Crónica política

El “relato” kirchnerista

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Cristina Fernández de Kirchner. La muerte de su marido fue un espaldarazo a su candidatura y las divisiones de la oposición la presentan hoy como la posible ganadora. Foto: Pablo Aguirre

Rogelio Alaniz

 

No es necesario ser el oráculo de Delfos para predecir que en estas condiciones políticas Cristina Kirchner dispone de todas las posibilidades a favor para ser reelecta. La muerte del marido ha sido para ella una tragedia personal, pero desde el punto de vista político representó un espaldarazo decisivo a su candidatura, al punto que, con un dudoso sentido del humor, alguien del oficialismo insinuó que su muerte fue el mejor obsequio político que Néstor Kirchner le hizo a su esposa.

Se me ocurre que sería una simplificación excesiva suponer que un dato necrológico sea el exclusivo responsable del consenso ganado por la gestión de los Kirchner. Es muy probable que un impacto emocional y afectivo como es la muerte haya transformado en un acto conciente lo que hasta ese momento no lograba hacerse visible. El respaldo a Néstor y Cristina por parte de amplios contingentes juveniles comenzó a emerger después del deceso de Néstor, pero hay buenas razones para creer que esa orientación juvenil ya se venía perfilando y la muerte de Kirchner le dio el espaldarazo decisivo.

Sentimentalismo o tendencia histórica, lo cierto es que la imagen de la gestión kirchnerista creció a partir de la muerte de su jefe, dejando como moraleja aquello que por ser obvio más de uno no suele advertir: que en política alguien puede ser importante pero nadie es indispensable. Al respecto no deja de ser una paradoja que el hombre que consideró hasta el último minuto de su vida que no podía darse un descanso y debía ocuparse de todo, haya provocado con su muerte el efecto inverso. Kirchner perdía la elección y Cristina tiene muchas posibilidades de ganarla. ¿Qué cambió para que se produzca este efecto? Nada, salvo la muerte de Kirchner.

Lo que vale para Kirchner, vale también para Cristina y para cualquier gobernador o dirigente político, no importa el signo de su militancia. Nadie es indispensable, así de sencillo y así de difícil de asimilar. Es la historia, la vida con sus insistentes palpitaciones, la que enseña que una Nación no necesita de líderes providenciales. La lección hay que aprenderla de una buena vez, sobre todo en estas sociedades contagiadas de populismo: no son los pueblos los que consideran indispensables a sus dirigentes, son los dirigentes los que desde el poder perpetran todas las maniobras del caso para presentarse ante los ojos de la multitud como indispensables.

Si el destino me diera la oportunidad de ser el consejero de Cristina, le diría con toda discreción que lo mejor que puede hacer para su causa es retirarse al concluir su mandato. Ya fue senadora, primera dama y presidente de la Nación. Trágico o no, el destino le dio la posibilidad de vivir en el ejercicio del poder un drama digno de Shakespeare. ¿Qué más puede esperar con un hipotético nuevo mandato? Dentro de diez o quince años ella misma se dará cuenta de que para la historia haberse quedado cuatro años más o cuatro años menos no cambia el curso de los acontecimientos.

El pueblo en estos temas es siempre una abstracción. No es el pueblo el que está en la calle reclamando “Cristina por cien años”. Esa consigna la practican las inefables claques políticas que saben que la única alternativa que disponen para seguir ocupando cargos es alineándose detrás de Cristina. Después están los jóvenes, un segmento de la juventud, que consume una épica que no es tal y cuya fuente originaria remite a una de las tragedias más dolorosas de la Argentina. Cristina no es la continuidad de los sueños del 73 , salvo que alguien suponga que es una experiencia digna de vivirse reiterar aquello que más que un sueño fue una pesadilla, una pesadilla que consumió miles de vidas.

En la Argentina el poder otorga beneficios, pero el precio a pagar es alto. La experiencia enseña que no hay presidente que aguante más de ocho años en el poder. Antes se impone el desgaste, la corrupción de los elencos gobernantes y, finalmente el repudio de la sociedad en cuyo nombre se tejieron todos los delirios que suelen acompañar a la política cesarista.

La señora Cristina no hará caso a mis consejos, se presentará en las próximas elecciones porque ella y sus seguidores están convencidos -por lo menos, eso es lo que dicen- de que hay un proyecto nacional y popular a construir que sólo se puede llevar a cabo con un liderazgo personalizado. Es muy probable que Cristina por lo tanto se presente como candidata y es muy probable que gane. Todo esto es muy probable y, para más de uno, inevitable.

