Monte Chingolo (I)

Clandestinidad y traición

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La crónica del ataque al cuartel militar “Domingo Viejobueno” en Monte Chingolo, tal como fue publicada por El Litoral en su portada del día 24 de diciembre de 1975.

Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

El 23 de diciembre de 1975, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), atacó el cuartel militar “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo, un regimiento ubicado en la zona sur del Gran Buenos Aires. El operativo fue calificado como la mayor batalla de la guerrilla argentina, un dato que debería completarse diciendo que fue también su derrota definitiva.

Según estimaciones confiables, murieron en este “combate” alrededor de cincuenta guerrilleros. Más de la mitad de ellos fueron ejecutados, la mayoría torturados y algunos despedazados, como el caso del joven combatiente que fue atado vivo a un tanque de guerra y aplastado contra una pared.

Las Fuerzas Armadas perdieron cinco hombres, tres de ellos conscriptos. La desproporción de las cifras de muertos de los bandos en lucha da cuenta del desastre militar que sufrió la guerrilla, un desastre que se prefiguraba en términos políticos y militares para cualquier observador objetivo, menos para los jefes del PRT, quienes suponían que se trataba de una ofensiva militar superior a la que hiciera Fidel Castro en 1953 contra el cuartel Moncada, según palabras del propio Santucho.

No terminaron allí las evaluaciones exitistas. Confirmada la derrota, la máxima conducción del PRT admitió que efectivamente hubo una derrota militar, pero un gran triunfo moral y político. Quienes hacían esas evaluaciones se suponía que eran hombres inteligentes, capaces de elaborar análisis reflexivos y realistas sobre lo ocurrido. No fue así. Impermeables a los rigores de la realidad, meses después seguían haciendo las mismas apreciaciones. Cuando el 24 de marzo de 1976, los militares derrocaron a Isabel Perón, el diario “El Combatiente”, órgano teórico del PRT, encabezaba el título de tapa con la siguiente consigna “Argentinos a las armas”.

Con la muerte de Santucho, en julio de ese año, los sobrevivientes arribaron a la obvia conclusión de que habían sido derrotados. No obstante, algunos de sus dirigentes siguieron considerando que lo sucedido en Monte Chingolo había sido la más alta expresión de la lucha de clases en la Argentina. Según ellos, la derrota militar debía enmarcarse en un contexto político revolucionario que auguraba el triunfo final. Monte Chingolo -decían- se equiparaba con derrotas como las de Cancha Rayada, Vilcapugio y Ayohuma, es decir, pequeños contratiempos en una epopeya liberadora.

Como se dice en estos casos: “todo es imaginario y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”. De todos modos, quienes frecuentaron a Santucho en esos meses recuerdan que el jefe guerrillero se interrogaba seriamente acerca de la viabilidad de una estrategia que a todas luces era equivocada. Seguramente no renegaba de la lucha armada, pero varios testimonios coinciden en señalar que en voz baja había empezado a confiar sus dudas a sus colaboradores.

Lamentablemente, en diciembre de 1975 predominaron las certezas, no las dudas. Se supuso que había un repliegue coyuntural de las luchas sociales, pero que pronto se asistiría a una nueva ofensiva de masas. La tarea de la vanguardia armada consistiría, por lo tanto, en definir el camino estratégico: la guerra revolucionaria contra el régimen y su expresión política más conciente: las Fuerzas Armadas.

Como se recordará, la Argentina de fines de 1975 se parecía más a un infierno que a un remanso de paz. Los operativos terroristas de las Tres A habían disminuido con la caída de López Rega, pero la violencia política continuaba vigente. El peronismo en el gobierno había perdido gobernabilidad, los esfuerzos por desplazar a la presidente habían sido bloqueados por el propio peronismo y la única salida que se avizoraba en el horizonte era la del retorno de los militares al poder.

El 17 de diciembre se decidió anticipar las elecciones, una iniciativa promovida por la UCR que, conciente de las dificultades de la propuesta, lanzó la siguiente consigna: “llegar a las elecciones aunque sea con muletas”. El 18 de diciembre, el brigadier Orlando Jesús Capellini se alzó en armas contra el gobierno de Isabel. La aviación, considerada el arma más fascista de las Fuerzas Armadas, estimaba que el proceso político estaba agotado, que la presidente debía renunciar y que el comandante en jefe debía hacerse cargo del poder. Más claro, agua. El motín fue sofocado y el brigadier Luis Fautario fue reemplazado por el brigadier Orlando Agosti. Las asperezas entre camaradas de armas se terminaron de limar luego del asalto a Monte Chingolo.

