La vuelta al mundo

España y la rebelión militar del 18 de julio de 1936

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Falange en marcha. Un contingente de soldados de la derecha hace un alto en Salamanca, camino del frente de batalla en los primeros días del alzamiento. Foto: EFE

Rogelio Alaniz

Se cumplen 75 años del levantamiento militar que dio lugar al inicio de la guerra civil española. El tiempo transcurrido permite evaluar los acontecimientos en todas sus contradicciones y dilemas. La tarea de la historia consiste precisamente en instalar los matices, percibir variaciones en donde lo que en su momento predominó fueron los antagonismos irreductibles. La historia no está obligada a practicar la tolerancia o el relativismo, su compromiso es con la verdad y es la verdad la que exige contemplar lo real con el abanico del arco iris.

Todavía hoy los historiadores se interrogan sobre lo que pasó en España para que el desenlace fuera la guerra civil. ¿El peligro del comunismo? Para 1936 el comunismo era una opción minoritaria. ¿El peligro del fascismo? Su expresión más visible, la Falange, fundada por Primo de Rivera, obtuvo el 0,50 por ciento de los votos en las elecciones de febrero de ese año. Sin embargo, la lógica de la guerra colocó en el candelero el desenlace fascista o comunista. La derrota del centro político primero y el repliegue de las variantes moderadas de derecha e izquierda, provocó una situación revolucionaria que la derecha franquista zanjó a su favor luego de tres años de guerra civil.

La literatura de izquierda le reprocha a la derecha haberse opuesto a las más tibias reformas económicas y democráticas. Según este punto de vista se trataba de una derecha clerical y anacrónica que recurrió a las armas para defender sus privilegios de casta. La derecha, por su parte, sostiene que fue la izquierda la responsable de haber tensado las contradicciones al límite y haber precipitado la guerra civil como antesala de la revolución social.

Más allá de los inevitables sesgos ideológicos, ambas hipótesis disponen de buenos fundamentos para defender sus posiciones. Sin embargo, en 2011 a mí no me complace del todo esa conclusión. Puedo admitir que la causa republicana encarnó un ideal justo, pero hoy sería necio desconocer que en la derecha también había ideales, coraje y dudas, muchas dudas, acerca del desenlace de una guerra que representaba una regresión a la barbarie en sus versiones más crueles.

Para quien, como en mi caso, pobló los años de su adolescencia y juventud con las canciones republicanas de la guerra civil y los poemas de Pablo Neruda, César Vallejos y Miguel Hernández, decir esto no es sencillo ni es fácil. No estamos obligados a ser leales a nuestros amores juveniles, pero tampoco es justo traicionarlos. Equivocados o no, la causa de los republicanos es sagrada y lo sagrado no se toca y, mucho menos, se interpela en nombre de la razón.

La causa de la República es, además un “sentimiento”, un ideal, un recuerdo trágico pero al mismo tiempo, heroico. ¿Por qué traicionar los amores juveniles en nombre de la razón o el supuesto conocimiento objetivo de la historia? Tengo los años suficientes como para convivir con mis prejuicios; y si la República es eso, lo siento por la objetividad.

Pero sin embargo, no sería del todo leal a mis convicciones si dejara de hacerme algunas preguntas que hoy son indispensables hacer so pena de vivir encerrado en los mitos del pasado. ¿Me contradigo? Por supuesto. No puedo dejar de hacerlo. A las razones del corazón hay que escucharlas, pero no son las únicas. Sartre fue el que más insistió en que hay que aprender a pensar en contra de uno mismo y, me guste o no, lo sucedido en España en aquellos años exige pensar en contra de uno mismo. No quiero renegar de las coplas de la guerra civil, pero tampoco es justo opinar sobre la guerra civil española bajo la exclusiva autoridad de las canciones republicanas.

El 18 de julio de 1936 algunas unidades militares se levantaron en contra del gobierno de la República. Los jefes militares fueron los generales Emilio Mola, Gonzalo Queipo del Llano y Francisco Franco. La sublevación militar fue, más que un golpe de Estado, el inicio de la guerra civil. Hoy hay datos disponibles para pensar que el gobierno de la república era el que contaba con mayores posibilidades de ganar la guerra. Controlaba más territorio, disponían de más tropas y mejores armamentos y los principales jefes militares eran leales. Los datos, en este sentido, son concluyentes: de veintisiete generales en actividad solo siete se sublevaron; la Marina y la Aviación se mantuvieron leales. La república disponía, además, de otro formidable recurso para ganar la guerra: el dinero, el Tesoro de la Nación.