El kirchnerismo, de todos modos, es algo más que una retórica alienada. El esquema de poder es prisionero de su propia retórica y así se explican iniciativas sociales o económicas que benefician a los sectores populares. En definitiva, su propia aspiración a eternizarse en el poder le exige atender algunos de los reclamos de las masas. El populismo es por definición popular, pero en las actuales condiciones la victoria de Cristina será la derrota de la democracia, del mismo modo que el fracaso de la oposición será el fracaso de la República.

El oficialismo sabe que el sesenta por ciento de la población no lo acepta pero especula que la división del arco opositor le permitirá continuar en el poder. La especulación no es nueva. Kirchner la escribió poco antes de morir: sólo podemos ganar si la oposición se divide. La pregunta a hacerle a la oposición cae por su propio peso: ¿Se comportará como lo desea Kirchner o, por el contrario, hará un esfuerzo superior para unirse? Hoy dividirse es mas fácil que unirse. ¿Dispondrán los políticos de la grandeza para hacer lo que corresponde o se dejarán llevar por lo que los psicólogos consideran “el narcisismo de las pequeñas diferencias? Los dirigentes opositores tienen la palabra.

Que el kirchnerismo hoy se presente como ganador es la consecuencia de una serie de factores subjetivos y objetivos. El país está atravesando por un ciclo económico favorable y en esas condiciones un gobierno de cualquier signo tiene grandes posibilidades de ganar. No es la retórica acerca de la cultura nacional y popular lo que explica la vigencia del kirchnerismo, sino los beneficios evidentes de un ciclo económico que permite asegurar un tipo de gobernabilidad que no cambia nada, no mejora nada, pero nos deja a todos relativamente satisfechos.

Las sociedades consumistas del siglo XXI, se gobiernan asegurando a sus amplias clases medias créditos baratos y feriados largos. El ejemplo es una simplificación, pero es el más adecuado para comprender la lógica de estas sociedades. Clases medias con consumo garantizado y sectores populares controlados con los planes sociales, aseguran la gobernabilidad de cualquier esquema de poder. Lo que hoy hacen los Kirchner no es muy diferente a lo que hizo Martínez de Hoz con la plata dulce o Cavallo con el uno a uno. En todos los casos se aseguró el control social con independencia de las retóricas ideológicas.

No nos engañemos. El kirchnerismo no está protagonizando ninguna revolución y mucho menos provocando transformaciones sociales avanzadas. Lo que lo diferencia de Menem es el relato y cierta construcción simbólica que seduce la delicada sensibilidad de los intelectuales “nac&pop”. Insisto; lo que lo diferencia de Menem es el relato y lo que lo mantiene unido con consistentes lazos invisibles y visibles es la condición peronista, esa condición que permite, por ejemplo las alianzas con Menem en La Rioja y Saadi en Catamarca.

No es casualidad que justamente la palabra “relato” es la que ha adquirido dimensión en estos años. El relato no es la descripción de la realidad, sino la descripción de una particular visión de la realidad. Incluye símbolos y leyendas porque su objetivo no es buscar la verdad sino seducir o alienar. El relato menemista incluía a Alsogaray y al almirante Rojas; el relato kirchnerista suma a Bonafini y D’Elía; Boudou y Moyano; Verbitsky y Aldo Rico, Saadi y Florencia Peña; Sandra Russo y Spolski; Felisa Miceli y Gildo Insfrán.

Al control social con los recursos clásicos del status quo, el kirchnerismo suma una estrategia de poder consistente en la confrontación permanente contra enemigos reales o imaginarios. La noción de “enemigo” es una cualidad constitutiva del relato. Es justamente ese relato el que instala como enemigo a venerables antigüedades mientras se alienta un poder alternativo fundado en una burguesía lumpen asociada parasitariamente al Estado. Los enemigos puede ser Clarín como en 1951 fue La Prensa. También pueden ser los Anchorena, los Alzaga Unzué o los socios del Jockey Club, es decir, protagonistas decadentes porque ya se sabe que el poder de decisión económica en la Argentina ya no lo tienen estos sectores sino los que el kirchnerismo ha venido a consolidar, incluyendo en este auspicio a ellos mismos.

No son los pueblos los que consideran indispensables a sus dirigentes, son los dirigentes los que desde el poder perpetran todas las maniobras del caso para presentarse ante los ojos de la multitud como indispensables.


El relato no es la descripción de la realidad, sino la descripción de una particular visión de la realidad. Incluye símbolos y leyendas porque su objetivo no es buscar la verdad sino seducir o alienar.