revelan mundos impensados, de profundidades ignotas. Sin doble mensaje o metáforas extrañas, hay referencias, alusiones y pasajes que muestran descarnadamente una forma de vida elemental, sin contaminarse “aún” con el barniz de la civilización en historias corrientes, con antepasados inmigrantes que, en su media lengua, intentan descifrar o desentrañar lo que les ha tocado en suerte.
Hebe Uhart tiene el extraño prodigio de ofrecer estampas viscerales desde una escritura simple, en relatos cercanos, familiares y también fantásticos, transportándonos a mundos increíbles, como en Memorias de un pigmeo (un pigmeo va a estudiar a la ciudad), no sólo por el quiebre de contrastes, sino por visualizar de mejor modo la confrontación entre dos formas de vida: “Joseph me encendió la luz del baño y yo cerré la puerta -la luz no es eterna, se enciende y se apaga-. La encendí y la apagué muchas veces, hice andar el rollo de papel higiénico: ya lo conocía, pero no había experimentado con él. Se desliza suavemente, con ruido a plumas; me limpié varias veces para sentir rumor de plumas en el culo y guardé un poco para llevarme”.
De igual modo, en Guiando la hiedra -metáfora de la vida-, con escenas que facilitan la comprensión de los vaivenes, las opciones vitales y el sabor de la soledad a través de las plantas, sin olvidar mencionar La luz de un nuevo día y la experiencia familiar que gira en torno al cuidado de los viejos y de los enfermos, o las incongruencias en Angelina y Pipotto -una pareja emblemática en medio de la roña y la barbarie-, o el desafío casi inconsciente de Leonor ante el mandato familiar.
Esa aparente mirada ingenua de Uhart es ese don particular que la destaca por calar en lo esencial de la vida, en sus esquemas básicos, sin alardeos ni superficialidades. Sus escenarios se multiplican en territorios comunes, y se presentifican a través de evocaciones en aparentes secuencias lineales, en las que cada cual sabrá encontrar y apreciar la profundidad de las cosas simples.