Un santafesino en Budapest

Dos ciudades y un país de cambiante historia

Dos ciudades y un país  de cambiante historia

Edificios del Parlamento húngaro junto al río Danubio. Foto: AFP

Rogelio Alaniz

Llegamos a Budapest el sábado después del mediodía. Llovía y hacía algo de frío. El taxi que nos trajo desde el aeropuerto nos dejó a tres o cuatro cuadras del hotel porque en las ciudades europeas el sistema de comunicación de las calles es complicado. Los sábados a la siesta son algo melancólicos en cualquier parte del mundo. Sobre todo si llovizna y hace frío. Budapest no fue la excepción. Caminamos por una ciudad que nos pareció desierta. No obstante, después de hacer los trámites de identificación en el hotel decidimos seguir caminado.

Estábamos en la avenida Kassoth en el distrito de Pest, a unos 300 metros del puente Elisabeth (levantado en homenaje a la reina del imperio, más conocida en Occidente por Sisí, la encantadora princesa interpretada en el cine por la bellísima Romy Schneider), que une a Pest con Buda. Para los menos informados cumplo en decirles que las dos ciudades se unieron en 1873, pero en el lenguaje coloquial se vive en Buda o en Pest, no en Budapest.

El calendario dice que en marzo la primavera se ha iniciado, pero todavía el invierno se hace notar. Al frío y la garúa se le suma en el hecho de que oscurece relativamente temprano. Almorzamos en un comedor señorial llamado Karpatia. Después de saborear un reconfortante goulash y unos pescados acompañados con salsa húngara, reanudamos la caminata y a las pocas cuadras nos sorprende la noche. La llovizna, para el viajero curioso, nunca es un obstáculo; por el contrario, es la posibilidad de conocer la misma ciudad desde otro perfil.

Caminamos por la calle peatonal Vaci, llegamos a una amplia plazoleta, tomamos un café en un bar de estilo francés cuyo nombre no recuerdo y en algún momento cruzamos el puente, pero ya no el de Sisí sino el de la Libertad, ambos reconstruidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Cruzar caminando un puente con el Danubio a los pies es una experiencia interesante, sobre todo cuando la ciudad está casi desierta y la bruma le otorga al río un sugestivo tono de leyenda. Desde el puente se distingue la mole majestuosa del Palacio Imperial, también reconstruido después de la guerra.

Caminamos por los patios del palacio, porque a esa hora ya estaba todo cerrado. Algunos turistas tan curiosos y deseosos de aprovechar el tiempo como nosotros, nos acompañan. Hasta el palacio se puede subir caminando, pero la otra opción es hacerlo en un elevador que se traslada desde la base del cerro hasta su cúpula. Es lo que hicimos.

Desde el patio de palacio se puede contemplar a la ciudad que se extiende a lo largo de las dos orillas del Danubio. En Pest predomina la llanura; en Buda, la sierra. De noche es muy difícil terminar de forjarse una idea de la ciudad, más allá de lo que uno pudo haber leído en libros o folletos turísticos.

De regreso, caminando por la orilla del río, la música que llegaba desde algunos barcos nos recordaba aquellas dulces danzas húngaras que alguna vez hemos disfrutado en algún concierto o en alguna película. Esa primera noche cenamos en otro restaurant histórico, sin danzas y sin valses, pero acompañados por pinturas y un mobiliario imperial del siglo XVIII.

El domingo amaneció con sol. Y tuvimos un día con cielo azul y despejado, digno de la mejor poesía de Jozsef Attila. Budapest tiene hoy más de un millón de habitantes. Es la capital de Hungría, y en algún momento tuvo la pretensión de ser la capital de un imperio. Su historia, la propia historia de Hungría es larga, compleja y atormentada. Padeció invasiones y ocupaciones territoriales, y después sufrió la opresión de los Habsburgo. La fecha de su liberación es relativamente reciente: 1848. Pero recién en 1867 se integró de manera conflictiva a lo que se conoció como el imperio austro-húngaro.

La Hungría grande, poderosa, intelectualmente refinada, con una clase dirigente aguerrida y ambiciosa, pertenece a ese período. Basta caminar por las calles de Buda y de Pest para verificar esta afirmación. Los grandes palacios, los magníficos monumentos que honran a sus dirigentes, el trazado de sus calles y avenidas, los espléndidos edificios públicos, las elegantes iglesias -empezando por la imponente basílica de San Esteban-, pertenecen a ese período.

