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La familia de Pablo Gigliotti vivía en Monte Vera, cuando se fotografió en 1928.

Historias de barrio y de ramitos de flores

Pablo Gigliotti se comunicó con De Raíces y Abuelos porque su padre -cuando llegó a nuestro país- tenía entre su repertorio la canción popular italiana Quel mazzolin di fiori, y reconoció su tesón por el trabajo.

TEXTOS. MARIANA RIVERA.

Mucha repercusión tuvo una nota que publicamos en noviembre pasado que refería a la tradicional canción popular italiana Quel mazzolin di fiori. Susana Colombo, integrante del Comitato degli Italiani all’Estero de Rosario, y la Prof. Norma Toniutti, docente del Centro de Idiomas de la Universidad Nacional del Litoral, disertaron sobre los orígenes de esta canción, que muchos inmigrantes o sus descendientes todavía conservan en su memoria porque solía cantarse en la sobremesa o en las reuniones familiares, desde finales del siglo XIX.

Uno de los tantos mails y llamados telefónicos que recibimos provenía de Pablo Gigliotti, un santafesino hijo de inmigrantes italianos que relató sus vivencias y recuerdos personales en el libro “Nostalgias de un hombre común”, publicado hace un par de años por la UNL.

“Mi padre había traido de Italia un acordeón verdulero, como le llamaban, chiquito, de dos hileras. Tocaba medianamente pero no era músico, sino que lo hacía por placer. Cantaba serenatas a los paisanos del barrio Roma (donde se radicó con mi mamá, mi hermano y yo) que vivían a cuatro o cinco cuadras. Tenía sus canzonetas, algunas picarescas, que cantaba a sus paisanos y los hacía reir. Aquella canción estaba dentro de su repertorio”, recordó.

Gran parte de esta historia está relatada en aquel libro escrito por Gigliotti, que gentilmente resumió para compartir con nuestros lectores de esta sección de la revista Nosotros. “Mi papá y mi mamá se casaron en Italia y allá tuvieron un chiquilín, Francisco, mi hermano. Por la falta de trabajo, mi papá decidió venir solo a la Argentina. Era un gringo laburador, con mucha energía, y a los 6 meses de radicado en el país los hizo venir. Se radicaron en Monte Vera, en la casaquinta de un escribano (Lucas Diez Rodríguez) y era su cuidador”, mencionó.

Y continuó: “Mi papá primero llevó a mi mamá a conocer ese lugar y a ella le gustó. Era gente de campo, acostumbrada a las tareas rurales. Al poco tiempo se ubicaron allí y mi papá empezó a hacer la limpieza del lugar y quinta. Llegó un momento en que tuvieron verduras y frutas, y después hizo un gallinero y tenían una cabrita. Los patrones sólo iban los fines de semana y se llevaban huevos, queso de cabra, verduras, frutas. Allí nací yo”.

BARRIO DE PAISANOS

Pero posteriormente, el dueño del lugar notificó a su padre que no le podía seguir pagando por su trabajo. Y le dio dos posibilidades: buscar otro lugar donde ir o llevar su producción de verduras al mercado de abasto de Santa Fe, ubicado en avenida Freyre, para venderla y tener ese ingreso.

“Pero cuando le explicó que tenía que salir a las 4 de la tarde con el carrito de verduras porque el mercado abría a las 4 de la mañana y hacer cola (también iban a estar los quinteros de Santa Fe, Santo Tomé, Ángel Gallardo y toda la zona) para vender la producción, decidió que no podía dejar a mi mamá, Angelita, tanto tiempo sola. Por ese motivo decidieron venirse a Santa Fe”.

Barrio Roma los recibió en una casa ubicada en bulevar Zavalla e Hipólito Irigoyen, que todavía se conserva. Pero después hubo otra mudanza: “Un buen día, por problemas entre cuñadas (empezaron a tener algunas diferencias) mi papá dijo que le iba a pedir a Ángel, mi tío, su parte para comprar una casa en otro lado. Fue en Roque Sáenz Peña al 2300. Era una casilla y un paraíso; era todo lo que tenía. Me acuerdo de eso a pesar de que tenía unos 4 años.Al tiempo mi papá demolió la casilla e hizo una habitación grande. Ahí fui creciendo y conociendo el barrio y los paisanos que vivían ahí”.

CARTAS DE ITALIA

Aquellas raíces italianas de sus padres también definieron la educación de Pablo Gigliotti. “Cuando mi viejo se enteró que en Santa Fe había una escuela que enseñaba el italiano, la Dante Alighieri, que por entonces sólo funcionaba en 4 de Enero y Juan de Garay, decidió mandarme allá”, mencionó, a pesar de que tenía una escuela en el barrio donde vivían.

Ocurre que su padre “recibía las cartas de sus parientes de Italia (habían quedado su mamá y sus hermanas) y como leía muy poco (apenas tenía segundo grado, ya que había tenido que salir a trabajar a cuidar las ovejas) buscaba un paisano más antiguo para que lo hiciera. Pero veía que no era justo que de una carta que le llegaba a él se tuviera que enterar otro antes. Por eso, decidió mandarme a esa escuela a aprender el italiano para leerle las cartas. Además, decía que me iba a servir para conocer cómo era su patria”.

