La vuelta al mundo

Persecuciones contra cristianos

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Manifestantes palestinos exhiben una imagen que ridiculiza a Benedicto XVI.

Foto: AFP

Rogelio Alaniz

Las denuncias sobre las persecuciones a cristianos en el mundo son cada vez más frecuentes. Hace un mes, el Papa Benedicto XVI se refirió a este tema y aseguró que el setenta y cinco por ciento de las persecuciones religiosas en el mundo se dirigen contra cristianos. No exagera. El propio Secretario de Estado del Vaticano, monseñor Tarcisio Bertone, denunció el mes pasado las persecuciones en Irak y Pakistán. En la mayoría de los casos, estas violencias son promovidas por fanáticos islámicos. No son todos los islámicos los que practican este tipo de violencia, pero tampoco sería justo decir que se trata de una insignificante minoría.

Los otros promotores de persecuciones y campañas de exterminio contra cristianos son los comunistas, particularmente los de Corea del Norte y China. En ambos casos, las sanciones contra los seguidores de Jesús son durísimas, tan duras como lo fueron en su momento en Rusia y en Europa del Este. Las campañas antirreligiosas de los Estados totalitarios no lograron erradicar la religión de las sociedades. Por el contrario, la fortalecieron. Uno de los estigmas históricos de los Estados declaradamente ateos es el de no haber sido capaces de crear sociedades más justas y más compasivas o humanistas. La afirmación no deja de ser paradójica para alguien, como yo, que se declara agnóstico. A mi criterio, la paradoja en este caso es aparente, ya que el agnosticismo no debería estar reñido -no debe estar reñido- con la libertad y, particularmente, con la libertad religiosa.

Respecto al islamismo radical, las campañas de agresión contra instituciones cristianas y personas se han incrementado en los últimos años. La organización terrorista Al Qaeda dinamitó un templo católico en Bagdad el pasado 31 de octubre, y como consecuencia de ello murieron cincuenta y ocho católicos La lista de ataques dibuja un mapa del terror islámico contra los católicos. En Nigeria, la semana pasada fueron asesinados treinta y dos cristianos en la ciudad de Jos. Y en la ciudad de Meiduguri fueron incendiadas tres iglesias y perdieron la vida seis cristianos . En Kenia, una muchedumbre islámica enardecida prendió fuego a varias iglesias. En el distrito de Kandhemal, en la India, fueron asesinadas once personas mientras participaban de la misa.

Según estudios del Vaticano, entre 2003 y 2009, sólo en Irán fueron asesinados alrededor de dos mil cristianos no por accidente o casualidad, sino por profesar esa fe. Se estimaba que la población cristiana en este país superaba hace diez años los 800.000 habitantes. A causa de las persecuciones y ejecuciones, en la actualidad esa cifra se ha reducido a la mitad, porque un gran porcentaje de los seguidores de las enseñanzas de Jesús ha optado por irse de este país.

La violencia no sólo es física sino también simbólica. El Sindicato de Médicos de Egipto prohíbe el trasplante de órganos entre cristianos y musulmanes. En Bangladesh se obliga a los convertidos al cristianismo a regresar a Mahoma. En la Franja de Gaza las agresiones son periódicas, y algo parecido ocurre en Arabia Saudita e Irán. En todos los casos, las agresiones provienen de fanáticos musulmanes que suelen ser minorías, pero minorías muy activas cuyos actos casi nunca son condenados en serio por los llamados musulmanes moderados.

Uno de los episodios violencia y arbitrariedad más escandalosos es el que sufre la militante católica Asia Bibi, condenada en noviembre pasado a morir ahorcada por haber blasfemado contra el Profeta. Asia Bibi es una modesta mujer, casada y con dos hijos, que trabajaba en el campo. Un día su patrón le ordenó ir a buscar agua para beber a una laguna. Sus compañeras de trabajo, musulmanas ellas, pusieron el grito en el cielo porque, de acuerdo con su criterio, si Bibi tocaba el agua la corrompería. El escándalo promovido por las mujeres musulmanas fue de tal magnitud que Asia Bibi, una mujer modesta y de pocas palabras, discutió con ellas y en algún momento les dijo que Jesús había venido al mundo para redimir a todos los hombres, pero no tenía conocimiento de que Mahoma hubiera hecho algo semejante.

