Sobre Marosa di Giorgio

“Leer poesía. Lo levo, lo grave, lo opaco”, de Alicia Genovese, que acaba de editar el Fondo de Cultura Económica, reúne una serie de brillantes ensayos sobre “la poesía como discurso inactual”, “la utilidad de lo inútil”, “surfear en el oleaje del verso libre”, “marcas de graffiti en los suburbios” y sobre poetas de la talla de Amelia Biagioni, Juan L. Ortiz u Olga Orozco. Del ensayo dedicado al la impar poeta uruguaya -titulado “El imaginario del poema. Marosa di Giorgio”, transcribimos aquí un fragmento.

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“Encuentro”, de Remedios Varo.

 

Por Alicia Genovese.

Determinadas producciones poéticas no presentan grandes despliegues experimentales, su escritura tiene una apariencia de linealidad que puede ser identificada con una escritura prosaica; sin embargo, ponen en escena un imaginario particular y original que produce un efecto de lectura impensable desde la mera construcción. En esta perspectiva puede situarse la poesía de Marosa di Giorgio.

Nacida y criada en Salto, Uruguay, en la década de 1930, la vida en las chacras, en las quintas del interior de su país, ha dado origen a su mundo literario. Vivir en esta chacra es “vivir en la Prehistoria”, le dice la madre a su hija en uno de los relatos breves de Rosa mística, y la alusión de algún modo ubica el espacio y el tiempo donde Marosa concibe el escenario de sus textos, lleno de prodigios. Dentro de él, la atmósfera feérica se mezcla con peones de campo, con olorosos jazmines, con gallinas y cerdos. El elemento maravilloso proporcionado, en parte, por las posibilidades de una tradición cultural convive con los elementos materiales de un mundo y un paisaje reconocible. El universo de la autora uruguaya aparece en su obra autoasbastecido con sus propios referentes: hongos, uvas, rosas o flores rarísimas, organdí, perlas, diademas. Palabras que han ido constituyendo su repertorio y su iconografía, su originalidad. Se han señalado muchas influencias en su obra y pueden seguir mencionándose desde los cuentos de Andersen hasta Lautrémont, pasando por el acervo cultural de los druidas de origen celta. En la lectura todo eso se percibe y, a la vez, resuena lejano. La influencia es parte de una mezcla donde tiende a borrarse la marca de origen, presentizada y encarnada en su escritura a través de una puesta subjetiva que atraviesa los referentes convirtiéndolos en propios.

El mundo de Marosa di Giorgio es un mundo de colegialas y jóvenes aniñadas, como de otra época, como provenientes de esa prehistoria que ella menciona, donde el ritmo está marcado por el gran acontecimiento de las nupcias, la virginidad, los requerimientos sexuales y el contacto directo con la naturaleza, la proveedora de maravillas y crudezas. La obra de Di Giorgio toma muy frecuentemente, en esas pequeñas escenas y breves relatos de sus textos, la perspectiva de las niñas o adolescentes, cuando el entorno se transforma junto con sus cuerpos, cuando el mundo se vuelve a mirar con la lente del erotismo recién descubierto y de los sorprendentes cambios corporales propios, que a su vez producen un giro en el comportamiento de los otros. La explicación sobre lo visto y experimentado, desde esta mirada descargada de conceptos culturales sobre la sexualidad, por ejemplo, desde esta voz adolescente, de ningún modo aniñada, se constituye en un imaginario metafórico. Frutas y animales participan de lo sorpresivo, higos que se abren, mariposas o murciélagos que aletean, se vuelven términos metafóricos; corporaciones del deseo, de los órganos sexuales, el cuerpo mismo instrumento del deseo. El aspecto más revulsivo de su literatura se halla en los innumerables matices extraños e insistentes que toma el erotismo. Como una constante en la obra de Marosa di Giorgio, el erotismo se muestra dentro del mundo fantástico que la autora ha ido creando desde sus primeros libros y donde lo natural es sobrenatural, donde todo puede metaformosearse en otra cosa y seguir siendo lo que era. El erotismo siempre se despliega con su maravilla carnal y su temblor pecaminoso, como recién salido de la mirada adolescente.

