Sobre Dora y Leonora
Sobre Dora y Leonora
Las dos Carrington
Ambas artistas pertenecieron a ambientes totalmentes diferentes. Compartieron el mismo ansia desmesurado de vivir.

“The templation of Saint Anthony”, de Leonora Carrington
Foto: Archivo El Litoral
Ana María Zancada
A raíz de la muerte de Leonora Carrington días atrás en México, en algunas publicaciones aparecidas vuelve a deslizarse un error común, al confundir la vida de las dos Carrington, artistas ambas, pero de orientación y ambiente totalmente diferentes. Leonora y Dora no se conocieron pero tuvieron en común, amén del apellido, un ansia desmesurada de vivir, avatares angustiantes a lo largo del camino. Una decidió terminar con su vida, mientras que la otra consumió el hilo que la generosa Cloto le dio, en casi un siglo.
Dora o la pasión estéril
Los que deseen corporizarla, pueden recurrir al personaje creado magistralmente por Emma Thompson en la película “Carrington”. Era sumamente independiente, talentosa, casi bonita. Formaba parte del grupo denominado Bloomsbury, porque la mayoría de los integrantes vivía en ese barrio londinense. Eran jóvenes, rebeldes, críticos hasta la exasperación del régimen social, político y cultural que se respiraba en ese momento en Inglaterra (1915 a 1940). La Inglaterra victoriana se estremecía con las audacias de este puñado de intelectuales que vivían a su manera y desafiaban las pautas morales imperantes.
Grandes nombres frecuentaban los claustros universitarios como Bertrand Russel, futuro premio Nobel; Maynard Keynes, otro Nobel; Lytton Strachey, escritor; las hermanas Virginia y Vanesa Stephen, que luego cambiarían su apellido al casarse la primera con Leonard Woolf y la segunda con Clive Bell; el pintor Mark Gertler y el militar Ralph Partridge que contrajo matrimonio con Dora, unión que duró muy poco.
Lo cierto es que el grupo escandalizaba por sus libertades pero marcaba tendencias con sus extravagancias dentro de la pacatería londinense.
Es en ese ambiente en que Dora Carrington, simplemente Carrington, ya que le gustaba que la mencionasen sólo por su apellido, conoce a Lytton Strachey, inteligente, retraído, brillante en sus comentarios y escritura y homosexual. Su relación fue ambigua y extraña, primero con el rechazo de él, pero luego con la victoriosa tozudez de ella, lograron una convivencia fuera de lo común pero fiel. Carrington era fundamentalmente un ser libre, pero capaz de una pasión convencida de su elección. El terminó aceptándola. Ella se casó, se separó, soportó los amantes de él, lo cuidó con devoción y durante la larga enfermedad de él no se separó de su lado.
Luego de su muerte, antes de los dos meses se suicidó. La vida sin él no tenía sentido. En su diario dejó escrito: “Primero falleció él. Por un tiempo ella trató de vivir sin su presencia. No le gustó y murió”. Conmovedor.
Leonora Carrington
La otra Carrington acaba de terminar su larga vida en México. Inglesa de nacimiento, proveniente de una acomodada familia, demostró desde muy joven un espíritu independiente, que no encajaba dentro de las encorsetadas costumbres de la Inglaterra de principios del S.XX.
Su viva imaginación se vio enriquecida por los relatos de su nana irlandesa y de su abuela. El parnaso celta nutrió los personajes que luego se corporizaron en sus obras.
A los quince años fue enviada a un internado en Florencia, donde descubrió la pintura. Tal vez su madre haya sido la que marcó su camino al regalarle un libro sobre el movimiento surrealista y sus alquimias. Así es como conoce la existencia de Max Ernst, de quien se enamora, huye a París y allí entra en contacto con el grupo de André Breton. Ese mundo onírico de lenguaje desmesurado la fascina y es a través de él donde encuentra el camino para expresar el fuerte sentido de independencia que ya marcaba su carácter. Pero en el movimiento surrealista las mujeres no tenían cabida como protagonistas principales. Sólo podían ser musas inspiradoras y jóvenes, ya que como decía André Breton, a la primera arruga la musa podía darse por jubilada. Allí también conoce a otra mujer excepcional, Remedios Varo, que sería su amiga luego en el exilio mexicano.
La Segunda Guerra Mundial rompe el mundo de sueños del grupo parisino. Para Max Ernst fue la persecución y la cárcel, Leonora termina en un hospital psiquiátrico. Luego conoce al embajador de México en Portugal, Renato Leduc, se casa con él, aprovechando la inmunidad diplomática para huir de Europa. Es a través de este hombre que Leonora conoce la magia de la tierra azteca, sus colores, sus formas, su ancestral parnaso indígena que la conquistan para siempre.
Sus sentimientos son inestables, casi tanto como sus fantasías. Se separa de Leduc, se casa con el fotógrafo húngaro Emérito Chiki Weiz, con quien tiene dos hijos, para luego dejarlo también.
Las relaciones personales no lograron menguar su delirio artístico. Su mente imaginaba mundos desopilantes, con animales protagonistas, laberintos sin fin, personajes etéreos en escenarios desolados. La década del ‘50 la encuentra también vinculada al teatro.
Es en México donde conoce a Luis Buñuel, compartiendo alocadas imágenes y amaneceres de tertulia y alucinógenos. Octavio Paz dijo de ella: “Leonora es un personaje delirante, maravilloso, un poema que camina, que sonríe, de repente abre una sombrilla que se convierte en pájaro, después en pescado y luego desaparece”.
Sus cuadros hablan de ese mundo mágico que la habitaba: La gigante, Laberinto, El despertar, El juglar, Y entonces ví a la hija del Minotauro. El mundo celta de la infancia se vio enriquecido con la profusión de culturas indígenas prehispánicos de la tierra azteca.
Una de sus obras más importantes es el mural “El mundo mágico de los mayas” que pintó en 1963 para el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México y que actualmente se encuentra en el Museo de Antropología de Chiapas. El profundo mundo mítico de los indígenas nutre la afiebrada imaginación de la artista que plasma sus vivencias con la intensa naturaleza que la rodea y que ella elige para vivir hasta el final.
En la década del ‘70 pasa bastante tiempo en Estados Unidos y toma contacto con el movimiento feminista. En los ‘80 comienza a fundir esculturas en bronce. Una de ellas se luce en el Paseo de la Reforma en la capital azteca. Los últimos años vuelca su imaginación en los tapices y la confección de muñecas. Como si buscase crear un mundo paralelo donde refugiar las figuras fantásticas que durante años poblaron sus cuadros, atrapadas en la superficie de sus obras, intentando un mudo lenguaje cargado de símbolos y colores compartidos en el universo de la inmortalidad.
Elena Poniatowska, autora de “Leonora”, una novela inspirada en la obra de la artista, expresó en una entrevista: “Carrington fue tan grande como Kahlo, creo que su talento va a ser más fuerte a medida que transcurra el tiempo, es tan única como lo fue Frida Kahlo, pero ella no quiso la fama”.

“Retrato de Edward Morgan Forster”
realizado por Dora Carrington
Foto: Archivo El Litoral

“Martes”,una obra de Leonora Carrington. Foto: Archivo El Litoral

Dora Carrington
posó desnuda en Londres sobre una escultura.
Foto: Archivo El Litoral

Sin tíulo, otra obra de Leonora sobre un paisaje campestre protagonizado por conejos. Foto: EFE

“Juggler”, de Leonora Carrington
Foto: Archivo El Litoral

Leonora Carrington
ante su caballete en una fotografía de 1956.
Foto: EFE