El asesinato de Augusto Timoteo Vandor (III)
El asesinato de Augusto Timoteo Vandor (III)
Un Lobo que no logró controlar las consecuencias de sus propios actos

Rogelio Alaniz
Augusto Timoteo Vandor nació en la localidad entrerriana de Bovril el 26 de febrero de 1923. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en el pueblo, pero en algún momento decidió trasladarse a Buenos Aires escapando de los apremios de los bajos sueldos, los malos trabajos, la desocupación y la falta de horizontes. Podría decirse -como licencia verbal- que fue uno de los tantos “cabecitas negras” que en los años cuarenta llegaron a Buenos Aires, aunque en este caso, como para contradecir los prejuicios de porteños e historiadores, el supuesto cabecita negra tenía cabellos rubios y ojos azules.
Estudió en la ESMA cuando estaba muy lejos de ser un centro de torturas y durante seis años vivió en el mar. En 1948 entró a trabajar en la planta Phillips en el porteñísimo barrio de Saavedra. Allí empezó su carrera sindical, primero como delegado y luego como dirigente regional. La leyenda asegura que sus inicios políticos estuvieron vinculados al troskismo de “Palabra Obrera”, la corriente dirigida por Nahuel Moreno que para esa época pregonaba el “entrismo” en el peronismo. Esa leyenda nunca fue confirmada y los propios troskistas se esforzaron por desmentirla, aunque no se sabe con certeza si lo hicieron para rendirle un homenaje a la verdad o al pudor, ya que daría la impresión que a personajes como Nahuel Moreno les daba algo de vergüenza admitir que Vandor había militado en sus filas.
Lo seguro es que para esa fecha conoció a una muchacha muy linda que trabajaba en la fábrica y que en los días de invierno se protegía con una capucha roja. Se llamaba Elida Curone y fue su esposa de toda la vida y la madre de sus dos hijos. Al apodo ‘Lobo’, Vandor se lo ganó no porque fuera un animal astuto y duro, como dijeron algunos biógrafos improvisados, sino por ser un joven enamorado que perseguía a su “Caperucita Roja”.
Sí puede decirse que el hombre luego honró al apodo. Los que lo conocieron hablaban de su expresión severa, de sus labios finos que muy raras veces se distendían en un sonrisa y de sus ojos acerados que miraban como queriendo buscar en su interlocutor una verdad que estaba más allá o más acá de las palabras. Era un lobo, peligroso como todo lobo, pero no era un mafioso.
Su ingreso al sindicalismo mayor se produjo después del golpe del 16 de septiembre de 1955. La huelga metalúrgica de 1956 se incluye entre las grandes jornadas de lucha del movimiento obrero. El régimen de la “Libertadora” respondió con represión y Vandor fue a dar con sus huesos a la cárcel. Recuperó la libertad y desempeñó un rol importante en el Congreso Extraordinario de la CGT de 1957. Y cuando Frondizi llegó al poder en 1958 Vandor ya era el jefe metalúrgico y lo seguiría siendo hasta el día de su muerte.
Con Frondizi negoció la ley 14250 de Asociaciones Profesionales. Para esa fecha ya es el dirigente sindical que golpea duro y negocia. Para una y otra movida es un jugador temible. A la hora de atacar no vacila en acordar incluso con sus detestables enemigos comunistas; y a la hora de negociar no le hace asco a sentarse a hablar con los mismos que ordenaron encarcelar o reprimir a los huelguistas.
Conducir la UOM en la Argentina desarrollista de principios de los años sesenta, significaba conducir a todo el movimiento obrero. Vandor sabía hacerlo. Lo hacía con inteligencia, audacia y hasta con coraje. Todos admiten que fue el único dirigente sindical que se propuso hacerle sombra a Perón. Tenía condiciones para hacerlo. Para esa época la revista “Primera Plana” tituló su tapa con el siguiente interrogante: “¿Vandor o Perón?” Fue la primera vez que el jefe máximo estuvo al mismo nivel que un dirigente sindical.
Fue el único dirigente sindical que transformó a su apellido en una corriente política definida: el vandorismo. En la UOM era respetado, temido y amado. Sabía ser generoso con los amigos e implacable con los enemigos. No era un angelito, pero comparado con algunas corruptelas sindicales contemporáneas, podría decirse sin exageraciones que era un gremialista honesto. Por lo menos no era ladrón.
Sus virtudes y sus vicios públicos provenían de su condición de peronista. El peronismo le había enseñado a negociar con el Estado y los militares. El peronismo le había enseñado a desconfiar de la democracia y odiar a los comunista y zurdos en general. El peronismo le había enseñado a arreglar con la policía y a pactar con los patrones. Parodiando un poema de Julián Centeya, podría decirse de él que “siempre fue peronista, nunca fue otra cosa”.
