Editorial

El imperio del mal

El 27 de enero de 1945 los soldados rusos llegaron al campo de extermino de Auschwitz-Birkenau. El espectáculo que se presentó ante sus ojos fue horroroso. Los propios soldados, endurecidos por el combate y la cotidianidad de la muerte, insensibilizados por la tragedia que habían vivido en su propio territorio, no podían creer lo que sus ojos estaban viendo. En la puerta del campo, había un letrero con una curiosa leyenda: Arbeit macht frei (El trabajo libera). Los sobrevivientes parecían espantajos que arrastraban su osamenta por el suelo. El olor a descomposición hacía irrespirable el ambiente; después, descubrieron tumbas colectivas, un paisaje estremecedor y alucinante de cadáveres.

Si los soldados se conmovían ante lo que veían, algo parecido sucedía con los sobrevivientes que no podían creer que finalmente llegaban los liberadores a los que habían estado esperando durante interminables meses. Contra lo que se puede imaginar al primer golpe de vista, los sobrevivientes no parecían felices. La foto de dos de ellos llorando desconsoladamente sigue siendo una de las expresiones más conmovedoras que se conocen. ¿Por qué lloraban si finalmente llegaba la hora de la liberación? Inquietante pregunta para quienes se empeñan en entender las reacciones humanas desde una lógica lineal. ¿Lloraban porque regresaban de la muerte? ¿lloraban porque ahora sí tomaban conciencia de que habían estado en el infierno? ¿lloraban porque sus hijos, sus esposas y sus padres habían sido asesinados por los nazis? Todas las respuestas pueden ensayarse, pero la más interesante es la que enunciara Claude Lanzmann: “Lloraban porque la llegada de los soldados ponía en evidencia la miserable condición humana a la que habían sido sometidos”.

Por todas estas causas es que el exterminio nazi, el Holocausto o la Shoá, siguen siendo recordados como el momento de la “crueldad inaudita”, como dijera el Papa Benedicto XVI. O como dijera un filósofo judío: “Fue el momento en que Dios calló”. De todos modos, todas las calificaciones que se han hecho de aquellos acontecimientos nunca alcanzarán a explicar lo sucedido. Como dijo Malraux: “Quienes no lo vivieron jamás podrán entenderlo y quienes lo vivieron jamás podrán explicarlo”.

Si bien los fundamentos últimos del mal siguen siendo ininteligibles, existe documentación histórica como para acercarse al modo en que ocurrieron los hechos. La barbarie de los nazis se apuntaló con la tecnología más moderna de su tiempo. Las masacres en masa sólo pudieron realizarse porque existía un Estado nacional totalitario y una burocracia racional orientada a cumplir con estas metas.

Eichmann, como dijera Hannah Arendt, no era más que un burócrata dedicado a cumplir con su deber con absoluta indiferencia acerca de la naturaleza de ese deber. La filósofa habló de la “banalidad del mal”, e instaló un concepto controvertido pero interesante para tratar de explicar lo sucedido.