La vuelta al mundo

Camboya y los asesinos del siglo XX

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Huella trágica. En un museo de Phnom Penh un joven observa cráneos que evocan las matanzas del régimen de Pol Pot.

Foto: AFP

Rogelio Alaniz

Treinta años después de la caída del régimen comunista en Camboya, los principales responsables del genocidio -que son, al mismo tiempo, los únicos sobrevivientes- serán juzgados por un tribunal internacional de las Naciones Unidas. Los juicios se están llevando a cabo en Pnom Penh y se presume que durarán unos cuantos meses. Los imputados son Ieng Sary, Khieu Samphan, Ieng Thirith y Mom Chea. Pol Pot, el jefe de los temibles khmer rouge, murió en 1998 y su nombre ha quedado asociado para siempre con los de Hitler y Stalin, es decir, con los grandes genocidas del siglo veinte.

Hoy, quienes se sientan en el banquillo de los acusados son unos inofensivos viejitos, pero en su momento de esplendor fueron ministros y secretarios de Estado y, sobre todo, responsables de la masacre de cerca de dos millones de camboyanos. Cuesta asimilar a estos ancianos doblegados por los años y las enfermedades con los genocidas que ordenaban torturar y asesinar sin que se les alterase una facción de sus rostros.

La biología deja sus enseñanzas a la historia. Los asesinos también envejecen. El poder otorga atributos, privilegios, beneficios, pero todavía no ha logrado hacer realidad el sueño o el delirio de inmortalidad. Desde Calígula a la fecha los déspotas han podido matar, pero no han podido impedir su propia muerte; han controlado y dominado, pero no han podido impedir la derrota del tiempo. El pacto con el Diablo para disfrutar de la eterna juventud es una fantasía de Goethe. Las lecciones de la vida, en ese sentido, son monótonas y previsibles: los hombres envejecen y mueren, incluidos los dictadores y los verdugos. Su destino no es diferente al de los otros mortales; en todo caso es mas patético, sobre todo -como en el caso que nos ocupa- cuando a la pérdida de la juventud se suma la pérdida del poder.

Durante algunas semanas los miembros del tribunal, y quienes nos interesamos por este juicio, volveremos a revivir las jornadas fatídicas que dieron lugar a la friolera de dos millones de muertos en nombre de Marx, Mao y el socialismo. Los imputados tratarán de explicar -ellos o sus abogados defensores- por qué decidieron implementar el más perverso y sistemático plan de ingeniería social sin inquietarse por sus costos sociales.

Pol Pot y sus seguidores -esos viejitos que ahora escuchan los informes de los fiscales- se educaron en Europa, estudiaron en sus mejores universidades y leyeron a los grandes autores del llamado socialismo científico. El propio Pol Pot estaba familiarizado con las lecturas de Jean Paul Sartre, Roger Garaudy, Louis Althusser y Francis Jeanson; su mujer era doctora en Letras y el tema de su tesis fue William Shakespeare. Los novios se casaron un 14 de julio, y Pol Pot siempre recordaría orgulloso esa fecha porque nunca dejó de identificarse con las reivindicaciones históricas de la revolución francesa: igualdad, libertad, fraternidad.

Quienes lo conocieron y trataron hablan de un hombre de modales suaves y distinguidos, de sonrisa agradable y lenguaje pulido, nada que ver con el monstruo de la leyenda. Es la historia, también, la que nos enseña que es más fácil transformar en fanático a un hombre ilustrado que a una persona sencilla. La fascinación que las ideas ejercieron sobre ciertos intelectuales del siglo veinte se ha encargado de probarlo. Días pasados leí una biografía novelada de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, y esta hipótesis se confirmaba en toda la línea: Mercader no era un sicario, no era un vulgar asesino, mucho menos un mercenario; mató en nombre de una causa, de un ideal si se quiere. Y Stalin le reconoció los servicios prestados y lo condecoró luego como héroe de la URSS.

En nombre de una sociedad más justa, más humana se han cometido los crímenes más horribles. Un sicario mata por plata, un mercenario por lo mismo, un soldado porque cumple órdenes o para defenderse, pero un fanático ilustrado mata porque supone que la defensa de un principio superior lo autoriza a hacerlo. Ideales como el amor, la amistad no valen para él o si valen están subordinados a ese ideal. En el siglo veinte se han escrito interesantes novelas y ensayos acerca de los remordimientos y culpas de quienes mataron a sus mejores amigos porque la revolución lo exigía. “Cómo sangras disciplina”, escribió ese comunista culposo que fue René Char. Pero si alguien quiere leer una buena novela acerca de estos temas, recomiendo “Vida y destino” de Vasili Grossman o “La broma” de Milan Kundera.

