Viaje por Arabia y el reino de Saba
Viaje por Arabia y el reino de Saba
El fluir del petróleo transformó a los reinos árabes en ostentosos exponentes del despliegue tecnológico y arquitectónico mundial, sin alterar los rasgos conservadores de sus estructuras sociales y prácticas religiosas. Yemen, en cambio, debe subsistir sin yacimientos y en medio de las tensiones entre el extremismo islámico y los movimientos aperturistas.
TEXTOS. MARIO DANIEL ANDINO. FOTOS. MARIO DANIEL ANDINO y el litoral.

Para aproximarse a Arabia ya no bastan las referencias a la mítica tierra imaginada por escritores y poetas, desde James Joyce a Jorge Luis Borges, ni superar las confusiones occidentales al invocar bajo su nombre leyendas que tienen más origen persa e hindú que propiamente árabe, como ocurrió con frecuencia con las Mil y Una Noches; ni siquiera alcanza entender la fascinación por el desierto del legendario Thomas E. Lawrence, llevada al cine con maestría por David Lean. Es que los cambios experimentados por la península arábiga en las últimas décadas han transformado su realidad en una medida antes ni siquiera sospechada.
Sobre el Golfo Pérsico, a lo largo de blancas playas bajo las cuales se oculta negro petróleo, se alinean pequeñas monarquías gobernando sociedades generalmente conservadoras, en sus prácticas sociales y religiosas, pero sin dudas dinámicas y aperturistas en el plano económico, como singular y contradictorio resultado de los beneficios otorgados por la exportación de una materia prima vital para el abastecimiento mundial.
Deslumbra el despliegue comercial, tecnológico y arquitectónico de los Emiratos Árabes Unidos, que en términos occidentales podemos comprender como una moderna confederación o liga de pequeños reinos. Su capital Abu Dhabi, en la que se reúnen periódicamente los emires de la liga en un extraño hotel-palacio-, constantemente gana terrenos bajos para avanzar sobre los islotes arenosos de su costa marítima, levantando su autódromo de Fórmula 1, organizando la sucursal del Louvre de París, sembrando campos para el golf y sumando complejos hoteleros, atractivos que se suman a su monumental mezquita de mármol blanco con incrustaciones de lapislázuli y nácar, en cuyo interior penden enormes lámparas de cristal, oro y piedras preciosas.
Mucho más impacta al visitante la joya de los E.A.U.: Dubai, emirato que ya no depende del petróleo por haberse convertido en meca de inversores inmobiliarios, en paraíso para depositar capitales y en faro de atracción para turistas ricos y convenientemente refrigerados, los que pueden arribar a la más grande terminal aérea de una sola compañía (Emirates, convertida en un gigantesco shopping con forma de cilindro aplanado), subir a la torre más alta del mundo (el Burj Khalifa con sus más de 850 metros), comprar en los centros comerciales más vastos, esquiar en la mayor cancha de esquí de nieve artificial, jugar con sus hijos en parques acuáticos estilo Florida o alojarse sobre el borde del mar en el hotel más caro de todos (el Burj Al Arab o “la vela”, sorprendente conjunción posmoderna de estructuras y decorados).
Sobre esas costas húmedas y calurosas también está el reino de Qatar, con su expansiva línea aérea, su promesa futura de un mundial de fútbol con estadios refrigerados y desarmables, y su cadena televisiva Al Jazeera, centrada en la capital Doha, el medio masivo más exitoso del mundo árabe que no oculta su simpatía por las revueltas libertarias que sacuden actualmente el Islam.
Esto último preocupa precisamente al vecino Bahrein, pequeño reino edificado sobre islas, asiento de una flota norteamericana y con un gobierno tratando de controlar las protestas de su población shiíta.
