Un apartado de “La promesa”

Celia o Clelia

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“Conjoction” (1978), de Raquel Forner.

 

Por Silvina Ocampo

Se llamaba Celia o Clelia. Era peinadora en la casa Náyades. Entre marañas de caras, la de ella se destaca por su fealdad. ¿De qué le serviría ser joven? Debajo del pelo aceitoso, los ojos se asomaban con dos pupilas como alfileres, la mandíbula prominente terminaba en papada, la boca era un tajo torcido, violeta o morado. Ningún indicio de juventud en ella la volvía medianamente atrayente. Me peinaba sin hablarme, con los ojos clavados sobre mi cabeza. Yo le decía:

—Celia o Clelia, ¿qué le pasa?

Ella no me contestaba. Era a mí que me pasaba algo. Un día yo tenía un orzuelo en un ojo, otro día un forúnculo en la nuca, otro día un herpes en el labio, hasta que empezó a caérseme el pelo y resolví consultar a un médico especialista de la piel, pero fueron inútiles las pomadas y remedios que me dio. Mi calvicie progresaba, mis forúnculos se reproducían y qué decir de los orzuelos. En el espejo de la peluquería la señorita Celia o Clelia me miraba compasivamente y para consolarme me hacía confidencias clavando en el espejo su mirada de alfiler; su voz agria fluctuaba con frenesí. Tenía dificultades para cocinar, así me lo dijo: la mayonesa se le cortaba, si miraba el arroz con leche se separaba el arroz de la leche, una taza de té con leche sufría transformaciones bajo su mirada y no se podía beber. No podía abrir la heladera: un simple vistazo que diera a los postres o a los helados los echaba a perder; lo mismo pasaba con las flores, pero ahí no era cuestión de miradas sino de manos. El calor de sus manos marchitaba todo cuanto tocaba. En el espejo vi los mechones de pelo que me arrancaba al pasarme el peine. Sus ojos brillaban. El movimiento de sus manos parecía de arpista cuando dejaba el peine para poner entre las ondas de mi pelo, marcadas con cerveza, invisibles horquillitas rubias.

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“Étre hybride” (1978), de Raquel Forner.

—Tengo que irme -musité, mirando el vaivén expresivo de sus manos.

—Imposible. No he terminado -protestó.

—No me siento bien, señorita.

—Pero no puede irse así con el pelo mojado, un mechón colgando y otro recogido.

Tratando de no mirar sus ojos en el espejo ni su cara horrible ni el movimiento incesante de sus manos, me puse de pie trastabillando, para demostrarle que me sentía mal; y era verdad que me sentía mal: un zumbido en los oídos, una sequedad en la boca, escalofríos me recorrían el cuerpo. Las manos coloradas de Celia o Clelia blandían la redecilla que quería colocar sobre mi cabeza, dos horquillas entre sus labios apretados brillaban como dientes monstruosos.

—Señorita Clelia, volveré mañana. Hoy siento que voy a desmayarme.

—Estará indispuesta -contestó implacable-. Cosas de mujeres. Siéntese, voy a buscarle un vasito de agua con aspirina.

Me tomó del brazo y me obligó a sentarme. El olor a shampoo, a barniz de uñas, a tinturas y cosméticos calientes me dio náuseas cuando miré por última vez, involuntariamente, los ojos de Celia o Clelia. Desapareció detrás de una cortina en busca del vaso de agua y de la aspirina, y yo aproveché para irme con el pelo todo mojado ¡olvidando mi peine perfumado que era tan bonito! El que me regaló Remigio.

(De “La promesa”, op. cit.).