Reflexión ante la enfermedad

Pbro. Hilmar M. Zanello (*)

14 de noviembre: Día del Enfermo. La ocasión es propicia para reflexionar sobre este fenómeno inherente a la condición humana.

En la enfermedad se detiene la vida activa y renace otra vida interior, no suele ser pasividad sino recreación total.

Será un descanso ontológico, retirado del torbellino de la vida activa, cuando aparece una entrega existencial quizás un estado de fecundidad para nuevas siembras.

Se permanece quieto, con toques de debilidad de la existencia aceptada. ¿Puede llegar una curación a fondo de la existencia como una paradoja de la vida?

Se ha detenido la vida reduciendo la llama y se pueden ir escuchando “otras voces”, sin tapujos en los oídos.

¿Será la visita de una desgracia?

¿Habrá entrado como una frustración humana?

¿Sensación de fracaso existencial?

¿Una laguna perjudicial?

¿Un lamento, una queja, una rebeldía y protesta?

Frente a esa experiencia ingrata, un recordado poeta convertido al cristianismo dijo hace tiempo: “En el hombre se dan fuerzas ocultas y para que aparezcan lo visita el sufrimiento” (León Blois).

Puede aparecer entonces lo más claro de nuestra existencia. Nos solemos preguntar entonces “¿Quién soy yo, qué es la vida?”

Emerge toda la fuerza de “un misterio”, esa fuerza escondida de la cual asoma lo radical que hay en nosotros, lo más oculto de nuestra intimidad.

Voy descubriendo lo inmutable, lo que está sujeto a las vicisitudes extremas, a la influencia del entorno o del ambiente.

Voy tomando conciencia de mi profundidad como ser humano.

Veo que ya no soy omnipotente, sino frágil, transitorio, y no eterno. Vulnerable y no imperturbable.

Descubre lo que constituye la “centralidad” de nuestra vida. Ya no nos definimos en relación con los demás; nos sentimos “nosotros mismos”.

Accedemos a lo más profundo de nosotros, todo lo ajeno, perece. Lo contingente abre paso a lo absoluto y aparece la verdadera necesidad de Dios.

Desaparecen todas las presencias y en esa ausencia se abre uno a otra presencia. “Dios amigo de la vida”.

Se descubre que lo más radical del hombre es lo que constituye lo absoluto, lo definitivo, lo eterno.

Esa fuerza de la interioridad será la fuente de un impulso nuevo y vital que llama a una nueva confianza y esperanza.

Se descubre la otra cara de la vida, una vida vivida en profundidad como un renacimiento creador y libre.

Cuando viene ese desconcierto de la personalidad y un quebranto de las funciones corporales, pueden ir apareciendo capas fundamentales y básicas del ser humano que estaban ocultas, como aquello de San Pablo: “Cuando el cuerpo se va desmoronando, el hombre interior se va fortificando” (2 Cor 4,16).

Los cristianos descubrimos la fecundidad de la Cruz de Cristo, según aquella admirable parábola del Evangelio, cuando Cristo contaba la misteriosa fuerza que contenía aquel grano de trigo que muriendo en el seno de la tierra, renacía a una espiga bien dorada y nueva.

También merece recordar aquellos versos inspirados de Francisco Luis Bernárdez:

“Porque después de todo

he comprendido

que no se goza bien de lo gozado

sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido

que lo que el árbol tiene de florido

vive de lo que tiene sepultado”.

Comprendemos en esta pedagogía del dolor y sufrimiento, que frecuentemente, según cierta fuerza terapéutica, resulta al final el horizonte nuevo de una “crisis salvadora”.

(*) Asesor de la Pastoral de La Salud