La muerte del Che Guevara (II)

Paradojas de un revolucionario y una revolución

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El Che y Fidel Castro sonríen en los albores de la Revolución Cubana. foto: telám

Rogelio Alaniz

Después de la toma del poder en Cuba, Ernesto Guevara se transforma en uno de los políticos más importantes de la revolución. Se supone que después de Fidel Castro y de Camilo Cienfuegos, él es el hombre más reconocido. No es poco mérito para el “eterno extranjero”. Guevara no tiene las condiciones de liderazgo de Fidel ni la simpatía y la popularidad de Camilo, pero se destaca por su capacidad de trabajo, su inteligencia y, fundamentalmente sus condiciones de jefe político revolucionario.

Su primera tarea en el poder es la de director de la prisión de La Cabaña. Los fusilamientos de policías, torturadores y colaboradores de Batista que se producen en ese año llevan su marca. Fueron ejecuciones sumarias en la mayoría de los casos. Hubo algunos simulacros de juicio, pero ningún preso del mundo hubiera elegido ese jurado para ser juzgado.

La maquinaria de matar en esos días funcionó a pleno. Se supone que los que morían eran personajes despreciables. El sacerdote simpatizante de la revolución que presenció esas muertes no pensaba lo mismo y así lo escribió años después ¿Eran indispensables los fusilamientos? Para la lógica revolucionaria lo eran. Podría haber habido otras alternativas, se podría haber instrumentado otros medios, pero no lo hicieron.

La revolución estaba ávida de sangre. Ese fue su defecto, dijeron unos; esa fue su virtud, dijeron otros. Veinticinco años después los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua y resolvieron no aplicar la pena de muerte a los colaboradores de Somoza. Fue una decisión propagandística que le permitió a los sandinistas presentarse ante el mundo sin manchas de sangre en las manos.

Se dice que los paredones en Cuba fueron la prueba de que la revolución era en serio. Desde entonces revolución y fusilamientos se asociaron para siempre. Había razones históricas que lo explicaban. Desde la revolución francesa en adelante, el terror fue la respuesta de los revolucionarios. ¿Es posible una revolución sin ese componente? Daría la impresión que no. Por lo menos no se conoce una revolución sin el terror revolucionario.

Esto puede estar bien o mal, pero es así. La revolución cubana no fue la excepción y el Che Guevara fue el instrumento, o uno de los instrumentos, que hizo efectiva esa tarea, aquello que se considera el trabajo sucio de la revolución. Lo extraño es que el artífice de esa faena sea al mismo tiempo el símbolo de la rebeldía y el humanismo revolucionario.

La otra pregunta a hacerse entonces, es si las revoluciones son necesarias o deseables. No es fácil responder a este interrogante, pero en principio, y a juzgar por el itinerario que han tomado las revoluciones en el siglo veinte, estaría tentado de responder que puede que sean inevitables pero no me atrevería a decir que sean deseables. El balance histórico es impiadoso. Todas las revoluciones, todas sin excepción, incumplieron sus promesas y en más de un caso las traicionaron.

Susan Griffin lo dice en su poema: “Revolución, maldita seas, tengo mil cargos que hacerte...Haces promesas que no has cumplido. Te has regocijado más en la calumnia que en comprender. Has exigido tiempo y sangre sin reservas, pero si algo has otorgado lo has mantenido en secreto. Has convertido amigos en enemigos, padres en extraños y niños en timoratos...”.

Los críticos de Guevara han hablado de su predisposición a matar. Sin duda que fue un hombre dispuesto a morir por sus ideas, pero también dispuesto a matar por ellas. Dispuesto a matar no sólo a enemigos, sino también a traidores y vacilantes. Algo de cierto puede haber en esa imputación. Se supone, de todos modos, que quien decide sumarse a la lucha armada debe estar decidido a matar. Para la moral del combatiente, la muerte del enemigo es un deber y un revolucionario que merezca ese nombre nunca puede permitirse la debilidad de que le tiemble el pulso.

Esa verdad revolucionaria es muy fácil proclamarla en voz alta, jactarse de ella en asambleas universitarias, asustar burgueses prometiéndoles el paredón, pero hay que hacerse cargo de sus consecuencias. Matar nunca es gratuito. Y matar por razones políticas mucho menos. Sin embargo, una de las frases preferidas del Che en la guerrilla era: “Ante la duda, mátalo”.