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Marosa di Giorgio entre ñandutíes, en Asunción, Paraguay, en el año 2000. Foto: Enrique Butti

Desde los primeros hasta los últimos libros recopilados en Los papeles salvajes (1989), la sensualidad recorre ese mundo agreste de Marosa di Giorgio, lejos de las aristas urbanas. Relatos eróticos, subtitula Di Giorgio los textos de Rosa mística (2003); como antes ocurrió con Misales (1993) y Camino de las pedrerías (1997), el erotismo, que en este último tramo de su obra se subraya con un trazo de evidencia, ha estado de manera más elusiva siempre presente.

Dice Marosa di Giorgio en un poema de Clavel y tenebrario, uno de los pocos en el que ensaya el corte de verso:

Jazmín del Cabo,

otra vez

quiero verte

como en la niñez,

con tu modo solitario, único,

tu óvalo resplandeciente,

tu color a marfil y a talco,

que te abras de nuevo,

sobre la medianoche de un casamiento,

cuando nadie lo espere,

como una bendición

con algo de malo;

no sé qué tenías,

que me quedaba inmóvil,

como hipnotizada

y embarazada;

supliste a todos los varones

con tu formidable sexualidad plateada. (1989: 236-238)

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“La tentación de San Antonio”, de Leonora Carrington.

En el territorio Marosa es habitual que el mundo masculino se transfigure, particularmente a través de determinados animales (lobo, buey, murciélago, caballo). Los cruces son constantes y se puede citar como ejemplo aquel relato, incluido en La falena, uno de sus textos más impactantes, donde el novio-lobo comerá partes del cuerpo de la joven. Allí se relata en tercera persona la aparición del lobo desde el día en que la niña nace: “cuando nació apareció el lobo” (2000: 203); el lobo es una presencia amenazante que presagia sucesos siniestros ya desde su extraña descripción: “hocico picudo y en la pelambre, las espinas de escarcha [...] asomaba sus orejas puntiagudas entre las cosas”. Al mediar la narración, se ubica el clímax de una manera que es habitual en los cuentos tradicionales. En el texto de Marosa di Giorgio será “una noche extraordinaria” en la que el lobo “se presenta como novio”. La protagonista había presentido que eso sucedería y asiste a sus nupcias como quien acepta su destino: “Sólo la sonrisa leve que había visto a las amigas en las bodas”. Pero lo que se relata seguidamente es una escena de devoración:

Él le sacó una mano, y la otra mano; un pie, el otro pie; la contempló un instante así. Luego le sacó la cabeza; los ojos (puso uno a cada lado); le sacó las costillas y todo (2000: 204).

Finalmente, también devorará la sangre “con rapidez, maestría y gran virilidad”. Así termina el relato de Di Giorgio, en la consumación de un matrimonio acechado por el símil de la violación. A través del relato, hay una mirada descarnada hacia ese acto de entrega carnal y aceptación pasiva, una mirada que podría entenderse como crítica a través de su crudeza. La mujer es devorada por la figura masculina, asociada aquí al lobo como animal predador, y también, simbólicamente, a lo que representa dentro de la inscripción cultural que le ha dado el cuento maravilloso para niños o niñas. Basta recordar Caperucita roja para ubicar al lobo como figura emblemática.

Puesta en la continuidad literaria que le es más próxima, esta obra dialoga estrechamente con la de esa otra gran poeta uruguaya que fue Delmira Agustini; quizás no hubiera podido hacerse sin el exceso erótico, que Agustini ponía a jugar en su poesía. Vía Agustini, el mundo de Di Giorgio se relaciona con las pedrerías y el exotismo del modernismo hispanoamericano, lo que algunos críticos han llamado la utilería modernista: piedras preciosas, jardines poblados de lagos y de cisnes, sedas y chifones. La diferencia es que en Marosa lo exótico se muestra como natural, o bien no hay tal exotismo. La naturaleza se sobrenaturaliza con una visión pagana y ancestral, animista y que a veces es decorado, cuidadoso maquillaje, y otras es lírica pura.

