Editorial

Rousseff contra la corrupción

Se sabe que los dirigentes políticos de América latina libran ardorosas campañas electorales contra la corrupción, pero cuando llegan al poder son dominados por un súbito ataque de “racionalidad” y se dedican a suavizar las palabras que dijeron en el llano, cuando no a hacer exactamente lo contrario. Como suele ocurrir en estos casos, una singular visión del “realismo” les aconseja dejar todo como está.Sin embargo, está lógica parece no haber hecho mella en las convicciones de la flamante mandataria de Brasil, Dilma Rousseff, quien en los últimos meses ha emprendido una ejemplar y aguerrida campaña moralizante contra funcionarios y políticos de su gabinete sin preguntarles la filiación política o su mayor o menor cercanía con el Lula, el presidente anterior y, para muchos, su padrino político.

En el caso que nos ocupa, la decisión de Rousseff es meritoria por varias razones. En principio, porque los casos denunciados han sido probados y, en segundo lugar, porque se trata de funcionarios de su propio partido, por lo que se desecha cualquier intento de ajustar cuentas con una formación política rival. No concluyen allí las virtudes de la presidente: la coalición gubernamental que ella dirige se ha solidarizado con los cuatro ministros imputados y, como suele ocurrir en estos casos, sus representantes han invocado -a veces en voz baja y otras directamente a viva voz- los derechos adquiridos por la corporación política.

A juzgar por lo sucedido, Rousseff no se ha dejado impresionar por estas amenazas y ha hecho lo que consideraba correcto. El gesto es interesante, porque rompe con un principio al que los políticos corruptos llaman solidaridad cuando en realidad es complicidad. Pero también es novedoso, porque la propia presidente ha admitido que estas decisiones las ha tomado, entre otras cosas, porque le preocuparon los informes de Transparencia Internacional acerca de los niveles de corrupción existentes en Brasil.

Sin duda que los pasos que está dando la presidente son riesgosos porque a nadie se le escapa que está enfrentando intereses corporativos muy fuertes, muy arraigados y muy extendido en la sociedad y en la cultura. De todos modos, estas iniciativas hay que entenderlas no sólo como un ejemplar acto moralizante, sino también como una decisión indispensable para un país que efectivamente quiera dejar de ser periférico y subdesarrollado e ingresar en la constelación de las naciones modernas.

Justamente, lo que distingue a unos de otras es la actitud a asumir con la corrupción política. Como se dice en estos casos, no se pretende una sociedad “pura”, pero sí una sociedad donde el robo o las diversas modalidades de la corrupción no queden impunes. Por lo tanto, lo sucedido en Brasil sería interesante que sea tenido en cuenta en la Argentina, un país que disfruta de los niveles de corrupción más altos de América latina, todo ello justificado en nombre de la pintoresca consigna: “Roba pero hace”.