Decía que el costo que se paga por adherir a esa lógica es alto. Sobre todo porque entra en contradicción con los objetivos humanistas que dice poseer toda revolución. Tal vez la contradicción más flagrante del Che Guevara se produce cuando declara que todo revolucionario debe estar guiado por sentimientos de amor, pero luego, en en el mensaje a la Tricontinental, reivindica el odio como factor de lucha, “el odio intransigente al enemigo que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.

Se dirá que se odia al enemigo y se ama al pueblo. No es tan fácil ni sencillo. No es tan fácil convertir a un hombre en una máquina de matar y luego transformar a ese hombre en un exponente del amor a la humanidad. A ese dilema intentó resolverlo Bertold Brecht con un poema: “...Y sabemos que el odio a la bajeza también desfigura el rostro. La ira ante la injusticia también enronquece la voz. ¡Ay! Nosotros que quisimos preparar el terreno para la amabilidad no pudimos ser amables. Pero ustedes, cuando llegue ese momento en que el hombre sea una ayuda para el hombre, piensen en nosotros con indulgencia”.

En la historia todo puede entenderse, incluso el crimen, incluso la injusticia. Pero también todo puede criticarse y ponerse en tela de juicio. Incluso el Che. Esa tarea no la desplazan los tatuajes, los posters y la publicidad. Tampoco los recursos sentimentales al estilo: “Dio la vida por sus ideales”. Todas estas consideraciones pueden y deben tenerse en cuenta, pero no son las únicas y, a la hora de la crítica, me atrevería a decir que ni siquiera son las más importantes.

Entre 1959 y 1965 el Che cumplió importantes tareas de gobierno. Fue algo así como un ministro de Relaciones Exteriores en Punta del Este, Nueva York, las capitales de los países del tercer mundo, Moscú y Pekín. Su boina guerrillera, su traje verde olivo, su sonrisa insolente y su desparpajo fueron una excelente propaganda para la revolución, sobre todo para intelectuales y jóvenes deseosos de vivir emociones fuertes.

En muchos casos su desempeño fue eficaz, pero en otros sus declaraciones le crearon serios inconvenientes a la revolución cubana. Su actitud en la crisis del Caribe fue incendiaria. El Che imaginaba un escenario mundial con un desenlace dantesco. El propio Fidel le tuvo que recordar los imperativos del realismo y los límites de Cuba en un juego mucho más amplio y delicado que el que ellos podían abarcar.

Su célebre discurso en Argelia, criticando a la URSS, pudo haber sido valiente y haber contado con el apoyo de troskistas y maoístas, pero a Fidel le generó más inconvenientes que beneficios, sobre todo porque ya se sabía que sin la asistencia de la URSS la revolución cubana no tenía destino.

Como ministro de Industria y presidente del Banco, su desempeño fue más bien mediocre. A su favor debería decirse que se hizo cargo de la tarea más difícil de la revolución, la tarea que hasta el día de hoy el régimen de Fidel no ha sabido resolver. El Che no logró desarrollar a Cuba ni sacarla del monocultivo, pero cincuenta años después tampoco lo lograron sus sucesores, y daría la impresión de que a ese objetivo ni siquiera Mandrake el Mago puede hacerlo posible.

De todos modos, convengamos que la conducción económica de un país no se la pueden dar a un improvisado. Sin duda que puso voluntad e inteligencia, pero por desgracia estos objetivos no se logran con voluntarismo. Más realista parece que fue el padre del Che, quien al enterarse de que su hijo estaba a cargo del timón de la economía cubana se llevó la mano a la cabeza y dijo: “¿Cómo se les ocurre poner a un Guevara en ese puesto, si nosotros indefectiblemente nos fundimos cada vez que emprendemos una actividad económica?”.

El Che no fundió a Cuba, pero la dejó tecleando. La alternativa del “hombre nuevo” para resolver los dilemas de la teoría del valor y la mercancía dieron resultados propagandísticos, pero no económicos. Agotadas las variantes técnicas, no se le ocurrió nada mejor que imponer el trabajo voluntario que, justo es decirlo, él fue el primero en practicar. También en este punto las contradicciones eran insalvables. La revolución se hacía en contra de la explotación de los patrones y sus sueldos miserables, pero acto seguido el Estado revolucionario obligaba a los obreros a trabajar y gratis, algo que ni el burgués más codicioso se animaría a plantearle a sus trabajadores.

(Continuará)