No se olviden de Cabezas

La muerte de José Luis Cabezas según un dibujo de Hermenegildo Sábat presentado en Santa Fe.
Foto: Flavio Raina
No se olviden de Cabezas

La muerte de José Luis Cabezas según un dibujo de Hermenegildo Sábat presentado en Santa Fe.
Foto: Flavio Raina
Rogelio Alaniz
Se cumplen catorce años del asesinato de José Luis Cabezas, el fotógrafo de la revista “Noticias” que el 25 de enero de 1997 fue encontrado muerto en una cava cercana a Pinamar. El cadáver estaba en el auto o en lo que quedaba de él. Sus asesinos lo habían esposado y le habían descerrajado dos tiros. Murió en el acto, pero antes los sicarios se dieron el gusto de propinarle una buena paliza. No había ningún secreto que arrancarle. Lo golpearon por placer, porque seguramente disfrutaban haciéndolo. Después de cumplir su faena incendiaron el auto con el cuerpo adentro. El reloj pulsera de Cabezas se detuvo a las cinco y cuarenta de la mañana. Minutos más, minutos menos, es probable que ésa haya sido la hora de su muerte. Ese domingo yo estaba en LT10 haciendo mi programa de radio cuando llegó la noticia. Recuerdo que al enterarme de los pormenores del crimen, lo primero que se me ocurrió decir fue: así mata la policía.
José Luis Cabezas hacia cuatro años que trabajaba en Pinamar durante la temporada de vacaciones. Su mujer, María Cristina Robledo, era de allí, y tengo entendido que su hija Candela también había nacido en esa ciudad balnearia, ciudad que para esa época era una suerte de Meca del cholulismo menemista.
Un año antes de su muerte, la foto que le había sacado a un esquivo Alfredo Yabrán paseando con su esposa por una playa de Pinamar, se había transformado en la principal noticia del país. El empresario que acababa de ser denunciado por Domingo Cavallo como el jefe de la mafia, había levantado un imperio evaluado en cuatro mil millones de dólares haciendo negocios con el Estado y corrompiendo a políticos y funcionarios.
Una de las claves de su poder era su anonimato, su invisibilidad. A él se le atribuye haber dicho que el poder es impunidad. Cierto o no, lo seguro es que al momento de iniciarse el drama era el hombre más poderoso y más invisible de la Argentina. Por lo menos así lo creían él y quienes se enriquecían a su lado o disfrutaban de sus generosos préstamos.
Inteligente, despiadado, implacable, discreto, reunía todas las condiciones de un jefe mafioso. No tuve el gusto de conocerlo, pero sí alcancé a tratar a algunos de sus colaboradores que regenteaban el hotel cinco estrellas “Arapacis” con la flema y el estilo de rufianes de prostíbulos de los bajos fondos, conclusión a la que se arribaba después de haber intercambiado algunas frases con ellos.
Yabrán siempre se jactó de su anonimato. En una de sus escasas declaraciones públicas había dicho que sacarle una foto a él era como pegarle un tiro en la frente. Si esas palabras fueron verdaderas -por lo menos nunca fueron desmentidas-, la tentación de declararlo culpable por el crimen de Cabezas es muy grande, sobre todo porque Yabrán no era hombre de dejarse pegar un tiro en la frente sin hacer algo para impedirlo o para vengarlo.
Sin embargo, el que disparó fue Cabezas, no con una pistola sino con una máquina de sacar fotos. Algunos dijeron que en ese momento firmó su condena de muerte. No estoy tan seguro, pero es muy probable que esa foto algo haya tenido que ver con su muerte. O no. Porque después hubo otra foto y no a Yabrán, sino a Pedro Klodzyck, el jefe de la “maldita policía”, como lo calificara la revista Noticias para titular la foto que en agosto de 1996 Cabezas le sacó en su despacho. Pero no nos apresuremos con las conclusiones.
La foto a Yabrán salió en la tapa de la revista Noticias del 3 de marzo de 1996. En enero de 1997 Cabezas y el periodista Gabriel Michi estaban otra vez instalados en Pinamar. Según Michi hubo algunas señales que le permitieron entender que los matones de Yabrán no estaban dispuestos a dejar pasar gratis la foto del año anterior. Una mañana descubrieron que la goma del auto había sido tajeada; otro día dos matones les impidieron acercarse a una fiesta donde estaba Yabrán. A su vez, Cabezas le confió a su colega que antes de llegar a Pinamar había recibido llamadas telefónicas amenazantes.
Los muchachos no se dejaron atemorizar. Confiaban en su estrella, padecían del síndrome de irresponsabilidad que suele atacar a los periodistas en los momentos más difíciles, creían que la legalidad en la Argentina estaba instalada para siempre. O simplemente eran valientes. Vayamos a los hechos.