En el extremo sureste, asomado a la puerta del golfo y al océano Índico, con costas rocosas por las que supuestamente anduvo el legendario Simbad el Marino, se extiende el Sultanato de Omán, mostrando la blancura de su moderna capital Mascate, sus carreteras pobladas de autos costosos y bordeadas por kilómetros de flores, sus limpios y educados habitantes, con hombres de túnica blanca y mujeres cubiertas de negro, según el estilo dominante en la región, o bien, con mujeres llevando túnicas de colores y extrañas máscaras para ocultar el rostro, si se trata de familias beduinas del interior.
En el centro de la península está Arabia Saudita: la tierra de los lugares sagrados del Islam, el sueño de los peregrinos en busca de La Meca, el mayor de los estados que se extiende desde su vasto, seco y quemante desierto central. El país mantiene amistad política y económica con occidente, moderniza ciudades, infraestructura y fuerzas armadas, pero persiste en cerradas tradiciones familiares y religiosas; un conservadorismo que se prolonga en su negación a recibir visitantes no musulmanes, salvo que acudan exclusivamente por negocios a Riad.
Todas estas sociedades montan su desarrollo y más que aceptable nivel de vida a la sombra del petróleo, expandiendo servicios en busca de otros ingresos, montando adecuados sistemas educativos y de salud para sus ciudadanos, brindando seguridad jurídica para los inversores externos, al tiempo que sostienen un sistema penal severo y exhiben un bajísimo nivel de delincuencia, de adicción a las drogas y de alcoholismo.
El oro negro también les permite importar en forma masiva mano de obra musulmana proveniente de Bangla Desh, Pakistán, India, Egipto o Sudán (especialmente para la industria petrolera y la construcción) o bien malayos, indonesios, filipinos y algunos europeos para atender los hoteles, el comercio o el servicio doméstico. Ejércitos de migrantes que escapan del desempleo en sus tierras, se asientan temporalmente y remiten dinero a sus familias, trabajando arduamente en estos dorados reinos de los que no podrán obtener nunca su carta de ciudadanía.
YEMEN O LA “ARABIA FELIX”
Sobre el borde sudoeste de la península se extiende un país diferente: la República de Yemen, la legendaria tierra de la reina de Saba, o mejor dicho, del reino de Saba y su reina Bilqis, la misma que, según dicen, apasionara al rey Salomón. Un país que permanece en relativo aislamiento, con rasgos más próximos al horizonte medieval que a la modernidad. Importa detenerse en su particularidad.
Yemen no cuenta con el beneficio del petróleo y por su débil economía se lo considera el país mas pobre del mundo árabe. Sus costas y el desierto que se extiende hacia el este resultan inhóspitos, por lo que la mayor parte de la población se concentra en las mesetas y montañas de oeste, próximas a las costas del Mar Rojo. En estas alturas se moderan las temperaturas y hasta pueden esperarse lluvias importantes en la temporada húmeda monzónica.
Yemen fue tierra de varios reinos locales, pero también tierra dominada por etíopes, persas, romanos, los diversos califatos árabes, los portugueses, el imperio turco y el dominio británico. Al término de la primera guerra mundial obtuvo su independencia pero, tensionado por los sauditas, los intereses occidentales, los egipcios del proyecto panarabista de Nasser y el interés soviético en la región, terminó por dividirse, entre 1962 y 1990, entre la República Árabe de Yemen (el norte de tradición islámica) y la República Popular de Yemen del Sur (una breve experiencia socialista marxista). El resultado fueron los prolongados períodos de guerra civil, la reunificación y la entronización de gobiernos dictatoriales.
La atracción de extranjeros hacia la “Arabia Felix”, como la denominaron los romanos, se debió a sus valles fértiles y a su ubicación estratégica vecina al Mar Rojo, ideal para el paso de especias y otros productos de la India. También interesó su producción cafetera local, exportada desde el siglo XV por el puerto de Al Makha o Moka, nombre hoy conservado en postres y helados con gusto a café en todo el mundo, pero perdido en el propio Yemen, donde apenas subsiste una escasa producción en las tierras altas.