Su poesía crea un mundo personal, autosuficiente, sostenido durante toda su obra, donde con mínimos desvíos sintácticos y lexicales crea una lengua excesiva o hace de la lengua un exceso. Esa “especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir-otro de la lengua” (Deleuze, 1996: 11), en Di Giorgio estaría dada por la producción de un mundo que sólo ella habita. Sólo ella puede crear ese hábitat literario combinando esos objetos algunas veces exóticos, otras absolutamente pedestres, pero que sólo ella escucha y ve de la manera que le es propia. Hay en su poesía un léxico constituido por nombres de flores como bromelias o diamelas al lado de otros más comunes, hay nombres que aluden a joyas o a piedras preciosas superpuestos a un léxico de elementos populares. Un mundo desfamiliarizado por los ojos de una niña que todo lo mira a través de los engarces maravillosos que pueden engendrar los cuentos de hadas o el cuento de tipo tradicional. Los textos se hallan atravesados por una sexualidad y un erotismo muchas veces brutal que se mezcla con los más disímiles referentes.

Es casi imposible anular la convivencia entre poesía y prosa por la que trasuntan sus textos con total libertad; se diría despreocupados, en su escritura, de límites genéricos. Así como marcaba algunos de sus libros con el subtítulo de Relatos eróticos, en su último libro, La flor de lis, la casi dedicatoria de la primera página dice: “Poemas de amor a Mario”. Más allá de esta ambivalencia, se puede ubicar una escritura forjada en el hacer que es propio de la poesía. Por un lado, es muy difícil hablar de narradores en estos textos; es el mismo yo de enunciación que reaparece una y otra vez, prácticamente sin diferencias. Por otro lado, la alianza con el texto poético se da a través del ritmo. Se marca con suaves crescendos, con ciertos aceleramientos. Alejada de las simetrías de la rima y del verso medido, alejada incluso del verso libre, su escritura, sin embargo, se entrega incondicional al ritmo; sólo desde allí puede entenderse algunas veces su puntuación y su sintaxis. Una oración comenzada con “y”, una secuencia que enumera con punto y seguido y no con comas, para no mencionar las frases que no utilizan verbo conjugado. La escritura de Marosa di Giorgio confía en su ritmo más que en la puntuación preceptiva, adecuando lo escrito al fluir subjetivo del lenguaje, pero lo hace sin violencia, con una relativa excentricidad.

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“Creación de las aves”, de Remedios Varo.

Desde los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, quien a su vez se basó en los breves textos en prosa de Aloysius Bertrand, el cruce de fronteras genéricas en la poesía moderna ha quedado instalado. Pero cuando se habla de prosa poética generalmente no se precisa demasiado de qué se trata, por esa razón, ubicar una escritura como prosa poética puede resultar minimizador o, en todo caso, poco descriptivo. Para arriesgar un resumen, se podría decir que estos relatos fueron puestos a funcionar por una concepción poética de la escritura que exige un diálogo subjetivo y que logra una puesta de la subjetividad a través de un imaginario impregnado de erotismo. En esa concepción poética, además, el ritmo es una matriz y ejercita su hacer en una búsqueda de sentido que puede hacer desaparecer verbos y comas, torciendo relativamente el lenguaje, sin que esa torcedura se apropie del texto. A pesar de los elementos fantásticos que pone a funcionar y de la influencia notoria del cuento maravilloso tradicional, la enunciación de sus textos está más relacionada con el hacer poético que con la ficción narrativa. Esto puede sostenerse, por ejemplo, en el hecho de que los cambios de narradores no son importantes, es prácticamente la misma voz con ligeras variantes a través de todos sus textos. Tampoco son importantes las tramas ni la creación de personajes, sino ese yo de enunciación que erotiza el mundo, a través de un universo poblado con referentes materiales y literarios convertidos en propios.

A través de los textos de Marosa di Giorgio puede identificarse de qué manera ciertas expresiones poéticas sitúan sus búsquedas y su aventura más acentuadamente en una proyección imaginaria, menos identificada con las transgresiones lingüísticas y más a tono con procedimientos constructivos sobrios e impecables desde el punto de vista de su eficacia. Desde está perspectiva habría que relativizar la idea que llevó a entender la lengua poética como anomalía, como “desvío”, y a valorizarla casi exclusivamente de acuerdo con esa desviación. Sobre este presupuesto se desarrollaba el trabajo de Jean Cohen, por ejemplo. Ocurre que la alteración gramatical, un recurso habitual dentro de esa caja de resonancias rítmicas que es el poema, puede ser mínima o casi imperceptible en determinados textos que, en cambio, ejercen una poderosa atracción desde el efecto de extrañamiento producido por un entrecruzamiento inesperado de sentidos.