Un santafesino en Taiwán
Un santafesino en Taiwán
La República de China en Taiwán ofreció una beca a la Defensoría del Pueblo de la Nación para que uno de sus funcionarios participe del Curso de Desarrollo Nacional organizado por el Ministerio de Defensa y la Cancillería de ese país y, por suerte, fui el elegido. Fuimos chinos por un mes...y ¡para siempre!
TEXTO y FOTOS. AUGUSTO josé AGUER.

Contraste. Pasado y futuro conviven de la mano en Taiwán. Los modernos edificios de la capital lo demuestran.
En verdad conocía poco de aquel país oriental, aunque sabía que no era lo mismo que la China continental. Es que con el advenimiento del comunismo, lo que quedaba de la República China se mudó a esta isla vecina, a la que los portugueses habían bautizado como “Formosa”.
Esto ocurrió apenas hace 100 años, y en ese corto tiempo transformaron este pequeño país en un gigante, que compite con el primer mundo en desarrollo de nuevas tecnologías. Y todos nos preguntamos cómo es posible tal milagro. Es que los quince países de América Latina y el Caribe representados en este curso y los 25 cursantes del mismo, no salíamos de nuestro asombro al conocer las cifras y los números que maneja Taiwán. Hoy ha superado a todos los fabricantes de televisión de última generación, prevaleciendo sobre marcas como Sony. Es el sexto país en el mundo en cuanto a depósitos de dinero en efectivo. Desarrollan microchips capaces de disolver un aneurisma cerebral. Sólo para enumerar algunos ejemplos de este país postindustrial y lanzado de lleno a la nanotecnología.
El curso nos dio la posibilidad de conocer distintos aspectos del quehacer oficial en la República de China. Cuestiones vinculadas a su educación, a su sistema de salud, a su seguridad, a su producción, a su desarrollo tecnológico, a su seguridad social; a sus mecanismos legislativos y de representación popular y democrática. En fin, pudimos apreciar el funcionamiento de un sinnúmero de organismos de los distintos poderes del Estado.
CULTURA MILENARIA
Sin perjuicio de todo esto, lo que me parece interesante destacar es que a todo este fenómeno lo produce un pueblo que es parte de una cultura milenaria. Pude ver en un museo un tratado de paz firmado 11 o 12 siglos antes de Cristo; mientras nuestros antepasados vivían en cavernas y no conocían la escritura, los emperadores chinos ya eran capaces de suscribir acuerdos y pautar la paz entre dos imperios. Advertí que su escritura, cargada de simbología, es -sin duda- una forma de arte, que merece ser contemplado. Se divierten con cosas tan simples como cantar y hacen del Karaoke un deporte nacional. Practican el Tai Chi Chuan, una especie de yoga, por el que pueden conectarse de un modo espiritual con el universo que los rodea. Puede ver en aquella danza también una forma de arte.
Me impresionó el contraste entre aquellas ferias nocturnas tradicionales, propias de otros siglos, donde puede comprarse comida, y en el puesto siguiente tabletas digitales de última generación, y unos pasos más adelante rezar frente a un templo budista o taoísta. Es que la religión determina la vida de este pueblo; en el ámbito personal pero también en lo familiar, y en lo social y político. Están atados a cábalas y a tradiciones antiquísimas. No silban ni chiflan para no atraer a los malos espíritus. El número de la mala suerte es el cuatro. Nunca pacten un encuentro ni un negocio ese día, ni a esa hora; casi con seguridad les digo que el chino no asistirá a la reunión. Todos le rinden tributo a Buda y le dejan ofrendas de comida o queman dinero pidiendo buenaventura.
Al subir al metro se siente la mirada casi imperceptible y curiosa de todos los que viajan. Es que allí fui el diferente, el raro. “un gringo alto, peludo y que huele extraño”. Pero son tan amables y comedidos que hacen lo imposible por agraciar y hacerse entender y ayudarte. Es difícil encontrar cestos de basura, es que no tiran nada en la vía pública. Las estaciones de metro y sus vagones son un claro ejemplo de ésto. Allí impera el orden y la limpieza, está prohibido comer o arrojar papeles o chicles.
VOLVER A LAS FUENTES
El curso se desarrolló en las instalaciones de una escuela militar, lo que nos obligó a una vida casi espartana, con comodidades propias de estas instalaciones. Esto sin dudas fortaleció el espíritu de cuerpo de los cursantes, quienes a diario compartimos los espacios de aula, comedor y recreo. Por las tardes y los fines de semana nos organizábamos para salir a conocer la Taipéi de todos los días. Pudimos ver desde el distrito financiero con mega torres de oficinas, hoteles internacionales y centros de exposiciones dignos de cualquier capital mundial, hasta las ferias nocturnas tan tradicionales. Pude ir a misa en español y reconocer en la imagen de la Virgen María y el niño Jesús, sus rasgos orientales.
Fuimos al zoológico, al teleférico, a una muestra de Picasso, a una feria de defensa y a sus museos, templos y monumentos dedicados a sus héroes nacionales. También fuimos a un recital de rock brindado por una artista de Hong Kong a quien los taiwaneses idolatran. Recorrimos el país de norte a sur y de este a oeste recibiendo siempre el mismo trato especial de toda su gente.
Vivimos intensamente cada ocasión, cada lugar nuevo, reconocimos en Taiwán un lugar donde muchos acuden también a vacacionar o trabajar. Nos cruzábamos por la calle y charlábamos con personas de los más variados orígenes. Chinos continentales, japoneses, coreanos, vietnamitas, tailandeses o filipinos. También latinoamericanos haciendo cursos de posgrado o trabajando, una verdadera Babel oriental.
Siempre nos movimos con absoluta libertad, tanto que paseando en bicicleta tuve la sensación de que retrocedía en el tiempo a aquella infancia donde salir a jugar a la pelota o andar en bici por mi barrio de Guadalupe era casi un acto reflejo, de un niño que no advierte ni en el ambiente, ni el otro a un extraño, es que por un mes y para siempre, ... fuimos chinos.