La capital Sanaá, según alguna leyenda fundada por uno de los hijos de Noé, aunque probablemente de origen etíope, está situada en una meseta a más de 2000 metros de altura, y es una de las más hermosas ciudades del Cercano Oriente para los amantes de la arquitectura histórica. Sus barrios nuevos, que se extienden con rapidez, no son diferentes a otros del mundo árabe, pero la “ciudad vieja” ubicada en el centro y preservada en forma integral, es de una extraña y única belleza.
Sus edificios de piedra y adobe (que suelen relacionarse con herencias mesopotámicas), tienen en muchos casos mas de cuatro siglos y se elevan hasta seis o nueve pisos. Llaman la atención pequeñas aberturas cerradas con vidrios de colores y de alabastro traslúcido, como fuentes de luz natural, mientras que las ventanas, de mayor tamaño y con frecuencia sin vidrios, se abren o mantienen cerradas con viejos postigos de madera.
Si bien los interiores son lisos y lucen revoques encalados, los muros externos muestran la desnudez de la piedra gris o un revoque de tonalidad ocre, pero están decorados con franjas pintadas de blanco en todos los bordes de terrazas y alrededor de lucernarios y ventanas, formando preciosos entramados de diseño geométrico que contrastan con el tono oscuro del conjunto.
Por encima de todo se elevan altos minaretes de forma octogonal o exagonal, que se van reduciendo hasta una pequeña cúpula superior. Por debajo, callejuelas que conducen al zoco o mercado que se extiende con sus innumerables tiendas de especias, dátiles, verduras, cuero trabajado, recipientes de latón, muebles, artesanías para visitantes, baratijas chinas e hindúes; tiendas en torno a la gran puerta ubicada en el tramo que aún permanece en pié de la antigua muralla.
En los valles y mesetas que rodean la capital se suceden pueblos de extraña belleza, varios de ellos considerados patrimonio de la humanidad: Thula, con sus casas de piedra ocre escalonadas bajo y en torno a un enorme peñasco, con sus antiquísimas cisternas levantadas para capturar las lluvias donde las mujeres lavan ropa o recogen agua para la casa; siguen Shibam con su mercado, Manakha, al borde de una meseta, y Hababa, con su enorme aunque sucia cisterna medieval.
La más impresionante de todas estas poblaciones centrales es, sin dudas, Al-Hajjarah, edificada a más de 2.500 metros de altura, sobre lo alto de una cresta montañosa y asomada a un precipicio descomunal, con su racimo de antiguas casas-torre sólo separadas por tortuosas callejuelas también de piedra, por las que circulan cabras, algunas mujeres llevando trastos en la cabeza o grupos de niños siguiendo al ocasional visitante extranjero para venderle alguna baratija, pedirle golosinas o simplemente ser retratados (lo que ruegan en forma insistente gritando “¡shura, shura!”)
Hacia el sur de la capital, por las rutas que conducen al mas occidentalizado y menos interesante puerto de Adén, se atraviesa la zona más fértil del país, con las pobladas Ibb y Djibla, ciudades rodeadas de verdes colinas sobre las que se escalonan centenares de terrazas de cultivo (que hacen recordar a los valles de Perú, Nepal o China) y se arriba a Taiz, ciudad preferida por el turismo regional por su benigno clima durante casi todo el año, edificada en un amplio valle, con sus antiguas mezquitas y fortalezas dominando un bello paisaje.
DIFICULTADES Y RIESGOS
No es sencillo adentrarse en Yemen, dada su historia de largos desencuentros y fragmentación interna que persiste en la población actual. En primer lugar, la situación política limita la emisión de visados y no se aceptan viajeros independientes, ya que las autoridades prefieren controlar a través de empresas de viajes de su confianza. La no aceptación o la demora burocrática generalmente puede ir disfrazada por un “no se recomienda visitar”, frase que incluso repiten para sus ciudadanos gobiernos extranjeros como Estados Unidos, España o Italia.
La primera sorpresa puede ser el llegar a un hotel custodiado y con barreras de púas para evitar la arremetida de coches-bomba, luego recibir las noticias de cuáles de los trayectos previstos por el interior serán viables, ya que pueden recortarse o suspenderse según se intuya peligro para los viajeros.