Vandor entendió antes que otros que para ser peronista en la Argentina de esos años no era necesario esperar órdenes de Perón. En su intimidad es probable que haya estado convencido de que el retorno de Perón era inviable. No le faltaban razones y motivos para defender esa hipótesis. De allí al peronismo sin Perón y la conformación de un Partido Laborista había un solo paso que Vandor intentó darlo, pero Perón le ganó de mano. La primera pulseada se dio con motivo del Operativo Retorno, donde podría decirse que Vandor ganó por puntos. La segunda pelea de fondo se dio en Mendoza, cuando en las elecciones participaron dos candidatos peronistas, uno que respondía a Vandor y se llamaba Serú García y el otro, leal a Perón, que se llamaba Corvalán Nanclares.
Perón movilizó para esta batalla todo el poder que disponía para darle jaque mate a su temible rival. Y se lo dio. Para esa fecha llegó a la Argentina su esposa, Isabel Martínez, quien piloteó “la batalla de Mendoza” y la piloteó bien. En ese viaje, Isabelita conoció a López Rega en una reunión en la casa del mayor Alberte. ¿Qué hacía López Rega allí? Es un misterio que ni Isabelita está en condiciones de responder. Diez años después los argentinos tuvimos que padecer las consecuencia de ese encuentro, pero la responsabilidad principal no era de Isabelita o López Rega.
Derrotado en febrero de 1966 su candidato en Mendoza, Vandor descartó la posibilidad de llegar al poder por la vía electoral y reforzó su alianza con los militares golpistas. El plan de lucha de 1965 le había salido redondo. Ahora se trataba de recoger los frutos. Cuando Onganía asumió el poder en junio de 1966, sus seguidores se jactaban de que en esa ceremonia Vandor subió al palco presidencial a cincuenta dirigentes sindicales, entre los que se destacaban Izzetta, Cavalli, Castillo y, por supuesto, él.
Su inteligencia o su astucia no le alcanzaron para registrar que la caída de Illia significaba también la irrupción de una nueva Argentina, una Argentina signada por la violencia y la arbitrariedad, con nuevas reglas de juego. Cerradas todas las puertas de la legalidad, proscripto el peronismo y proscriptos todos los partidos políticos, el camino de la violencia quedaba abierto. Vandor sería una de las primeras víctimas de esa violencia. La profecía de Illia parecía cumplirse al pie de la letra. “Se van a arrepentir de lo que hacen”, les había dicho el presidente radical a los militares golpistas. La advertencia, se hacía extensiva a políticos y gremialistas.
Vandor era astuto, inteligente, un excelente táctico, pero como los hechos se encargaron de demostrarlo, un pésimo estratega. Le tocó actuar en momentos de crisis y no logró controlar las consecuencias que él mismo contribuyó a desatar con sus actos. Según el historiador Juan Carlos Torres, nunca fue capaz de ver más allá de su gremio. Cada uno de sus actos, de sus decisiones, estaba condicionado por el interés del gremio. Este hábito corporativo también respondía a una añeja tradición peronista, tradición que dicho sea de paso, se mantiene vigente hasta el día de hoy.
Después llegaron fechas cargadas de significados. En enero de 1966 la CGT se dividió entre los dos líderes del movimiento obrero de entonces: Vandor y Alonso. En mayo de 1968, el movimiento obrero se dividió entre una tendencia combativa liderada por Raymundo Ongaro y que será conocida como “CGT de los argentinos” y la CGT de Azopardo dirigida por Vandor.
En septiembre de ese año, Vandor fue acusado de haber “entregado” la huelga de petroleros. Cuando el 29 de mayo de 1969 se produjo el “Cordobazo”, él reprobó las movilizaciones y llamó al movimiento obrero a estar unido con las fuerzas armadas. En esos días estallaron una seguidilla de bombas en los supermercados Minimax propiedad de los Rockefeller. El 27 de junio el periodista y dirigente sindical de izquierda, Emilio Jaúregui, fue asesinado en plaza Once. La Argentina se lanzaba sin frenos a la vorágine de la violencia. El “Operativo Judas”, fue el punto de partida de una tragedia en la que los argentinos nos sumergimos durante diez años. La foto del velorio de Vandor ocupó la tapa de Primera Plana. El título era sugestivo: “La hora del miedo”. Más que sugestivo, profético.
Todos admiten que fue el único dirigente sindical que se propuso hacerle sombra a Perón. Tenía condiciones para hacerlo. Para esa época la revista “Primera Plana” tituló su tapa con el siguiente interrogante: “¿Vandor o Perón?”