Crónica política

Farándula y política

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Rogelio Alaniz

Concluidas las elecciones, Miguel Torres del Sel ingresa al club de los políticos y a partir de ahora deberá resignarse a ser juzgado por lo que hace y no por lo que dice. Como todos. Presentarse a elecciones, ganar votos, disponer de diputados, prensa y capacidad para influir en el poder, significa un adiós a la virginidad política. En efecto, como las vírgenes en el ideario clásico, el candidato del “Pro” dispone del beneficio exclusivo de su virtud. No se ha ensuciado las manos y no se ha visto obligado a tomar decisiones que satisfacen a unos y perjudican a otros.

Estos candidatos se presentan blancos y puros. Como las vírgenes. Y como las vírgenes su encanto dura hasta el momento en que la virginidad se pierde. La pérdida del aura virginal no ocurre de un día para el otro, pero ocurre, es inevitable y hasta deseable. La política es demasiado importante, compromete intereses muy caros y delicados, como para dejarlos en manos de las vírgenes, cuya exclusiva astucia es haber estado apartadas por virtud o cálculo de las impurezas de la vida.

Como Reutemann o Scioli, el señor Torres del Sel se preocupó por viajar a lo largo y a lo ancho de la provincia para “mirar” lo que estaba ocurriendo. Allí parece que descubrió el rostro descarnado de la pobreza y la injusticia. ¡Bienvenidos al mundo de la realidad, a ese universo que un político profesional, pero también un sacerdote, un periodista, un asistente social, un maestro, un dirigente sindical, conocen y lo conocen desde hace años!

Ahora ya no alcanzará con declarar que lo que vio era feo, ahora deberá decir cómo se corrigen esas lacras. Puede que la primera vez la confesión de ignorancia sea reconocida y perdonada, pero en política, como en cualquier actividad de la vida, no se puede ni se debe abusar de ese recurso. “Lo que hago, lo hago con el corazón”, dice Torres del Sel. Y no tengo motivos para no creerle. Lo que sucede es que si mañana es gobernador, ni a mí ni a nadie lo va conformar diciendo que tiene el corazón grande.

El otro día le preguntaba a un comerciante amigo si para incorporar a un vendedor a su local no le exigía antecedentes laborales. Cuando me contestó que eso era lo que hacía, le dije: ¿Por qué si para elegir un modesto vendedor en su local pide recomendaciones, antecedentes, no hace lo mismo para elegir a la persona que va a desempeñar el cargo más importante de la provincia? No supo qué responderme.

Cuando se hablan de estos temas, la pregunta a hacerse es, ¿por qué personas provenientes del mundo del espectáculo, con actividades tan diversas y tan alejadas de la política como pueden ser el canto, el humor o la competencia deportiva, obtienen tantos votos? La respuesta inmediata es porque la gente está harta de la política y los políticos. Puede ser, pero no alcanza.

En un mundo ideal la selección de los candidatos más capaces deberían hacerla los partidos. ¿Qué pasa cuando los partidos no cumplen con esa tarea o la cumplen mal? Una buena pregunta. Se reprocha a los candidatos de la farándula de simplificar la política. Es verdad, siempre y cuando se diga que la tarea de todo político es reducir la estrategia a una consigna. Sin ir más lejos, Lenín hizo una revolución con la consigna “paz, tierra y trabajo”. La derecha simplifica, pero la izquierda y el centro también lo hacen. No es justo, por lo tanto, decir que en un caso se trata de una síntesis luminosa y en el otro de un acto de manipulación. Trabajar satisfactoriamente el sentido común de la sociedad es el gran enigma y desafío de la política. Antonio Gramsci fue el primero en plantearlo en la izquierda; Gaetano Mosca lo hizo en la derecha.

Desde la actividad política tradicional, y en particular desde la izquierda, siempre se ha condenado a los candidatos provenientes del mundo de la farándula. Lo curioso es que cuando estos personajes de la farándula simpatizan con las causas de izquierda automáticamente dejan de ser de la farándula para transformase en artistas populares, cuando en realidad -a derecha o izquierda- la fuente de su prestigio no proviene del poder de sus ideas, sino de su poder mediático.

Se podrá decir que se trata de artistas con un compromiso militante público. Algunos si, otros no. Reuteman, Scioli, Torres del Sel, también tienen compromisos, pero esos compromisos -por más que no les guste admitirlos- son con la derecha, de allí provienen sus amistades, sus contactos, sus relaciones comerciales, su perfil de clase.