Y agregó: “Han pasado muchos años pero si escucho hablar en italiano presto atención y lo puedo captar bastante bien. En mi casa hablaban mucho el dialecto calabrés, no era el verdadero italiano, que es dulce, un idioma hermoso. Me acuerdo muchas cosas de el dialecto pero después estudié bien la gramática de este idioma, para saber leer y escribir en italiano”.

HISTORIA DE UNA BICI

Pablo pretendió seguir estudiando en la Escuela Industrial, pero -a pesar de que se preparó para el ingreso con una profesora- no consiguió llegar al puntaje exigido. Entonces, su padre decidió que tenía que rendir el examen en el Colegio Nacional, de calle Mendoza.

“Entré porque estaba bien preparado pero no me sentía a gusto en ese ambiente. Los chicos que iban eran hijos de médicos o de abogados y nosotros éramos un grupito, hijos de trabajadores. En octubre de ese año dejé la escuela. Entonces, mi padre me llevó esa misma tarde al centro, a una casa de bicicletas que estaba en San Jerónimo y Tucumán, que se llamaba Domicis, y me dijo que eligiera una. Pensaba que estaba loco, ya que le acababa de decir que dejaba la escuela y me hacía un regalo. A la noche compró El Litoral y encontró un pedido de “cadete con bicicleta se necesita para trabajar’, y ahí estaba al día siguiente a las 8. Tenía 13 años y así empecé a trabajar”, recordó.

Sus posteriores trabajos en varias zapaterías de la ciudad y el servicio militar marcaron sus días. Sin embargo, luego quedó sin trabajo “y anduve varios años a la deriva; no me tomaban porque era grande. Ahí empecé a trabajar como chofer de taxi, en un peladero de pollos, con el respaldo y el apoyo de mi señora y los hijos para tratar de zafar el peor momento. Fue un golpe terrible”.

Sin embargo, la suerte volvió a estar de su lado y consiguió un trabajo en lo que hoy es la Empresa de Energía, adonde se jubiló. “Era la época en que se produjo el golpe de Estado y el cambio de gobierno. Entraron los militares y le fui a hablar a quien estaba de jefe cuando hice el servicio militar para ver si podía conseguirme algún trabajo. Ya tenía alrededor de 50 años, pero no me aseguró nada. Un día llegué a mi casa y mi señora me dijo que me habían llamado de la Dirección Provincial de Energía, que se encargaba sólo de la electrificación rural (a diferencia de Agua y Energía, que era nacional y se encargaba de la luz domiciliaria). Cuando fui a la entrevista me dijeron que tenía la recomendación de mi jefe. Empecé a trabajar en la secretaría administrativa, donde hacían las resoluciones”, concluyó.

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Pablo Gigliotti junto a su hermano y padres en el Parque Garay.

“Mi padre había traido de Italia un acordeón verdulero, como le llamaban, chiquito, de dos hileras. Tocaba medianamente pero no era músico, sino que lo hacía por placer. Cantaba serenatas a los paisanos del barrio Roma (donde se radicó con mi mamá, mi hermano y yo) que vivían a cuatro o cinco cuadras”.

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Los padres de Gigliotti realizaban tareas de campesinos en una casaquinta de Monte Vera.

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Gigliotti conserva este recuerdo de su segundo grado en la Escuela Nº 14 Avellaneda, en barrio Roma.

Recuerdos en El Litoral

El libro de Pablo Gigliotti también recopila las notas que escribió en El Litoral sobre el barrio Roma, con sus recuerdos sobre los otros vecinos italianos (“la paisanada”, como los llama); la escuela Avellaneda, que redactó con la colaboración de la directora; sobre su hermano, las travesuras y los juegos que hacían cuando eran chicos (“hacíamos los barriletes con cañas, engrudo y diario”); sobre el Sindicato de Luz y Fuerza (al que está afiliado porque trabajó en la EPE desde 1973 hasta 1990, en la secretaría administrativa).

Otro de los temas sobre los que escribió fue la zapatería Grimoldi, (“una de las más grandes de la Argentina que trabajaba con la marca del medio punto y funcionaba en la peatonal”), al igual que otros comercios del ramo en los que trabajó, como La Bonita (en Mendoza al 2600) y Omar (San Martín casi Salta, al lado de la Bolsa de Comercio).

Toda esa experiencia permitió que abriera su propia zapatería, con un compañero de trabajo, en 25 de Mayo casi bulevar. “La tuvimos 10 años y se llamaba Comodel (cómodo, moderno y elegante). Pero después pasó lo de siempre: tuve líos con mi socio y la peor parte la pasé yo, porque hasta perdí mi casa, que habíamos hecho con mucho esfuerzo. Fue una de las cosas feas que pasé en la vida, aunque tuve varias caídas pero siempre me levanté y salí adelante”, admitió.