No se sabe con certeza en qué momento se propuso el operativo guerrillero. Para fines de noviembre, el PRT mantenía la guerrilla en Tucumán y planificaba abrir nuevos frentes de batalla. El optimismo de los dirigentes se correspondía con la capacidad de entrega de los militantes absolutamente convencidos de la justicia de su causa y decididos a entregar la vida por ella.

Desde el punto de vista estrictamente militar, el operativo se proponía apropiarse de alrededor de veinte toneladas de armas que serían trasladadas a Tucumán; la toma del cuartel dejaría muy mal parado el prestigio de las Fuerzas Armadas y las obligaría a postergar el golpe de Estado. Por último, se consideraba la posibilidad de abrir un frente de batalla en el Gran Buenos Aires, a pocos kilómetros de la Casa Rosada.

Se estimaba que en el operativo participarían alrededor de 300 combatientes. El jefe militar designado fue Eliseo Ledesma, “Pedro”, un combatiente probado por su experiencia militar y temple político. Un conscripto simpatizante del ERP se encargó de pasarle todos los datos sobre los movimientos internos del cuartel. Un arquitecto dibujó la maqueta del regimiento que permitió a los guerrilleros planificar en detalle los movimientos tácticos del operativo. La logística aseguraría el aprovisionamiento de armas y casas.

El más elemental manual de guerrilla sostiene que la clave del triunfo es la capacidad de iniciativa, la sorpresa, la moral de combate y el apoyo de la población. Y se suponía que estos requisitos se cumplirían sin mayores dificultades. Los combatientes convocados eran de diferentes edades y diversas experiencias militantes. Sin embargo, un porcentaje importante eran menores de veinte años. Las mujeres también fueron convocadas; algunas de ellas estaban embarazadas. La edad de los guerrilleros y el estado de preñez de algunas mujeres les serían luego reprochados a los dirigentes del PRT, reproches que por supuesto fueron descalificados por considerarlos “pequeño-burgueses”.

Todo estuvo previsto y calculado hasta el detalle. Los comandantes tenían oficio. Un punto quedó sin resolver: la traición. Lo paradójico, lo patético o lo terrible, es que había indicios visibles de que esto podía ocurrir. Y efectivamente ocurrió. Los militares supieron con anticipación el lugar, el día y la hora en que se produciría el asalto al cuartel. El factor sorpresa, clave para el triunfo guerrillero no existió y, por lo tanto, tampoco se pudo cumplir el objetivo de golpear al enemigo en su flanco más débil. Por el contrario, avisados los militares de lo que se avecinaba, prepararon minuciosamente sus recursos que, como era de prever, eran muy superiores a los de la guerrilla.

El informante, el traidor, se llamaba Jesús Rames Ranier, alias “el Oso”. Tenía veintiocho años y provenía del peronismo. Nunca había sido afiliado del PRT, pero estaba a cargo de la logística del ERP. Dicen que era eficiente y discreto. Después que se conoció su verdadera identidad y no faltaron los que dijeron que siempre habían desconfiado de él. Como se dice ene estos casos, con el diario del lunes todos somos sabios.

Todos desconfiaron del Oso, pero lo cierto es que fue el jefe logístico del operativo y el principal responsable del desastre militar. Años después, en una mesa redonda donde se evaluó lo sucedido, uno de los sobrevivientes admitió que el Oso cumplió las funciones objetivas del chivo expiatorio. En efecto, el balance político arribó a la conclusión de que todo había salido mal por culpa del traidor, no por culpa de una línea política autista y delirante.

No concluyeron allí las evaluaciones post mortem. Fue necesaria la traición para saber que el traidor era amigo de algunos dirigentes sindicales de la derecha peronista, que sostenía un tren de vida rumboso muy por encima de sus modestos ingresos y de la moral de un combatiente. Lo más llamativo es que en una organización clandestina, donde predominaban los rasgos paranoicos, no se hubiera detectado lo que luego resultó evidente para todos. Dicho con otras palabras: los servicios de inteligencia del PRT vigilaban desde Santucho hasta el más modesto militante de base. Los controles internos eran estrictos y severos, pero el único que se mantuvo libre de esas molestias fue el Oso; es decir, el traidor. (Continuará)

El operativo fue calificado como la mayor batalla de la guerrilla argentina, un dato que debería completarse diciendo que fue también su derrota definitiva.

Los militares supieron con anticipación el lugar, el día y la hora en que se produciría el asalto al cuartel. El factor sorpresa, clave para el triunfo guerrillero, no existió.