El viernes 24 de enero a la noche, el empresario telepostal Oscar Andreani celebró su clásica fiesta anual en su lujosa residencia ubicada en uno de los barrios más distinguidos de Pinamar, el barrio preferido, dicho sea de paso, de los funcionarios menemistas. A la reunión estuvieron invitados políticos, empresarios, personajes de la farándula y periodistas. Cabezas y Michi fueron de la partida. Los periodistas de raza nunca suelen decir que no a esas invitaciones, en las que además del buen vino y la buena mesa se pueden actualizar los chismes de la jornada y, muy en particular, los chismes del poder.
Dos vecinos del lugar reconocerán después de la tragedia que, además de los invitados pululaban los guardaespaldas. A uno de estos vecinos le llamó la atención una camioneta blanca con tres o cuatro tipos adentro. Fumaban y hablaban en voz baja. Como la camioneta estaba estacionada frente a la puerta de su casa, una señora se atrevió a preguntarles qué estaban haciendo allí. Tres o cuatro palabras dichas por estos caballeros con el tono que se acostumbra a usar en estos casos, alcanzaron y sobraron para darle a entender a esta buena señora que lo mejor que podía hacer era encerrarse en su casa y dejar de curiosear donde nadie la llamó.
Sobre esa camioneta blanca se tejieron varias leyendas. Un paisano dice que la vio la madrugada del 25 de enero no muy lejos de donde fue asesinado Cabezas. Otros dijeron que durante el día se había paseado por las calles de Pinamar. Palabras más, palabras menos, lo cierto es que esa pista nunca fue investigada. Tampoco se investigó, por ejemplo, si respondía a la casualidad o el azar que el comisario de La Matanza, Mario “Chorizo” Rodríguez, tuviera una camioneta parecida.
El otro rumor que circuló luego, fue el del Fiat Uno que también estuvo estacionado cerca de la casa de Andreani con dos o tres tipos en su interior. Esta fue la pista oficial. Mejor dicho, la pista a la que se recurrió después que fracasó la intención de responsabilizar a Cabezas por su muerte o la de imputar a unos pobres rufianes de Mar del Plata. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Gabriel Michi se retiró de la fiesta antes que Cabezas. Estaba cansado, tenía otra fiesta o alguna cita amorosa. No importa. Se fue antes, con un periodista de la revista “Para ti”, y esa decisión tal vez le salvó la vida. Cabezas se quedó con los amigos un rato más y regresó a su casa. Es muy probable que lo haya hecho alrededor de las cinco de la mañana. Desde la residencia de Andreani a su casa debe haber no más de quince minutos en auto. Cabezas vivía con su mujer y su hija en un departamento ubicado a dos cuadras del centro comercial de Pinamar, en uno de los lugares más vigilados e iluminados de una ciudad que ese año desbordaba de turistas y guardaespaldas, y en donde la “crema” calificada del menemismo celebraba sus vacaciones exhibiendo sus autos último modelo, sus ropas caras, su despilfarro en los comedores y hoteles más caros de la zona y su desfachatado mal gusto.
En ese lugar y a esa hora se produjo el secuestro. El operativo se realizó en una zona liberada, ya que de otra manera hubiera sido imposible. La calle donde lo secuestraron estaba iluminada como si fuera una avenida. La principal calle de la ciudad, la avenida Bunge, corre a menos de cien metros del lugar. En la cuadra del secuestro, por entonces había bares y comedores que seguramente estaba abiertos ese viernes a la noche.
Es probable que Cabezas no haya ofrecido resistencia. Habrá pensado que, en el peor de los casos, le iban a dar un susto. No más que eso. Si eso fue lo que supuso está claro que se equivocó. Quienes lo secuestraron tenían la orden de matarlo o entregarlo a quienes lo iban a matar. No lo trasladaron a cualquier lugar, sino a una cava a la que se accede por un camino comunal.
Tuve la oportunidad de hacer ese recorrido y me quedó bien claro que el lugar había sido cuidadosamente elegido. Está a unos tres o cuatro kilómetros de la ruta, pero el dato más importante es que ese camino conduce a una laguna conocida con el nombre de “Salada Grande”, donde todas las mañanas el señor Eduardo Duhalde, en aquel tiempo gobernador de la provincia de Buenos Aires, iba a pescar. ¿Casualidad? No lo creo. Mucho menos lo creyó Duhalde, porque lo primero que dijo al enterarse de lo sucedido fue: “Me tiraron un muerto”. En ese momento no pensó en Yabrán ni en nadie parecido, sino en la policía, la misma policía que unos meses antes él mismo había calificado como la mejor del mundo. (Continuará)