Generalmente se temen secuestros de extranjeros para pedir rescate, práctica que llevan a cabo algunos clanes o tribus para presionar al gobierno y negociar ventajas políticas, o bien son producidos por bandas de malhechores interesados simplemente en dólares norteamericanos.
En algunas poblaciones pudimos ver a civiles caminando por calles y mercados armados con modernos fusiles ametralladoras, que llevan colgando de sus hombros como algo natural, o bien pistolas y cargadores insertados en los cinturones junto a la jambia; en todo caso, mirando al extraño con cara-de-poco-amistoso, expectantes por si se encuentran con miembros de algún clan de ancestral rivalidad.
Mucho más peligrosos para visitantes se han mostrado los adherentes a la red terrorista Al Qaeda, que en el año 2000 provocaron el atentado suicida a un destructor estadounidense anclado en Adén matando diecisiete tripulantes, dos años después ejecutaron cuatro médicos extranjeros en un hospital de Ibb y en el 2007 despedazaron siete turistas españoles con un vehículo cargado de explosivos también al mando de un suicida, mientras recorrían en camionetas las ruinas del reino de Saba, en Marib. Hoy el sitio no se visita, al igual que la Shibam del desierto, a la que llaman la “Manhattan de Yemen” por sus altos edificios de adobe. Incluso en el corriente año se ha prohibido el acceso a las alturas de Al-Hajjarah, que antes describimos.
En nuestro caso, fuimos acompañados en camionetas por custodios de la policía militar y debimos detenernos en varios retenes del ejército, puestos guarnecidos con importantes armas pesadas detrás de las clásicas trincheras con bolsas de arena, en donde se debe informar la identidad y confirmar el regreso por la misma ruta, para ver si falta alguno.
Lejos de los oficiales, la tropa se atreve a mostrar sus armas y hablar de ellas: generalmente tienen un escaso pero seguro salario, utilizan fusiles de asalto kalashnikov de origen coreano, lucen gorros con orejeras y sacones verdes que quizás provienen, por su estilo inconfundible y su vejez, de algún viejo almacén comunista del tiempo de la Guerra Fría sea soviético, chino o norcoreano-.
Por cierto que no lo reconocen frontalmente en Yemen, pero después del ataque portuario y el atentado a las torres gemelas, todos saben de la ayuda norteamericana al gobierno de Alí Abdullah Saleh, de la presencia de agentes de la CIA y asesores encubiertos, incluso de la utilización de aviones no tripulados para eliminar, misil mediante, a líderes terroristas que circulaban en automóvil por una ruta del país, como lo reconoció la prensa anglosajona años atrás. Todo permanece en una especie de nebulosa informativa cuando se trata de fuentes controladas por el oficialismo, dejando como rumores los reiterados secuestros de extranjeros, los ataques a edificios públicos, el cierre de escuelas coránicas extremistas, las operaciones militares para terminar con campamentos de terroristas o alguna secreta participación estadounidense en nuevas operaciones de “cirugía menor”.
Vale decirlo en pocas palabras: un país maravilloso por la apertura casi virginal de la gente hacia el viajero y por la extrañeza de su cultura, todavía incontaminada por la globalización en muchos aspectos. Pero también un país detenido en su desarrollo económico y desafiado por un futuro político incierto, en el cual un gobierno dictatorial hace equilibrio sobre la red de antiguos clanes, tensionado entre el extremismo islámico y la presión norteamericana, desafiado actualmente por los movimientos de jóvenes universitarios que pugnan por libertades democráticas.
El tiempo dirá, en esta tierra de historia conflictiva y guerrera, en qué medida cobrarán vigor las viejas tensiones entre norte conservador y sur modernizante, entre islamistas y laicistas, entre nacionalismo y aperturismo, más allá de la subsistencia o no del actual régimen.

SOBRE HOMBRES Y MUJERES
Yemen muestra una sociedad con herencias tribales y guerreras, con los hombres ocupando el centro de la escena. Dirigen la familia, pasean por las calles, atienden puestos en los mercados y se reúnen sentados en alguna esquina para hablar de política, de mujeres o de algo que han visto por la televisión.