Hungría contaba en aquel tiempo con una aristocracia y una burguesía pretenciosas y agresivas. Budapest competía palmo a palmo en distinción con Viena. La historia del imperio austro-húngaro es la historia de su grandeza y su decadencia, de su vocación de unidad y de su tendencia a la disgregación, así como del surgimiento de una corte intelectual considerada por los estudiosos como la más brillante de Europa.

La relación entre Austria y Hungría nunca fue armoniosa, como tampoco lo fue la relación de Hungría con sus propios dominios. La imposición del idioma nacional, el magiar, como condición de la nacionalidad, se hizo por la fuerza y dejó heridas y secuelas políticas que nunca pudieron repararse.

Los críticos de arte y los historiadores coinciden en señalar que la clase dirigente húngara llegó a consolidar una visión del mundo que estaba muy por encima de su realidad cotidiana. La ‘buena vida‘ fue una de las consignas a derecha e izquierda. ‘La ‘delibab‘, el mundo color de rosa, fue una suerte de encantamiento que sufrió o disfrutó esa clase dirigente que construyó una de las ciudades más magníficas de Europa sobre la base de una economía semifeudal y la vigencia de una nobleza autocrática, guerrera y, en más de un caso, parasitaria.

Como se podrá apreciar, el tema excede a esta columna, pero lo cierto es que la historia de Hungría en la segunda mitad del siglo XIX es la historia de su grandeza y de los fundamentos de su futura decadencia. La integración al imperio y el sometimiento a la soberanía de Francisco José no impidieron conflictos y diferencias. La relación institucional de Austria y Hungría en el imperio era compleja por definición. Existían tres tipos de administraciones públicas: una imperial, una austríaca y otra húngara; se compartían ministerios nacionales y cada nación disponía de un ejército que competía sin disimulos con el otro.

En ese contexto, el imperio austro-húngaro ingresó a la guerra de 1914 y a nadie le llamó la atención que resultara estrepitosamente derrotado. El Tratado de Trianón -la versión para los países del este del Tratado de Versalles- despojó a Hungría de las dos terceras partes de su territorio. Hay que hacerse cargo de semejante tragedia nacional. En menos de lo que canta un gallo, Hungría perdió Rumania, Transilvania -con Drácula incluido-, Bulgaria, y territorios que luego fueron otorgados a Austria, Alemania y Checoslovaquia.

A ese despedazamiento territorial se le sumaron luego los altibajos políticos. Hungría, a partir de 1918, atravesó por todas las experiencias políticas imaginables, Con Bela Kun padeció el comunismo, y con el almirante Horthy el fascismo. No termina allí la tragedia. Hungría, antes de 1940, estaba ocupada por los nazis y luego fue ‘liberada‘ por el Ejército Rojo que ejerció todas las presiones del caso para consolidar, en 1948, una dictadura que habría de mantenerse hasta 1989.

De modo que en menos de tres generaciones Hungría sufrió la tragedia de de las grandes pestes del siglo veinte: el fascismo y el comunismo. A ese itinerario histórico hay que sumarle un momento de grandeza como fue el levantamiento del pueblo contra la dictadura bolchevique en 1956. La rebeldía se pagó caro, con más de cinco mil muertes y la ocupación territorial del Ejército Rojo que justificó esta infamia en nombre del internacionalismo proletario.

La liberación de Hungría en 1989 también tuvo sus contrastes. El capitalismo está muy lejos de ser el paraíso y mucho menos un paraíso justo. De todos modos la Hungría actual es infinitamente más libre y bastante más justa que la Hungría que gimió bajo la dictadura de Janos Kadar y sus compinches.

Caminando por la ciudad se pueden apreciar las huellas de esa historia. En principio, toda persona mayor que se cruza con uno en la calle guarda en los rasgos de sus rostros los padecimientos de una de las épocas más negras de la humanidad. Después están los testimonios de los edificios y los monumentos. La Budapest grande, espléndida, excelente, pertenece a los tiempos del imperio. La Budapest sufrida, con sus edificios destruidos y sus paredes sucias, pertenece a la era comunista. Curioso. Del comunismo, la única señal que ha quedado es la de su crueldad y ese estilo de vida sufrido y miserable de las dictaduras del Este. Ni intelectuales, ni creadores. Los pocos que tuvieron fueron humillados. Lukaks es un ejemplo, pero no el único En Hungría, como en Checoslovaquia, como en Polonia, como en la propia URSS, el único aporte que hizo el comunismo a la humanidad fue el del espionaje, el control y los instrumentos de tortura.