La hipótesis de que los jefes políticos de la república precipitaron la rebelión militar hoy merece ser evaluada. La izquierda republicana liderada por Manuel Azaña y la izquierda revolucionaria estaban interesadas -por razones diferentes- en provocar una rebelión militar para derrotar a la derecha y radicalizar el proceso revolucionario.

Como se recordará, la república se instaló en España en abril de 1931 luego de unas singulares elecciones municipales que produjeron la renuncia del rey Alfonso XIII. Fue un proceso de cambio de signo liberal democrático dirigido por la izquierda y su partido más representativo: el PSOE.

En 1934 la alianza entre socialistas e izquierda republicana se rompió y a las elecciones las ganó la derecha expresada en su partido mayoritario, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), dirigida por José María Gil Robles. Los dirigentes de la izquierda impugnaron esa victoria y presionaron al presidente Alcalá Zamora para que la desconociera.

En octubre de 1934 el PSOE y la izquierda convocaron a la insurrección armada en todo el país. En el único territorio donde esa insurrección se extendió fue en Asturias.

Importa detenerse en este hecho porque para muchos historiadores la rebelión de Asturias fue, efectivamente, el anticipo de la guerra civil. Allí se manifestarán los síntomas que se habrán de expresar en escala nacional dos años después: ejecuciones de disidentes religiosos y laicos y desmesurada respuesta represiva de las fuerzas armadas. Asturias demostró dos años antes que la revolución sería política, social y religiosa y que se expresaría a través de una guerra civil prolongada donde los bandos en lucha no se tendrán compasión.

Hoy resulta evidente que la izquierda se equivocó al precipitar una insurrección sin que hubieran existido condiciones y, además, violando todas las reglas de juego de la democracia. Lo que se debe entender es que en los años treinta, en el universo cultural de la izquierda existía la absoluta certeza de que la causa que se defendía era tan justa que todos los métodos que se pudieran emplear para consumarla eran válidos. A ese razonamiento lo admitía la izquierda en sus variantes socialista, anarquista, troskista y stalinista. Discrepaban en muchas cosas, pero en ese punto estaban todos de acuerdo. Lo que no tuvieron en cuenta es que la derecha también iba a pagar con la misma moneda.

Las dos España: la roja y la negra, marchaban así a la guerra dejando afuera a esa España moderada que a derecha e izquierda advertían sobre la tragedia de la guerra civil. Era la España de Unamuno, Valle Inclán, el socialista Julián Besteiro, el liberal Salvador de Madariaga, el libre pensador Ortega y Gasset, el jurista Felipe Sánchez Román, el republicano Miguel Maura, los escritores Pío Baroja y Azorín. “Me exilio, -dijo Madariaga- porque el que gana esta guerra me fusila”. Más claro imposible.

En febrero de 1936 se convocó elecciones anticipadas. Triunfó el Frente Popular, pero la CEDA obtuvo casi el cuarenta por ciento de los votos.

A partir de febrero de 1936 las bandas armadas de derecha e izquierda ganaron la calle por su cuenta. Cada una invocaba su propia legitimidad, una legitimidad que incluía la liquidación física del adversario. En el camino, lo que se liquidaba eran los últimos restos de república. La derecha y la izquierda ponderaban los beneficios de la dictadura, la del proletariado o la de la burguesía, pero dictadura al fin. Con un cierto toque de cinismo, Franco dirá al concluir que la guerra que la república fue derrotada porque nunca hubo republicanos que la defendieran. Exageraba, pero no demasiado.

El 12 de julio de 1936 fue asesinado José Castillo, un dirigente militar republicano. La respuesta, al día siguiente, fue el secuestro y muerte de José Calvo Sotelo, uno de los principales jefes políticos de la derecha monárquica. Todos los historiadores coinciden en señalar que esa muerte fue lo que decidió a los militares a levantarse en armas. También se sugiere que el asesinato de Calvo Sotelo fue una provocación deliberada de la izquierda para precipitar esa reacción, con el objeto de dar la batalla en el terreno despejado de las armas y la lucha de clases. Lo demás es historia conocida.