Muchos simplemente dejan pasar el tiempo y consumen el “qat”, unas hojas de efectos narcotizantes y placenteros que mascan durante horas formando un bollo que infla inevitablemente uno de los costados de la cara; una pasión nacional -una adicción sin dudas-, comparable al consumo de coca en el altiplano sudamericano, facilitada por su bajo costo, su alivio de dolores corporales, su distracción de otras tentaciones y su rol como sustituto de comida en el día. Lo lamentable es que el furor por el qat ha desplazado, tanto en cultivos como en hábitos de consumo, a los tradicionales té o café, tan arraigados y disfrutados en todo oriente.
Las actitudes masculinas evidencian tanto su pasado conflictivo como su predominio social. Los adultos se cubren la cabeza con turbantes que arrastran alguna influencia hindú, visten generalmente camisa o más modernas chombas, a veces envueltos con una manta o cubiertos con un saco estilo occidental, humilde y gastado por el tiempo. La mayor parte de ellos no llevan túnicas largas como en el resto de la península arábiga, sino que usan una falda de colores sobrios crema, gris, marrón- y calzan sandalias.
Lo que llama más la atención es lo que llevan en la cintura muchos viejos y jóvenes: la jambia, un cuchillo curvo con mango grabado, pendiente de un estuche y cinturón con ostentosos adornos en cuero, cobre o plata. Un arma convertida mas que nada en adorno personal, en signo de cierta distinción familiar y que muestran con orgullo acomodándolo delante del abdomen.
No resulta extraño ver a hombres adultos caminando tomados de la mano o del brazo, ya que no pasean con sus mujeres sino entre ellos. Una costumbre que disimulan apartando al amigo cuando perciben que un extranjero los observa, al parecer temiendo ser confundidos con afeminados.
Las mujeres se ven poco en las calles y no atienden negocios; crían sus hijos, cocinan y acarrean las compras o el agua. En los campos trabajan la tierra junto a los hombres, aunque generalmente ellos están más dedicados al pastoreo de cabras y ovejas.
Cuando son niñas y hasta la primera menstruación, lucen vestiditos de colores con adornos de brillos y llevan el pelo trenzado, salvo cuando tienen el uniforme escolar que las obliga a cubrir la cabeza enmarcando el rostro; una cobertura que ha terminado por resumirse en occidente como “hijab” y que predomina, por ejemplo en Irán, para todas las mujeres, incluidas las extranjeras.
Cuando son adultas, siguiendo la usanza generalmente saudita arraigada en la familia, deben cubrirse con el “niqab” negro, velo que deja ver apenas los ojos, extendiendo su ocultamiento con una túnica también negra que cubre la totalidad de la cabeza y del cuerpo, dejando ver solamente los pies. En algunos casos muestran bellos adornos bordados en oro o plata sobre las mangas de tela negra, o bien, según tradición generalmente beduina, se pintan manos y pies con henna.
En otras mujeres hay un estilo mas local, quizás de influencia africana o beduina, como se observa en zonas del vecino Omán, que consiste en mantener el color negro para velar el rostro pero superponiendo sobre la cabeza y el cuerpo el contraste de coloridas telas con dibujos geométricos o florales.
Cuando están lejos de los hombres de la familia, las mujeres no muestran recelo ni huyen de los grupos de extranjeros, y hasta aceptan dejarse fotografiar, lo que constituye una rareza en sociedades árabes tradicionalistas. Hablar con ellas, si se presenta la rara oportunidad y asistencia bilingüe mediante, sirve para confirmar sus agobiantes labores, especialmente en el campo, su maternidad que oscila entre cuatro y ocho hijos, y su vida formando parte de un clan extendido, donde los distintos matrimonios, hijos y nietos, siguen en contacto y conforman una especie de red, a la vez controladora y solidaria, en el mejor estilo de las sociedades premodernas.