Una diferencia puede registrarse entre la farándula de izquierda y la de derecha: la izquierda los usa para la publicidad y a lo sumo los lleva como legisladores; la derecha los candidatea a cargos ejecutivos.

Así y todo, no perdamos de vista que en la farándula de izquierda también menudearon los oportunismos, al punto de que en cierta época la manera más segura de ser contratado en conciertos o garantizar giras exitosas por el mundo, era ser afiliado al Partido Comunista. ¿Todos fueron así? No todos, pero tampoco fueron pocos. Cuando la moda de la canción de protesta decayó, muchos de ellos volvieron a las fuentes y hoy hacen plata invocando otras causas. ¿Nombres? No es necesario.

Los políticos profesionales le reprochan a los faranduleros las “tres i”: inexperiencia, ignorancia e irresponsabilidad. Las imputaciones serían irreprochables si el sistema funcionaria correctamente. Esto quiere decir que si los políticos fueran sabios, honrados y competentes los personajes de la farándula no tendrían lugar. Algo de verdad hay en este razonamiento, pero solo algo.

Ocurre que en cualquier sociedad moderna existe un alto índice de disconformidad. La democracia representativa es buena, pero no es muy buena, entre otras cosas porque la distancia entre gobernantes y gobernados es muy grande y a esa distancia no hay manera de achicarla, salvo apelando al recurso demagógico del caudillo que dice encarnar al pueblo o el personaje de la farándula que no dice representarlo sino que dice ser uno más de ellos. En los dos casos se trata de argumentos mentirosos que no dan cuenta de la naturaleza compleja de esta relación.

También habría que decir que no todos los candidatos que llegan del mundo de la farándula obtienen éxitos políticos. En la Argentina los únicos que lograron algo parecido fueron Ortega, Scioli y Reutemann y, en todos los casos, el éxito se consumó porque fueron capaces de gobernar. Reutemann después de haber sido dos veces gobernador sigue siendo el gran elector. Y Scioli -aunque a la izquierda peronista no le guste- es la carta decisiva que juega la señora para ser reelecta en octubre.

En el caso de Torres del Sel habría que prestar atención a dos cosas: la primera, si sigue en política, porque si bien logró muchos votos, no ganó y ganar parece ser el requisito de los recién llegados. Después, habrá que ver si está dispuesto a asumir los rigores cotidianos del poder: lidiar con políticos astutos, soportar críticas y hacerse cargo de las menudencias de una actividad que pone en discusión, nada más y nada menos, que el poder.

Un dato no se puede ignorar: la política tal como se la conoció en el siglo veinte está agonizando. Hay debates abiertos al respecto y no hay soluciones definitivas a la vista. Predominen las dudas hacia el futuro, pero sería deseable que la superación de la política partidaria no sea la farándula.

Es verdad que el personaje de la farándula en las actuales sociedades mediáticas logra despertar confianza. El votante -que es también un televidente- se siente identificado con ese personaje con el que se relaciona diariamente y esa confianza o alegría que le despierta el artista o el deportista exitoso, la transfiere a la política. Se trata de un votante especial que desconfía de la política, que atribuye a los políticos los males de su vida y se aferra a la ilusión de un mundo donde todo se simplificaría, pero a su favor.

Tampoco esta situación es nueva; en todo caso se ha reforzado gracias a la ampliación del universo mediático.

En la Italia posterior a la segunda guerra mundial, el periodista Guglielmo Giannini fundó el Partido Qualunquista. Se trataba de representar al “hombre qualunque”, es decir al “hombre cualquiera” ¿Quién era el qualunque? El fascista que no había simpatizado con Mussolini por convicción sino por conformismo; el pequeño burgués de la posguerra agobiado y asustado por un mundo que cambiaba y no entendía; el pobre tipo a quien había que dirigirse con consignas sencillas para satisfacer ambiciones sencillas; el hombre que creía más en sus prejuicios que en su racionalidad; el hombre de gustos pasiones y ambiciones vulgares. El voto a Torres del Sel, ¿sería entonces el voto “qualunque”? Una buena pregunta para responder en otro momento.

La política tal como se la conoció en el siglo veinte está agonizando. Hay debates abiertos al respecto y no hay soluciones definitivas a la vista.

El votante -también televidente- se siente identificado con ese personaje con el que se relaciona diariamente y esa confianza, la transfiere a la política.