La escritora alemana Hannah Arendt habló de la banalidad del mal para referirse a Adolfo Eichmann. Se trata de asesinos que se someten a una lógica de poder y no se interrogan acerca de las consecuencias de sus actos. Suponen que lo que hacen es normal y se desentienden de los valores. Es una interpretación. Personalmente me resulta más interesante la hipótesis que plantea que en realidad estos criminales no son banales ni alienados en el sentido vulgar del término; son ilustrados, son fanáticos y suponen que la defensa de un principio sagrado -el socialismo, la raza superior o la nación elegida-, habilita a matar y a matar en masa.

Es conveniente hacer la distinción. Hitler, Stalin y Pol Pot no asesinaron en defensa propia o dominados por alguna emoción violenta. Todo lo contrario, mataron en nombre de la lógica, en nombre de la razón. Como dicen los mafiosos, sus ajustes de cuentas no fueron realizados por motivos personales, sino por causas trascendentes. No odiaban ni permitían dejarse dominar por ese sentimiento. “No odies a tu enemigo”, le decía el Padrino Michel Corleone a su sobrino.

Sobre el fanatismo religioso y su pulsión de muerte ya habrá oportunidad de hablar. Importa en este caso reflexionar sobre el fanatismo laico, que tanto se parece a una religión pero que reniega de todo valor trascendente. Pol Pot y sus seguidores prohibieron la religión en Camboya. La ideología oficial fue el marxismo leninismo, y en nombre de ese becerro de oro se hizo lo que se hizo.

Recordemos que en el siglo XVIII y XIX la Ilustración se levantó contra la alienación religiosa y todos sus excesos. A la oscuridad de la fe se le opuso el reino de las luces. Hubo buenos motivos para que ello ocurriera. Como consecuencia de ello, la religión fue deshonrada y se supuso que de allí en adelante el progreso y la razón tomados de la mano conducirían a la humanidad al prometido Paraíso, que ahora no estaría en el cielo sino en la tierra.

El siglo veinte se encargó de demostrar la falacia de esa interpretación. En nombre de la razón y de la ciencia se mató sin misericordia. Si el fanatismo religioso había levantado hogueras en la Edad Media, el fanatismo ideológico -de derecha e izquierda- levantó campos de concentración y centros de muerte y exterminio. No hay que olvidarlo: todos los regímenes totalitarios del siglo veinte fueron ateos o irreligiosos. Esto no significa añorar a la Edad Media, sino recordar un dato estremecedor de la condición humana: la libertad y la igualdad fueron palabras que sirvieron de coartadas para el crimen en su peor variante: el asesinato en masa respaldado por el progreso científico y tecnológico y las más refinadas teorías sociales y estéticas.

Sin ir más lejos, Pol Pot fue un lector apasionado de Franz Fanon y de su libro “Los condenados de la tierra”. Y si lo fue de Franz Fanon, también debe haberlo sido del prólogo de Jean Paul Sartre, cuando aconsejaba asesinar para liberarse. ¿Hasta dónde ese libro o ese prólogo no fueron responsables de lo sucedido en Camboya? La pregunta no es una ocurrencia personal, se la hicieron intelectuales, religiosos y políticos. Ironías trágicas de la historia: Pol Pot mató colonialistas, pero fundamentalmente mató a campesinos y pobres gentes. Como en el caso de Stalin, no fueron los burgueses o los explotadores sus víctimas preferidas sino los supuestos destinatarios de sus esfuerzos liberadores.

Sartre, años después, se movilizó en contra de las masacres de Camboya. Él y Aron. Fue la única vez -después de casi cincuenta años de separación- que los dos egresados de la Escuela Normal Superior subieron al mismo escenario. También sería la última: los dos estaban muy disminuidos y más cerca de la tumba que de la vida. Se saludaron con un apretón de manos y hasta se permitieron hacerse algunas bromas. Después hablaron. Se dijeron cosas previsibles. Pero más allá de las palabras, lo que a todos los presentes le quedó en claro es que ese lugar le correspondía más a Aron que a Sartre, más allá de que los izquierdistas nunca hayan dejado de decir que era preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron.

Hoy, los responsables sobrevivientes del genocidio de Camboya están en el banquillo de los acusados. Ellos, como personas, ya no interesan demasiado; lo que interesa, en todo caso, es juzgar las obsesiones y las ideologías que habilitaron estas tragedias.