Contumacia

Carlos Catania

Tu problema es que aún tienes la idea de que la normalidad es lo normal (Salman Rushdie).

El señor sube a su automóvil en un sitio determinado, con el objeto de dirigirse a otro lugar. Diremos que tiene un objetivo y que éste no puede exteriorizarse; ocupa el subconsciente en un estado que podríamos llamar de alerta. Encender el motor y realizar las operaciones para que el vehículo se ponga en marcha, responden a un automatismo que suele establecer la costumbre. Avanza, no sin antes echar una mirada por el retrovisor. Si bien el auto lo lleva, es él quien conduce al auto. El semáforo rojo (una suerte de “símbolo” de prohibición) le indica que se detenga. El verde lo induce a seguir, pero le molesta que el conductor del auto que viene detrás haya hecho sonar la bocina para apurarlo. Una serie de pensamientos terroristas invade su cerebro. Para colmo, un carro de cirujas lo obliga a aminorar la velocidad. Como suele decirse, el odio calienta el corazón.

De pronto, un amigo que pasa caminando por la vereda lo saluda. El señor responde con golpecitos en la bocina. Sonríe. Imágenes suscitadas por su relación con el amigo, pueblan ahora su mente. Todo esto ocurre al mismo tiempo que otros pensamientos ocupan vertiginosamente su cabeza, quizás, vaya a saber, relacionados con el sitio al que se dirige y mantenidos, por así decir, en un segundo plano.

Detenido en otro semáforo, cierra la ventanilla como precaución, pues le han informado que ese barrio es peligroso. Recuerda el asalto sufrido por su primo el mes pasado, al que le robaron el dinero y destrozaron su mandíbula. Una serie de estímulos relacionados con la inseguridad y la policía lo inquieta. Se interroga acerca de qué procedimientos habría que emplear a fin de terminar con la creciente criminalidad y corrupción. Se imagina empuñando un revólver. Chispazos de lo que ha visto en televisión desaparecen al llegar al centro y contemplar la figura de una bella mujer de pie frente a una vidriera. Por unos segundos, fantasea sexualmente; al doblar hacia la derecha sonríe porque ayer ganó Unión.

Un banco en la siguiente esquina estimula sus pensamientos hacia el dinero. Repentinamente, siente el dolor en la clavícula que lo ha venido molestando desde hace días. Sucede una representación del traumatólogo al que piensa consultar y a continuación el fallecimiento de un tío al que quería mucho.

Todos estos incidentes mentales y vibraciones de los sentidos se han producido mientras conduce: frenando, acelerando, cambiando la marcha, atento a los otros autos y colectivos, escuchando noticias radiales y haciendo una llamada por celular a un amigo: ¿a qué hora es la reunión de mañana? Por fin llega, saca un ordenador portátil del asiento trasero, baja del auto, cierra con llave manipulando el remoto, responde “bueno” al chico que se ofrece para cuidar el coche, camina unos metros y finalmente desaparece tragado por la puerta giratoria de un edificio de tres pisos.

Aquí lo dejo. Como dice el tango, “el mundo sigue andando”.

Ignoro lo que este señor hace en el interior del edificio. Poco importa. Rescatando lo sucedido durante el viaje, pienso en el notable parecido que tiene con el ámbito bastante exiguo de la existencia misma: un punto de partida llamado alumbramiento y otro de llegada que responde al nombre de muerte. Entre ambos extremos se desarrolla a un tiempo un abultado y entrecruzado número de estímulos físicos y síquicos: sentimientos, resentimientos, amores, odios, alegrías, penas, aburrimiento, diversiones, miedos y, sobre todo, una fuerte compulsión hacia el llamado progreso.

El señor mencionado, tarde o temprano saldrá a la calle. En el segundo ejemplo, la Gran Puerta permanecerá cerrada. El problema consiste en investigar si en algún resquicio de tal mezcolanza de estímulos, seríamos capaces de pisar el freno, echar una mirada no al retrovisor, sino a nosotros mismos, y luego asumirnos como conductoras responsables. En una palabra: adquirir conciencia de que pertenecer a este mundo de incansable perversidad, nos obliga a concentranos y tomar partido por una regeneración que quizás nunca se produzca.

¿Vivimos, en realidad, una época de distracción, de narcisismo, de libertad nominal, de entontecimiento cotidiano de profundos temores...? Notables contrastes. El espejito retrovisor-cultural indica situaciones semejantes acontecidas en otros tiempos. Sorprende entonces el alto grado, en intensidad y persistencia, de obstinación en el error. En tal contumacia patina el Hombre, pese a la cantidad de semáforos en rojo encendidos durante siglos frente a sus narices.

Aquí no se moraliza. Dejo eso en manos de los “éticos”, que por cierto abundan. Simplemente, se trata de evitar las trampas; evitar la dispersión; no dejarse engañar por los fugitivos y renovados ofrecimientos terrestres, lo cual es propio de seres que, lejos de oponerse a la alienación de la realidad, se “acomodan” y regodean con ella, empeñados en sacar partido del basural de la existencia. ¿Y qué significa oponerse?: No participar —hasta donde se puede— en el juego propuesto para idiotizarnos. Sacudirnos la docilidad. Poca cosa, por cierto. Sin embargo, si es verdad que la mayoría de la gente cree sólo lo que ya sabe, existe otro sector dispuesto a ponerse de acuerdo consigo mismo, comenzando por investigar de dónde proviene ese olor a podrido que no es prioridad de Dinamarca. Valga. Evitar asimismo el contacto con esos hombres mustios, miembros de un rebaño, que no producen chispa alguna al hablar y cuya errática mirada interior se vaporiza al instante.

Diré de paso que en “Reflexiones acerca de las conversaciones sobre las islas Falkland”, ese genio inglés llamado Samuel Johnson (más conocido como doctor Johnson) inscribe una nota optimista: “Hay razón para esperar que a medida que el mundo se ilustra, la política y la moral terminarán por reconciliarse, y que las naciones aprenderán a no hacer lo que no soportarían que les hagan”.

Seguramente, este gran escritor haya tenido razones serias para aventurar semejante optimismo, pero la verdad es que desde su tiempo (nació en 1709) hasta el presente, el mundo no se ha ilustrado un pepino. Consecuentemente, el matrimonio entre política y moral no se ha contraído, lo que no incluye la existencia de grandes políticos de fina visión humanista e integridad, cuyo ejemplo son pequeñas luces en la inmensidad de la noche.

Bien que el aporte de las ciencias y el doble filo de las técnicas ocupan un sitio predominante en la actualidad, habrá que examinarlas también desde un punto de vista esencialmente humano, y observar atentamente las estrategias del poder imperial que nos considera, en sus términos, un “rebaño desconcertado” al que, mediante la propaganda, es posible reglamentar su mente, igual que un ejército reglamenta a sus soldados.

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Semáforo con hornero. Foto: Amancio Alem