Crónicas de la historia
Florentina Gómez Miranda

Crónicas de la historia
Florentina Gómez Miranda

Rogelio Alaniz
No alcanzó a cumplir el siglo de existencia. No importa. Lo que tenía que hacer lo hizo. Y lo hizo bien. La muerte puede ser entendida como una clausura, pero también como un pretexto. Un pretexto para hablar de alguien, alguien como Florentina Gómez Miranda, que fue una política, pero sobre todas las cosas -como le gustaba decir cada vez que le hacían una entrevista- fue una maestra. Maestra y política. El arte de enseñar y forjar. Como debe ser.
Soy de los que piensan que todo político que se precie debe tener algo de maestro. Y si es posible mucho. Florentina lo tenía. Y lo tenía en gran escala. Con el humanismo, el talento y la lucidez de los grandes maestros. Es lo que fue Sarmiento, el maestro político de Hipólito Yrigoyen y Leandro Alem. Es lo que fueron Alfredo Palacios y los grandes próceres del socialismo.
Florentina descubrió la política en años difíciles. En años en los que hacer política significaba arriesgar prestigio y libertad. En años ásperos y turbulentos. Como los de ahora. Se forjó en los ideales ascéticos de las convicciones. Como le gustaba a Alem. Concibió a la política como un magisterio y un testimonio. Un magisterio de enseñanzas democráticas y un testimonio de conducta cívica. No se hizo radical en 1946 especulando con un favor o un puesto.
Se hizo radical porque creyó en esa causa en un tiempo en donde el humor oficial creía en otra cosa. Se hizo radical porque siempre creyó en la causa y nunca dejó de luchar contra el “régimen”, que según la época podía ser falaz y descreído, demagogo y autoritario, corrupto y farsante. Para Florentina, ser radical fue en todas las circunstancias una exigencia y un desafío, nunca un privilegio.
Cuando se inició en la militancia política las mujeres no votaban. No votaban, pero algunas militaban. Florentina no conoció los derechos políticos de la mujer de la noche a la mañana. Tampoco fue el oportunismo político el que la movilizó a favor de esa causa. Su compromiso con el sufragio femenino no había empezado ayer. Por el contrario, siempre se sintió la heredera de una tradición que registraba en sus antecedentes los nombres de Julieta Lanteri, Alicia Moreau de Justo, Elvira Rawson, María Rosa Oliver y la propia Victoria Ocampo. Un testimonio coherente y digno.
En todos los casos, se trataba de mujeres para quienes la lucha por el sufragio femenino les había representado persecuciones, desprecios y agresiones. Para todas ellas no había dudas: la lucha por el sufragio femenino se identificaba con el humanismo y la ética. Florentina pertenecía a ese linaje. No fue la ambición de poder o la gravitación de un marido lo que las impulsó a luchar por lo que creían justo. A estas mujeres tampoco les importó demasiado que el arribismo de turno se hiciera cargo de reivindicaciones y derechos por las que habían luchado toda su vida.
Florentina era exigente con los otros porque la primera en exigirse era ella misma. Como todos los políticos serios, no se esforzaba por ser simpática, pero su risa era alegre y sus ojos vivaces. Los que la conocieron aseguran que no se enojaba con facilidad, pero cuando lo hacía era temible. A sus adversarios les consta. Le gustaba discutir, no eludía la confrontación, rechazaba la hipocresía y como era una mujer de convicciones, despreciaba el cinismo, ese cinismo disfrazado de escepticismo o de viveza criolla que más de un político gusta cultivar con esmero.
No era complaciente y mucho menos cultivaba la llamada “corrección política”. Siempre fue incorrecta y se jactaba de serlo. Tenía más de noventa años y se enojaba y reía como una adolescente. Los que la frecuentaban aseguran que con cada año que cumplía se hacía más radical y más intransigente. Como buena radical le gustaba discutir, le encantaban las elecciones internas y, así como no tenía pelos en la lengua para criticar a sus adversarios externos, era intransigente en la lucha partidaria.
Fue diputada nacional, pero Florentina era de esas políticas que no necesitan de una banca o de un cargo para hacer lo que corresponde. Como buena demócrata, su sentido del deber era tan exigente como su sentido del derecho. Fue diputada nacional durante dos períodos y para quienes con demasiada facilidad y, en más de un caso, proporcionales dosis de ignorancia o mala fe, cuestionan la labor de los legisladores, su ejemplo es una prueba de que se puede ser diputado y decente.
Trabajó en su banca con esmero y tesón. También con inteligencia. Cuando se lo proponía podía ser sutil y flexible. Se calcula que presentó alrededor de ciento cincuenta proyectos de ley. Los defendió con entusiasmo e inteligencia. Sus grandes proyectos estuvieron relacionados con los derechos de la mujer, pero sería un error reducirla exclusivamente a la dimensión de feminista. Lo dijo en una entrevista con este diario: siempre fui una militante política, una militante radical.
Defendió los derechos de la mujer porque era mujer pero, sobre todas las cosas, porque creyó que era justo y necesario hacerlo. Entonces tenía más de setenta años y sabía que legislaba no para ella sino para las mujeres del futuro. No era ella la que se beneficiaría con el divorcio o con la patria potestad compartida, pero como buena militante sabía que desde el momento en que decide comprometerse con la lucha social, un político de raza actúa pensando en el futuro y no en los mezquinos beneficios del presente.
Siempre fue modesta y generosa. Podía enojarse, y cuando esto ocurría todo el mundo se enteraba, pero por lo general era discreta con sus palabras y su vestuario. Florentina no necesitaba carteras Vuitton para ser ella. Tampoco necesitaba decir a cada rato que era feminista, por la sencilla razón de que nunca le gustó jactarse de lo que efectivamente era.
Radical de toda la vida, honró con su militancia a los grandes próceres de este centenario partido. Cada vez que salía el tema en alguna conversación o entrevista hablaba de Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen, Amadeo Sabattini, Moisés Lebensohn, Crisólogo Larralde y Arturo Illia. Pero su debilidad, su ideal de político y reformador, fue sin duda, Raúl Alfonsín.
Llegó a la Cámara de Diputados en 1983 y allí estuvo hasta 1991. Habló del aborto y el divorcio cuando nadie se animaba a hacerlo. También habló de la patria potestad compartida sin privarse de recordar que había sido una mujer -Isabel Perón- la que le había negado esa reivindicación a las mujeres. Legisló sobre la equiparación de derechos de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales. Y propuso el derecho de las concubinas a recibir una pensión.
Cuando concluyó su mandato no se fue a su casa. Siguió haciendo política con la convicción de siempre. Fue hasta el último día de su vida una atrevida y desenfadada militante de causas perdidas. Nunca sabremos si la muerte es la nada o es el ingreso a otra cosa. Nunca lo sabremos. La muerte siempre nos separa y la muerte de Florentina Gómez Miranda no es la excepción. Por lo pronto nos consta que vivió una vida larga e intensa. Y queda como consuelo o esperanza saber que su recuerdo en este mundo, el recuerdo de sus actos, también será largo e intenso.