Esas palabras alcanzaron para que interviniera un clérigo musulmán -esposo de una de estas encantadoras mujeres- y ordenara la detención de quien se había atrevido ofender al Profeta. El pasado 8 de noviembre, un tribunal islámico la condenó a muerte. Las movilizaciones de organizaciones cristianas en Pakistán han conseguido suspender por el momento la ejecución, pero Bibi sigue presa y la condena a muerte pende sobre su cuello.

Lo que más llama la atención es que la Iglesia Católica, a través de sus sacerdotes y laicos, es una de las instituciones que más defiende en Occidente la libertad religiosa y, particularmente, la libertad de los seguidores del Islam de profesar su fe. Los musulmanes en Europa saben que cuentan con el respaldo de los católicos ante cualquier intento de discriminación o persecución.

Son muchos los sacerdotes que periódicamente hacen gestiones ante las autoridades políticas para lograr la autorización que requiere la construcción de mezquitas en diferentes países. Intelectuales laicos han criticado a la Iglesia por sostener una actitud permisiva contra el avance del Islam en Europa. Sin ir más lejos, Oriana Falacci, poco tiempo antes de morir, dijo que no iba a permitir que en su querida Florencia se levantaran mezquitas cuando en Arabia Saudita o en Irán prohíben a los católicos hacer lo mismo. Oriana Falacci era atea, pero se reconocía como parte integrante de la cultura católica. En su momento criticó a la Inquisición y las Cruzadas, pero admitió que esas conductas autoritarias estaban enterradas en el pasado, mientras que en el mundo musulmán los comportamientos religiosos propios del Medioevo están a la orden del día.

Es comprensible que la política del Vaticano se esfuerce por la convivencia y la tolerancia. Los tiempos de las persecuciones y las guerras religiosas han concluido para siempre en el mundo católico. Sin embargo, es la experiencia histórica la que enseña que ante los intentos de expansión de religiones o ideologías intolerantes, el peor remedio es mirar para otro lado o hacer concesiones con la esperanza de conformarlos. El Islam es una religión legítima en la que se reconocen millones de personas. No se trata de perseguirlos o condenarlos por su fe, sino de poner límites al fanatismo y a los operativos terroristas que lo respaldan. En definitiva, se trata de obligarlos a respetar los mismos valores que ellos reclaman cuando son minorías. En todos los casos, la lucha no debería ser contra el Islam, sino contra el terrorismo que se ejerce en su nombre y que, lamentablemente, está muy lejos de ser minoritario.

Da la impresión de que la jerarquía católica no desea alimentar un clima de guerra religiosa en Europa y, de alguna manera, con su actitud tolerante intenta proteger a los cristianos que viven en países musulmanes. Ante los ataques racistas contra los musulmanes en Europa, las autoridades católicas han optado por asumir la defensa de los perseguidos. Sus intenciones sin duda son loables, pero el incremento de la violencia contra los cristianos en países donde los musulmanes son mayoría ha hecho abrir los ojos a más de un católico que con toda la razón del mundo se pregunta por qué motivos los musulmanes reclaman la protección de los católicos cuando son minoría, y cuando son mayoría los persiguen y en más de un caso los matan, además de quemar sus templos y sus símbolos.

Tal como se desarrollan los hechos, queda claro que la moneda con que los clérigos devotos de Alá pagan la solidaridad cristiana no es precisamente generosa. El teólogo católico Miguel Ángel Ruiz ha advertido en estos días sobre el peligro que representa para Europa el avance del Islam. La declaración merece ser tenida en cuenta porque no son muchos los sacerdotes que se atreven a hablar en estos términos. Por lo pronto, la polémica de Ruiz apunta a un doble objetivo: contra la intolerancia musulmana y la masividad de las inmigraciones, y contra una Unión Europea que no advierte que la identidad histórica de Europa es el cristianismo. Por lo tanto, si no se fortalece esa identidad el continente va a dejar de llamarse Europa para llamarse Eurabia, como lo calificara en uno de sus libros esa mujer íntegra, valiente y lúcida que se llamó Oriana Falacci.